domingo, 26 de diciembre de 2010

Panorama interior: Las ciudades vacías

Un genio intuitivo y ensimismado, Eugène Atget, fotografiaba las ciudades vacías. Con el tiempo he sabido que esta desnudez era totalmente involuntaria. Muchos de sus clientes eran organismos oficiales que deseaban documentar el viejo París que desaparecía y expresamente le pidieron la total soledad de las calles y esquinas a punto de sucumbir. Se ha dicho que sus fotografías tienen un aire fantasmal y retratan lugares en los que parece que acaba de cometerse un crimen. Quizá lo que Atget retrataba era la fatalidad de la desaparición. En cualquier caso, no pudieron aquellos felices burócratas hacer mejor elección que encargar al maravilloso fotógrafo que no quería firmar sus fotografías este arduo trabajo que hacía caminando con su pesada cámara de fuelle de veinte kilos, arrastrando por la ciudad su condición de actor y pintor fracasado y, como él mismo decía, documentando todo lo que veía y pensaba que podía desaparecer. Elegía las horas limpias del amanecer y creía que la mayor virtud que poseían sus fotos era la de servir a los pintores como referencias básicas para detallar sus cuadros. Así lo hicieron maestros como Maurice Utrillo, como Georges Braque o André Derain.
En el fabuloso retrato que le hiciera en 1927, el año de su muerte, su asistente, la fotógrafa norteamericana Berenice Abbott, la misma que compró sus diez mil negativos a su inocente hermano, puede verse tras él un halo blanquecino que parece esconderse tras ser descubierto por la cámara. Parece posar con decisión y hasta con cierta sorna, quizá sabedor del buen hacer de su cotidiana compañera de trabajo que sabrá captar toda su estrechez económica, su incomprensión, una cierta desconfianza en los demás y quizá la leve sospecha de una genialidad, la que le asegura su vecino Man Ray que posee, pero que no termina de creer.
Paseando estos días, a pesar de las fechas proclives al desmedido consumo, he vuelto a ver algunas ciudades vacías y esto me hace reflexionar. He pensado que debían fotografiarse y me acordé del ejemplo de mi admirado Eugène Atget. En realidad, cada vez que un edificio va a demolerse, cada vez que se traza una nueva calle o una avenida debiéramos fotografiar ese mismo lugar modificado para conocer mejor nuestro pasado y la virtud de nuestras decisiones. La ocurrencia de Atget de fotografiar los escaparates pone de manifiesto su acierto y su curiosidad por la vida y por el cauce cotidiano que nos entrega el tiempo que nos toca vivir. Estas ciudades vacías de la crisis, llenas de luces inútiles y escaparates de neón, tendrían que ser fotografiadas. Quizá podríamos sentir entonces mejor la realidad y sus verdaderas preocupaciones, elegir las horas del amanecer o de la noche más oscura y hasta buscar algún incomprendido Atget que viva  humildemente entre nosotros.

martes, 21 de diciembre de 2010

Panorama exterior: El Ateneo de Priego y don Niceto

A través de mi amigo Antonio Carvajal, el Ateneo de Priego de Córdoba ha tenido la gentileza de invitarme a participar en una distendida charla-coloquio sobre la defensa de los bienes culturales y algunas otras pasiones confesables como la música contemporánea o algunas voces sinceras de la poesía española de nuestro tiempo. Debo reconocer que me alegró la idea desde un principio por la oportunidad que se me brindaba de conocer, después de tantos justificados comentarios de admiración, el famoso barroco blanco de esta villa memorable y la casa museo que alberga el Patronato Niceto Alcalá-Zamora y Torres.
El legado de un portento jurídico debe ser la posibilidad de conocer una obra que pueda seguir inspirando el parecer de los juristas durante generaciones. El caso de Niceto Alcalá-Zamora es de los más injustos de nuestra historia. Nadie puede dudar de su proverbial capacidad y su agitada juventud demuestra la importancia de un pensamiento que debe calificarse como un verdadero milagro en la Andalucía de su tiempo. Tejió desde muy joven una obra proteica y monumental, de tono diverso con aportaciones jurídicas, históricas, políticas, literarias y hasta periodísticas pero esta obra, publicada por el esfuerzo de esta admirable fundación y del Parlamento de Andalucía, no ha permitido deslindarlo del peso ingrato de la Guerra Civil y de su triste peripecia vital desde el agrio exilio en Francia y Buenos Aires hasta el olvido de una España que debiera recodar con un intenso rubor su generoso sacrificio.
Su capacidad para concitar el intenso odio de los dos bandos abona la sospecha de su entereza, de su coherencia y de su honestidad. Muy pocos consiguen esta fatal unanimidad en situaciones marcadas por el sectarismo y la violencia. Si Alcalá Zamora, un católico liberal de naturaleza optimista que acabó por ejercer un oscuro y lúcido pesimismo, un español extraordinario al que se despojó con toda impunidad de su patrimonio y de su honor durante generaciones, hubiese sucumbido al temor su destino, quizá, hubiera sido algo o mucho más dulce. Prefirió persistir y hacer lo que hacen tan a menudo los españoles injustamente perseguidos y condenados al ostracismo: Escribir para malvivir. O sea, al parecer de otro desdichado compatriota, llorar con el alma erguida y llena, casi siempre, de la fértil melancolía de la nostalgia.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Panorama exterior: Catálogo de cooptaciones

Cooptar es un verbo transitivo escasamente utilizado en la actualidad que significa llenar las vacantes que se producen en el seno de una corporación mediante el voto de los integrantes de ella. Algunos documentos recientes asocian la cooptación con la corrupción de la vida pública en tanto otros, quizá minoritarios, valoran el aspecto positivo que guarda una fórmula selectiva independiente que resultaba decisiva, por ejemplo, en la Roma clásica para el ascenso en el cursus honorum. Una sociedad como aquella, completamente obsesionada con el prestigio social, necesariamente tenía que corromperse, tarde o temprano, por la maraña de zafios intereses tejida alrededor de los atributos del poder que terminan por ser más importante que el poder mismo que acaba ejerciéndose por unos pocos cortesanos  sin principios o por guardias pretorianos llenos de avaricia y violencia.
La cooptación solo es apropiada si busca la excelencia, la capacidad de encarnar aquellos valores que la corporación encarna y por eso, este marco referencial se convierte en la clave para juzgar las acciones de esta naturaleza. Cuando una determinada corporación académica, por ejemplo, procura el concurso de los mejores filántropos de su entorno, no cabe duda que acertará. Cuando un colectivo laboral, social o de cualquier otra índole, sin embargo, establece un turno desquiciado y  riguroso para  empobrecer la libertad y seguir repartiendo entre muy pocos un elevado arancel, ha sembrado la semilla de la corrupción y la desigualdad.
Todo Gobierno virtuoso debiera mostrar a sus ciudadanos un catálogo actualizado de las cooptaciones legalmente establecidas y vigentes. La aparición del conflicto, en tales casos, podría cifrarse con mucha exactitud y la percepción de los valores ausentes, esos tan necesarios en esta crisis moral que algunos quieren llamar económica, situaría a cada colectivo en su sitio desde muy pronto. Los ciudadanos  podrían subir fácilmente, cuando menos, el primer escalón que sirve para afrontar con garantías los más graves problemas sociales que no es otro que el escalón de la simple reprobación moral.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Panorama interior: Maurice Duruflè, el nombre de la virtud

La Academia de Bellas Artes de Granada realiza cada 14 de noviembre una emotiva Ofrenda Musical recordando la muerte de nuestro compañero Manuel de Falla y en recuerdo de todos los académicos fallecidos. Este año hemos podido escuchar la hermosura (recuerdo que así lo calificó el académico José Palomares cuando lo escuché citarlo por primera vez) del conocido Réquiem (1947), en su versión de voces solistas, coro y órgano, de Maurice Duruflé.
Nunca terminaré de agradecer la felicidad que me ha deparado escuchar esta maravillosa obra en un entorno cálido y sencillo. La organización de estos actos me produce el sano orgullo de comprobar como puede una digna y humilde corporación ofrecer una actividad cultural con un nivel tan elevado, sin apenas ayuda, persistiendo año tras año en su labor y recibiendo con demasiada frecuencia la certera ingratitud del silencio.
Suelen tildarse las academias de meras asociaciones cavernosas, retrógradas, rancias y llenas de vanidad. Yo, sin embargo, en mi corta experiencia, solo he visto en mis compañeros de la Sección de Música justamente todo lo contrario: Mucha generosidad, bastante discreción, un firme sentido del deber y esa condición secreta, tantas veces ausente de nuestra vida pública, de la filantropía. El aire cavernoso lo encuentro, paradójicamente, en otras triunfantes y envejecidas latitudes llenas de superstición que pontifican a diario aquellos tópicos aprendidos en su remota infancia, tópicos inútiles que repiten y repiten sin cesar como una especie de sortilegio que les permita ocultar por más tiempo la molicie de su inmovilidad.
La implicación de la cultura en la vida social debe trazarse desde la independencia y cierto fervor. Ahora que las limitaciones presupuestarias demuestran el verdadero nivel de nuestras instituciones, aprendemos a valorar estas iniciativas culturales que casi no precisan romper nuestro curso cotidiano para mejorarnos el espíritu y limpiarnos el aire de la razón. La delicada música de Maurice Duruflé parece llevar impreso el aire de la virtud. Recuperar la sencillez en el disfrute de la cultura, es una de las escasas ganancias que nos entrega esta larga crisis moral en la que seguimos navegando, para vergüenza de aquellos especuladores de nuestro futuro.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Panorama exterior: Sobre la corrupción

El responsable de la Cátedra Fernando de los Ríos de la Universidad de Granada, el  prestigioso constitucionalista Gregorio Cámara, ha tenido la gentileza de invitarme a pronunciar la conferencia inaugural en unas Jornadas con el título Perfiles de la corrupción en la vida pública. No es tarea fácil adentrarse en una jungla poblada por tantos y tan variados peligros, el primero el de la ingenuidad, considerando que la denuncia y limpia exposición de aquellas pruebas más gruesas que demuestren la implicación en graves casos de corrupción de funcionarios o particulares es siempre bagage suficiente para desmantelar las tramas que tan a menudo pervierten nuestra vida social.
La lucha contra la corrupción debe ser ordenada, persistente, lúcida y discreta, huyendo de la torpeza y de la precipitación si quiere ganar la suficiente altura. La verdadera lucha contra la corrupción, la que se pregunta de vez en cuando si está granando realmente la batalla, apenas genera reconocimiento y éxito social y es la que protagonizan cada día cientos de funcionarios policiales, judiciales o administrativos, normalmente anónimos, que superan sus temores y preocupaciones y que son capaces de persistir, cualidad esta que es la clave esencial para combatir el problema con un mínimo de garantías. Normalmente no generan sus nombres titulares escandalosos y si esto ocurre, lo es de forma normalmente ajena a su voluntad. Saben que la discreción es su mejor aliada, la ruta más segura para alcanzar el éxito de la verdad. Saben también que combatir la corrupción puede ser peligroso, ingrato o difícil pero nunca inútil. La claudicación es la ambigüedad, sin duda alguna la más habitual de las amargas traiciones.
La organización no gubernamental Transparencia Internacional sitúa a España en un discretísimo 30º puesto en su famoso Índice de Percepción de la Corrupción. Para cualquier ciudadano respetuoso con las leyes el dato es francamente desesperanzador. Más aún cuando comprueba que nos superan países como los Emiratos Árabes Unidos, Uruguay, Chile, Chipre o Israel. Mucho peor es comprobar el puesto 78º que ocupa Grecia o el de la República de Italia, la patria de los fiscales Giovanni Falcone y Paolo Borsellino o de los jueces Antonino Caponnetto o Rocco Chinnici; un demoledor 67º puesto que debería avergonzar a todos los europeos e invitarlos a reflexionar mirando ese mapa que parece va extendiendo su rojiza oscuridad hacia todos los rincones de este maltratado planeta. Y es que la experiencia me enseñó hace ya tiempo que hay un espantoso mecanismo que se repite una y otra vez y que provoca en la corrupción una doble tendencia sincrónica: La de extenderse y la de trivializarse. Ojala seamos capaces de desactivarlo pronto, dando a las cosas su verdadero nombre y modificando estas malsanas tendencias.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Panorama interior: Geografía extremeña

El origen de Badajoz se encuentra en la asombrosa fortaleza de Marvao. Con los años, al margen de rayas fronterizas y otros accidentes administrativos o geográficos, el habitante del suroeste ibérico va tejiendo un territorio propio con el que se identifica casi espiritualmente.
Conforme al  fiel designio de nuestra armoniosa península, la división apropiada no es la que nos marcan los cuatro puntos cardinales. Al margen de algunas peculiaridades del clima, poco difieren espiritualmente norte y sur, algo más este y oeste pero la diferencia esencial es aquella que se traza en una linea diagonal e imaginaria desde el Cabo de Creus hasta el Cabo de San Vicente y que divide nuestras dos grandes influencias telúricas: El Atlántico y el Mediterráneo. Poco importa la raya de Portugal y otras fronteras interiores que enriquecen  esta agitada asamblea de  territorios libres. Siempre he querido hablar de España con hache, con la H de la Hispania romana que nos define y explica.
Sospeché mucho tiempo que la falta de identidad extremeña era precisamente una seña de identidad. Estaba en un error porque había viajado muy poco en mi juventud. Poco por la geografía terrestre, mucho por los caminos de la inquietud y la lectura. Tierra de influencias, ahora considero que sus confines resultan nítidos y evidentes y, al día de hoy, quien ha vivido en varias Comunidades Autónomas de nuestro Estado  y casi constituye una rareza funcionarial, considera que lo extremeño es, por suerte, tan perfectamente identificable como cualquier otra identidad, por radical que sea y quiera enfrentarse con los demás. Esta perspectiva la ofrece la distancia cotidiana de convivir en lugares apartados del lugar apartado donde naciste y empezaste a vivir.
Nuestro idioma es el paisaje y la discreción. Nuestro futuro, la conciencia que permita combatir  las injustas limitaciones históricas que hemos sufrido los extremeños. En Suroeste, mi amigo Bernardo Víctor Carande, otro gran conocedor de la Extremadura real, hablaba de ella, en boca de un incomprendido afrancesado que bien pudiera ser el Príncipe de la Paz, como una tierra oscura, de lejos poco apetecible y que acaba, finalmente, por demostrar su caudalosa virtud.
La vuelta hacia Badajoz, desde distintos puntos de España, me hace comprender que la tierra sentimental de la que tanto hablan los poetas extremeños se desborda siempre hacia Portugal. La identidad con los campos de los dos alentejos es tan evidente que pasa completamente desapercibida y se imprime con docilidad en nuestra mente como la lengua materna. Mi patria personal, quizá como la propia vida y como me enseñó mi padre, tiene una frontera en su interior y su corazón en la villa portuguesa de Marvao, la que debe su nombre a Ibn Marwan, el fundador de la nueva ciudad de Badajoz en 875, el hijo del gallego, el muladí, el rebelde.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Panorama interior: La humillación de las piedras

William Vandivert, Berlín, 1945
Colaboro con el profesor Carlos Aranguez en la redacción de un breve trabajo sobre la ciudad histórica indefensa y, en particular, sobre la agresión sistemática y tantas veces impune de los que hemos querido llamar actos de exhibicionismo  gráfico. Utilizamos esta perífrasis porque no existe mérito artístico alguno en la mayor parte de los que actualmente agreden nuestros bienes culturales, ni tampoco reivindicación social que no pueda articularse sobre un soporte limpio y mucho más efectivo para ser transmitida con toda normalidad a los ciudadanos. El exhibicionismo gráfico que muestran algunas ciudades históricas de Andalucía es triste y no tiene otra pretensión mayor que su propia insolencia  y desconsideración.
La convicción de que algunos grafitos muy elaborados son una estimable y estimulante manifestación artística y cultural de la sociedad de nuestro tiempo es un hecho innegable. En la mayor parte de los casos el poso inmaterial de este movimiento tiene lugar entre jóvenes consumidores de determinados productos musicales, ropas y otras  formas de ocio que afrontan su labor como grafiteros de una manera muchas veces reivindicativa, cuestionando las manifestaciones artísticas más tradicionales y reclamando un espacio urbano propio como soporte de sus postulados estéticos. Es obvio que no existe un derecho a la expresión artística que ampare la realización de daños o el simple deslucimiento de inmuebles, salvo en situaciones muy lógicas y concretas, pues la creatividad personal debe canalizarse de forma que no se vean innecesariamente afectados los derechos de los demás, máxime cuando hablamos de bienes culturales merecedores de una singular protección y tutela.
Sentado lo anterior reconozcamos que, en todo caso, las posiciones artísticas de signo iconoclasta vinculadas al cultivo del grafito, salvo en situaciones excepcionales, ahora no agreden bienes culturales reconocibles y cada vez son menos agresivas con el entorno urbano que constituye su forma de desarrollo más natural, un entorno al que pueden enriquecer con obras muy elaboradas y, en ocasiones, de un extraordinario valor. Hoy día, por tanto, las posibles reivindicaciones de tales movimientos estéticos se limitan a reclamar -y con razón- espacios suficientes para su normal desarrollo y para la búsqueda de alternativas públicas que permitan conciliar sus intereses con el cuidado y diseños de la ciudad.
El exhibicionismo gráfico sistemático es una cosa bien distinta. La agresión de la cultura a través de la suciedad es bárbara y antigua. Nada descubren quienes ponen su firma manchando un lugar que debe respetarse por su innegable valor, solo descienden a épocas tan tristes como remotas. Mucho más expresivas que mis palabras,  demuestran mi afirmación esta serie de viejas fotografías que ha rescatado de sus archivos la revista Life. Las hizo el gran fotógrafo norteamericano William Vandivert tras la conquista de Berlín por las tropas rusas en 1945. Probablemente, con estos masivos grafitos sobre el destruido Reichstag solo pretendían aquellos soldados embrutecidos por el combate festejar puerilmente la aplastante victoria o, acaso, humillar un poco más a los vencidos. Ahora, entre otras cosas, estas fotografías nos gritan que esta ínfima barbarie es mas propia de roedores meticulosos que de ciudadanos críticos y libres.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Panorama exterior: Shutter Island o la imagen barroca

2010 será el año en el que todos pudimos ver Shutter Island, la última película de Martin Scorsese, una obra que ha tenido la virtud de despertar algo tan inusual y saludable como la división de opiniones, lo cual es verdaderamente meritorio en una producción norteamericana de ochenta millones de dólares. Confieso que me incluyo entre los devotos de esta triste y compleja historia, basada en la novela de Dennis Lehane, el autor de Mystic River, que aborda el profundo abismo del dolor y la locura con el siniestro telón de fondo de la lobotomía. La verdad es que mi aprecio por la cinta es más intuitivo que racional, aunque bien podría señalar su deslumbrante fotografía, una insuperable dirección artística o una banda sonora que integra nombres esenciales de la música contemporánea como el de John Adams o Max Richter. Un monumento al barroquismo cinematográfico que demuestra, igual que ese prodigioso  del interior de la Iglesia de la Compañía de Quito, que es perfectamente posible mezclar el barroco más puro con la sobriedad.
La perspectiva de la completa locura que ya nos ofreciera, con menor brillantez, Ron Howard en Una mente maravillosa es muy apropiada para explicar los efectos de la imputabilidad penal. Los crímenes en los que se aprecia esta circunstancia eximente ofrecen en ocasiones una duda metódica  al penalista que no acaba de entender que un delito plenamente acreditado pueda quedar sin castigo. No se trata de buscar la satisfacción de una torpe retribución, es algo mucho más complejo, es un incremento de la aspereza propia del juicio que conduce al análisis objetivo de un crimen, es la ingrata sensación de impotencia que produce la incapacidad de todo el sistema legal para mitigar el desorden de una enfermedad que se sustenta en el daño a los otros.
El verdadero dilema, sin embargo, radica en plantearnos si el interior del delirio puede llevar aparejada  alguna  forma de culpabilidad porque el enfermo siempre podría, en el acontecer de su mundo imaginario, tomar la decisión plenamente voluntaria de delinquir, de actuar con toda crueldad, de vulnerar los mismos deberes y principios que son exigibles al hombre cuerdo que sigue entre nosotros. Nunca hemos querido juzgar el interior de la locura porqué sería una pretensión descabellada. Algo parecido se intenta en esta película preciosa y arrebatada que se inicia con un barco que sale de la bruma y que traslada dos hombres solitarios que podrían ser, como señaló el poeta Fernando León en una memorable dedicatoria, aquellos que cruzaron la frontera, cónsules de la razón.

viernes, 29 de octubre de 2010

Panorama exterior: El libro de los árboles

Siempre han tenido los juristas una especial inclinación hacia la exactitud y esta peligrosa tendencia se acentúa cuando, olvidando aquellos rigores propios de la compleja interpretación de las leyes, deciden adentrarse en ese campo de la verdad que siempre procura acotar -sin conseguirlo- la verdadera poesía, extraño territorio que bien podría considerarse un invisible y pequeño campo de batalla. Con esa misma exactitud quiso titular el  también jurista Aquilino Duque su primera y extraordinaria antología, El campo de la verdad, en aquella vieja colección Adonais de 1958 que lo presentaba como el autor de una novela inédita, Cantando en el ansia, de la que nunca más, lamentablemente, se tuvo noticia pública. En sus conocidos diarios de posguerra, Ernst Jünger nos recordaba que, en lo más hondo, el estilo de un escritor se basa precisamente en la justicia, sólo el hombre justo sabe como hay que sopesar la palabra, como hay que sopesar la frase. Le interesó mucho esta breve cita a mi paisano Luciano Feria cuando la coloqué como pórtico de aquel breve cuaderno que la bondad de Juan María Robles Febré quiso publicar en sus Cuadernos Poéticos Kylix bajo el título Reos.
Ahora, al encontrarme felizmente con este libro que acaba de publicar Alicia Aza bajo el título El libro de los árboles en la colección de poesía de Ánfora Nova, enriquecido con un elegante prólogo de Manuel Gahete, me pregunto porqué Alicia ha dedicado tanto esfuerzo en el pasado al estudio del Derecho Mercantil olvidándose de la importancia de transmitirnos su observación lírica de una realidad escondida que, paradójicamente, sólo se muestra con toda sencillez justo a quien sabe mirarla exactamente con los ojos del alma.
Sus poemas tienen la virtud de demostrar la delicada vocación de los árboles, los que nacen en nuestro interior y viajan con nosotros y de aquellos que la naturaleza nos entrega como débiles señales que permiten vislumbrar el rumbo de un camino lúcido y virtuoso. Los árboles no son sólo los árboles que enriquecen el paisaje y explican a la misma tierra, son además la sabia reflexión de quien pregunta en el lugar y en el momento exacto, de quién sabe situarse ante la decisiva prueba del asombro escuchando el rumor que nos  revela una infeliz sospecha, la que abandona la comodidad de una realidad superficial y se adentra en esa vida vegetal dulce y secreta que sostienen, como diría Álvaro Valverde, las crueles raíces del tiempo.
El primer libro de Alicia Aza guarda en él muchos caminos. Confiemos en que se anime a emprenderlos como aquel barco del norte que afronta su destino sin temer a los rigores del clima y a la ingratitud del silencio. Probablemente lo hará porque, como nos demuestra en sus versos, guarda su voluntad la fortaleza de esos Cipreses custodios que atesoran una madera resistente que lanza a un largo viaje.
No sería justo concluir sin añadir a todo lo anterior que, entre tanta impostura como la que tenemos que soportar en una España tan previsible en el mundo de la palabra, el oficio que desarrolla José María Molina Caballero merece un elogio mas que sincero y un ruego para que continúe con su excelente y discreta labor editorial. Las voces de tantos buenos escritores (mi colega Francisco de Paula Sánchez Zamorano podría servirnos de ejemplo) hubiesen quedado para siempre anegadas por una irresponsable indiferencia de la intelectualidad triunfante de no ser por su acierto y por su mucha generosidad.

sábado, 23 de octubre de 2010

Panorama exterior: El Inca Garcilaso

Por medio de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada, recibo la amable e imprevista visita del Dr. Luis Cervantes Liñán, Rector de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega de Lima. Siempre resulta placentero mostrar el equilibrado patio de nuestra Real Chancillería a quien llega desde la América hispánica para buscar la ruta vital del gran escritor del Cuzco. Me comenta el profesor Juan Alfredo Bellón que, salvo en Sevilla, despiertan poco interés en España los primeros escritores mestizos. Siendo el mestizaje profundamente español, resulta ingrata esta carencia que aún estamos a tiempo de corregir, alineando la obra del Inca Garcilaso con la de otros grandes escritores de la época. Quizá por ello quiso el azar que muriera precisamente en 1616.
La peripecia vital de Gonzalo, hijo de un capitán extremeño y de la ñusta Chimpu Ocllo, es prodigiosa y poco conocida por el público y diría que hasta poco apreciada por el estudioso, salvo aquellos pacientes especialistas que encontraron en su obra tantas y tan diversas fuentes para el deleite intelectual. Sólo en las primeras páginas de sus famosos Comentarios Reales demuestra la fortaleza de sus convicciones y la profunda inquietud por adelantarse a su tiempo cuando aclara que el Descubrimiento no fue un proceso unilateral sino que no hay más que un mundo, y aunque llamamos Mundo Viejo y Mundo Nuevo, es por haberse descubierto aquel nuevamente para nosotros, y no porque sean dos, sino todo uno. Y a los que todavía imaginaren que hay muchos mundos, no hay para que responderles, sino que se estén en sus heréticas imaginaciones hasta que en el inferno se desengañen dellas.
Parece obligatorio su conocimiento y frecuente su cita para quien pretenda entender como es debido los lazos que sostienen la relación americana de España. Cuando festejamos la justa concesión del Premio Nobel a Mario Vargas Llosa y se recuerda su doble condición de español y peruano, me sorprende que nadie recuerde la figura extraordinaria de quien, como reza su lápida sepulcral en la Catedral del Córdoba, fuera varón insigne, perito en letras y valiente en armas. Ojala su nombre ilumine el esperado discurso  de agradecimiento del ocurrente y brillante Maestro de Arequipa.

domingo, 17 de octubre de 2010

Mal de la Muralla: El paso valioso

No pude llegar en fecha más propicia hasta Lugo. La conocida precocidad de su invierno me llevó junto  a los primeros días fríos, pálidos y desnudos, ausentes de las viajeras nubes que suelen adornar el  rumoroso cielo gallego, cuando el delicado octubre lugués afronta la quincena decisiva que remata el ciclo anual como un rito ancestral y purificador.
Una vez cumplidos mis compromisos académicos, después de agradecer la invitación de la asociación Alume, volví al interior de la vieja ciudad para encontrar de nuevo el sincero aprecio de un inolvidable grupo de amigos y -como siempre- la sombra de Luis Pimentel.
Tonina Gay, una de las voces más libres que conocí en aquellos años difíciles que me tocó vivir, la que me permitió desde Radio Lugo disfrutar de la compañía y amistad del profesor Jorge de Vivero en las lentas mañanas de domingo para hablar de música y literatura, me regaló dos recientes publicaciones promovidas por el Club Valle Inclán con la Editorial Galaxia que hacen justicia a la obra, tan poco conocida en el resto de España, del abogado, traductor y ensayista lucense Celestino Fernández de la Vega. De una parte, su extraordinario y celebrado O segredo do humor, que puedo por fin disfrutar en una digna edición y de otra, una selecta colección de breves ensayos recogidos bajo el título de Ensaios a proba do tempo entre los que se encuentra el amplio prólogo que escribiera para la primera edición de Sombra do aire na herba en 1959 con el título Vida e obra de Luis Pimentel, pocos meses después de la muerte del poeta.
Su relectura me depara una deliciosa y placentera sensación de reencuentro con  la ciudad y con la obra de aquel admirado y bondadoso médico que tejió, transitando por los soportales de la Plaza Mayor y por las vastas regiones de su alma, quizá la obra poética más pura y asombrosa del siglo pasado hispánico. No son estas palabras exageradas o vacías. El propio Dámaso Alonso cuando prologara su otro gran libro póstumo -Barco sin luces- ya advertía y engañosamente aconsejaba al inocente lector en estos términos: No toquéis a este libro. Podría deshacerse porque es todo de rosas ceniza, de cristal, de hundidas sombras, de aire. Quizá mejor que no entréis en este misterio...
Volviendo a nuestro ensayo, el acierto de Fernández de la Vega al comentar  la obra de su amigo Luis Pimentel resulta estremecedor. No solo refleja el espíritu de una obra que estaba enterrada como el más valioso tesoro: Quizá sin darse cuenta, descubre la compleja relación del poeta con la ciudad y del propio ensayista con ambos, las claves de una persistencia  literaria amparada en la más recóndita urbe que pueda imaginarse, casi escondida en el recodo umbrío de una de las primordiales esquinas del mundo, una relación básica para que pueda gestarse la epopeya íntima del escritor sobre la proximidad y el amparo de la milenaria muralla romana que cercaba sus ambiciones y guardaba sus sueños. Pimentel, el culto ciudadano que ha vuelto desde Madrid con la mejor formación y el mejor bagaje cultural de su tiempo tras vivir en la Residencia de Estudiantes, decide ampararse entre los previsibles muros de su ciudad y dialoga eficazmente con su entorno, con sus calles más próximas, con sus muebles, con el Café cotidiano, con sus frecuentes achaques, con imaginarios viajes que nunca emprenderá, con la defensa de una vida sostenida tras un muro que arropan frondosos bosques, ríos calmados y un exacto silencio.
Muchas veces comenté con mis amigos de Lugo los caracteres de aquella enfermedad imaginaria -tal vez susceptible de integrarse algún día en el siempre incompleto catálogo del DSM IV- a la que quise llamar Mal de la Muralla. Mucho espacio necesitaría para describir los síntomas y el posible origen de esta  extraña dolencia. La distancia y los años, sin embargo, me han demostrado que también afecta a los habitantes más virtuosos una forma del mal que los vincula con tanta fuerza a ese lugar que discurre, en sucesivas y recoletas plazas, junto a la orilla de su milenario adarve y que intensamente propicia una suerte de enriquecedor y constante viaje hacia el interior que destila la más noble y profunda forma de melancolía.
El espíritu de Pimentel, nos recuerda la lucidez de Fernández de la Vega, se va gestando en sus cotidianos paseos por ese largo círculo irregular del amplio adarve de la muralla romana. Allí se produce, en ese paseo redondo, el conocido milagro que nos asocia con un origen ya que cada paso vale por dous xa que, ó mesmo  tempo, alonxa y achega ó punto de partida. La capacidad de alejarse y acercarse a un tiempo de nuestro único destino debe producir un sencillo acercamiento a nuestro ser. Lo sorprendente, quizá, es que nadie comprenda la fertilidad de esta feliz paradoja y no se proyecten nunca alamedas redondas para descubrir mejor las imposturas del tiempo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Panorama interior: Fotógrafos

Mi hijo Jesús redime la torpeza que siempre tuve con la fotografía. No recuerdo haberle hablado nunca de esta suculenta forma de entender y mirar la riqueza de nuestra existencia.
Durante su infancia, acaso, alguna conversación habrá pillado de su padre con Bernardo Víctor Carande que siempre presumía -y con mucha razón-  de su larga estancia durante diez o doce temporadas como fotógrafo taurino en el callejón de La Maestranza. Por cierto, algo habría que escribir de aquella pequeña mitología y de su tiempo como chófer y secretario de Orson Welles, aquel Don Orson majestuoso que transitaba sobre la injusta y fascinante España del desarrollismo, la que tan bien destruyó una buena parte de nuestro Patrimonio Histórico mientras alzaba, quizá para compensar, algunos Paradores de Turismo.
Pero volviendo al tema familiar, tengo hacia la fotografía el respeto de quien ve crecer a su hijo comprometiéndose con un noble empeño que nunca le señaló y asumiendo una difícil tarea en la que no puede darle ningún consejo y en la que nada o casi nada puede ayudarle. ¿Existe alguna otra manera de sentirse más ilusionado y orgulloso?
Los hijos son la mejor enseñanza de la madurez. Comenzamos a envejecer de verdad el día que se preocupan por nuestros empeños y horarios más que nosotros por los suyos. Son también los que inclinan definitivamente la balanza hacia el egoísmo o hacia la virtud. Quizá sean ellos con el peso de su influencia quienes decidan y tracen esta y otras decisivas tendencias. Muchos de mis poemas nacen de la paternidad y me parece, al día de hoy, una veta llena de viejas palabras por descubrir. Pero esa es otra ventana de este mirador secreto que comento en público.

Retrato de Carbonero.
Jesús García Hinchado, 2010.

lunes, 4 de octubre de 2010

Soneto

El asombro escondido

Somos tiempo y cenizas, una herida
abierta como el cielo del ocaso.
En la secreta tierra de la vida
debieras preguntar a cada paso

para buscar las fuentes del asombro.
La vida es como un túnel que se alarga
recorriendo la espera, cuanto nombro
te parece que sabe como amarga

razón y pormenor de la existencia.
Busca una vida clara. Nunca huiste
del cobijo infeliz que compadece

nuestro temor y oculta esta vivencia,
rompe tu oscuridad, solo agradece
y volverás a ser lo que no fuiste.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Lo normal y corriente

Nadie sabe muy bien cuando comienza una  feroz crisis económica. Quizá porque las grandes cifras tienen la virtud de la versatilidad y pueden socorrer o traicionar sin rubor a las posiciones políticas más encontradas. Quizá por la confianza de quien prefiere dormir el mayor tiempo posible con la manta delgada del optimismo cubriendo sus temores a la infelicidad y la pobreza. Quizá porque la crisis, como la guerra más cruel y extendida, produzca en nosotros aquella misma sensación que el abrumador Louis Ferdinand Céline, refería para explicarla desde las primeras líneas de su terrible novela Viaje al fin de la noche, con esta sencillez: Una vez dentro, hasta el cuello. Quizá por mi mucha ignorancia en materia económica, ando últimamente preocupado desde el momento en que me parece que son los teóricos ignorantes, la gente normal y corriente que observa y piensa, los únicos que dicen cosas razonables.
La verdad es que la sensación más habitual que percibo  en estos últimos meses es la de una anormalidad que se impone por simple inercia. Y lo digo sin necesidad de apartar la mirada de la indecorosa televisión generalista.
Mi amiga María Díaz, me comentaba la otra tarde que había conocido al poeta Antonio Carvajal y que, tras las presentaciones, amablemente le comentó que se alegraba mucho de conocerlo después de todo lo que había oído hablar de él y siempre en términos que mezclaban el elogio más sincero con el cariño y la admiración. Antonio, siempre proclive a la sencillez, le contestó que todo era una exageración y que él sólo era una persona normal y corriente. Acto seguido, quienes lo conocemos lo imaginamos muy bien, suspendió su gesto un instante como si resolviera un olvido reciente o acabara de descubrirlo y le dijo, diciéndoselo a sí mismo y en voz alta: Lo que pasa es que cada día hay menos gente normal y corriente.
Mucha razón tiene el agudo maestro de Albolote. El problema es que esta crisis, que algunos nos empeñamos en disfrutar, quizá tenga mucho que ver con esta pérdida de la normalidad. La crisis económica en el fondo y en la forma es una crisis moral. El día que lo entendamos y lo entienda algún que otro  lepidóptero con forma humana quizá podamos salir airosos del trance.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Panorama interior: Otra vez Grossman

He conocido la obra narrativa más famosa del gran escritor y corresponsal de guerra Vasili Grossman a la inversa, con el desorden propio de aquella agitada época que le tocó y quiso vivir. Después de Vida y destino y de la prodigiosa Todo fluye, con la publicación reciente de Años de guerra parece cerrarse el círculo de su tremenda peripecia vital volviendo al principio, al origen de la transformación, cuando descubrimos la incipiente amargura del escritor "oficial" que gana el Premio Stalin en 1942 con su novela El pueblo es inmortal y que aún confía, cuando menos aparentemente, en las razones y bondades de un régimen que afrontaba la guerra con una frialdad similar al gélido clima que rodeaba a los combatientes y aprovechando  -como  la más formidable y efectiva herramienta bélica- esa inmensa fatalidad que caracteriza al sacrificado espíritu del pueblo ruso.
Cuando escribo estas líneas no he terminado el volumen y solo tengo la referencia editorial de las páginas históricas dedicadas el horror de Treblinka o a la infernal caída de Berlín. No obstante, ya puedo percibir el abismo que tuvo que abrirse en el corazón del gran escritor de Berdichev al entender paulatinamente que los crímenes guardaban la misma o mayor ferocidad a uno y otro lado de la delgada línea roja del frente.
Efectivamente, lo fascinante de esta aventura propagandística de Grossman es que ya puede atisbarse entre las líneas que escribe, impregnadas de ortodoxo patriotismo soviético, una oculta certeza que empieza a florecer en un corazón atónito y maltrecho. La novela de Grossman que abre este volumen es especialmente cruel por su ingenuidad. Da la sensación de que su autor ya es consciente de que el tiempo lo situará en otro lugar y parece asumir su papel propagandista con la aplicación revelada del martirio. Este realismo heroico de Grossman, al contrario del sostenido por Ernst Jünger, es el de los vencedores, por ello no ha tenido que purgar sus opiniones ante las maledicentes voces que suelen enjuiciar la cultura sin conocerla.
Las condiciones de Grossman son las del genio rodeado de una mediocridad triunfante: Una coordenada casi siempre fructífera para el creador si cuenta con un poco de tiempo y de suerte para persistir. Lo que  distingue y realza su obra es la sombra de un régimen perturbado que ha hecho de la sospecha el latido de su existencia. Cosmopolita y judío, Grossman alcanza el cénit de su verdad el día en que la KGB asalta su apartamento e incauta la cinta de su máquina de escribir para evitar la difusión de Vida y destino. De haberla dejado morir lentamente en los anaqueles de alguna editorial oficial, quizá el tedio, la astucia y la rutina burocrática hubieran acabado con ella y nunca hubiera entendido la lúcida disidencia soviética que su publicación era un acto esencial para entender las claves de un siglo tantas veces oscuro.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Panorama interior: La dificultad olvidada (fragmento de un prólogo)

La dificultad de una noble labor suele quedar ensombrecida por el grato recuerdo de aquellos que dedicaron su esfuerzo y su virtud a superarla. Cuando se cumplen diez años –nada menos que diez largos años- del absurdo y cruel asesinato de mi compañero Luis Portero García, casi nadie recuerda la enorme dificultad, soledad e incomprensión que tantas veces tuvo que rodear el desarrollo cotidiano de su ingrata labor como Fiscal Jefe de nuestro Tribunal Superior de Justicia.
Quien no tuvo el placer de tratarlo y sólo pudo conocerlo superficialmente en algún encuentro profesional, quien solo puede esbozar el recuerdo grato de su exquisita educación y de su conocido buen juicio profesional, quiere dejar el triste quehacer de glosar sus numerosas virtudes a un selecto grupo de amigos y colaboradores que lo quisieron y lo respetaron con toda sinceridad y que, como he tenido oportunidad de comprobar, lo siguen añorando cuando encuentran su respetada figura tantas veces presente en la vida cotidiana de nuestra ciudad y en el entorno más amable de nuestros tribunales. Sí creo que merezco cierta legitimidad moral para recordar esta dificultad olvidada que envolvió su trabajo con bastante frecuencia, al enfrentar las mismas o parecidas preocupaciones y tener el privilegio de vivir una experiencia tan similar como enriquecedora.
Mi diálogo con Luis Portero ha sido siempre el diálogo de su ausencia al intentar vislumbrar cual hubiera sido su recto criterio a la hora de resolver esos fieles problemas llenos de ángulos oscuros y afiladas aristas a los que ambos hemos tenido que enfrentarnos. Pocas personas podrían comprenderlo como yo y pocas podrían comprenderme a mí como él. Y es que, aunque la realidad del presente tiende siempre a engañarnos, los problemas se repiten y también, afortunadamente, se repiten las soluciones. Por eso, la estela de su amistad me ha permitido -a través de aquellos compañeros que lo recuerdan y nombran con tanto y tan sincero aprecio- que la referencia de sus decisiones pudiera asistir mi torpe criterio y ayudarme a encontrar el camino correcto en más de una encrucijada.
Debemos recordar que la labor profesional de Luis Portero tiene lugar en un momento de singular valor para toda la Administración española. Ciertamente, la España de su tiempo, inmersa en un profundo y prometedor debate territorial, agotaba su esfuerzo sobre otras recientes instituciones y la vieja Administración de Justicia, tenía que resolver con sus proverbiales carencias, el servicio a una sociedad que desarrollaba un nuevo derecho y construía con firmeza su libertad. Entre otras francas debilidades, quizá confiando en la generosidad del esfuerzo de muchos servidores públicos, había olvidado la importancia de una Fiscalía a la que nominalmente se le entregaba la responsabilidad de coordinar y dirigir al Ministerio Fiscal en la Comunidad Autónoma más poblada, la que contaba con un mayor número de procesos en la jurisdicción penal, afectada –además- por graves problemas endémicos de criminalidad, con una infraestructura más que defectuosa y con una plantilla comprometida y esforzada pero insuficiente y desincentivada. Por si fuera poco, se establecía la sede de esta Fiscalía en una ciudad que no coincidía con la capitalidad política de la región, ni con la ciudad más populosa, ni con la comarca de un mayor peso económico y financiero. Sólo la inmensa tradición jurídica de Granada, al margen de otras compensaciones políticas diseñadas durante la transición, con su espléndida Facultad de Derecho, con la sede reciente del Consejo Consultivo, con una tradición jurisdiccional casi cinco veces centenaria, reconocida socialmente y tan brillantemente plasmada en la imponente fachada renacentista del Palacio de la Real Chancillería, parecían justificar la sabia decisión de nuestro Estatuto de Autonomía de 1981 al decidir expresamente que fuera la capital granadina la sede del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, extendiendo su competencia -por razones tan prácticas como históricas- hasta las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
La idea de una creciente España intensamente descentralizada que hacía del respeto a la diferencia una seña de identidad, diez años después de la promulgación de nuestra sabia Constitución de 1978, no podía resultar ajena al Ministerio Fiscal. Una institución esencialmente estatal e informada por un sólido principio de unidad de actuación, tenía que adaptarse a un nuevo sistema judicial que, por extraño que parezca, aún no había resuelto su acusado anacronismo procesal y tenía que actualizar la legislación básica con urgencia en materias tan decisivas como el proceso civil o la competencia penal. La complejidad de la tarea, aún hoy incompleta, casi siempre entorpecida por la falta de un adecuado consenso parlamentario, se vinculaba continuamente con las funciones a desarrollar por el nuevo Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Justicia quien tenía, si quería cumplir correctamente con su deber y como una especie de penitencia añadida, que reflexionar pública y anualmente en su Memoria sobre las carencias y necesidades materiales, normativas y personales de la Administración de Justicia en Andalucía y exponer su fiel reflejo en el conocido documento fiscal para la actualización de los derechos fundamentales de la ciudadanía y para la satisfacción del interés social que debían proteger los fiscales andaluces con sus acciones legales y recursos
…Toda esta situación normativa, torpemente esbozada, demostraba que la misión no era sencilla y provocó que muchas miradas, no siempre amables y bienintencionadas, se centraran en la Fiscalía de nuestra ciudad, con la llegada de Luis Portero, para comprobar la viabilidad de una nueva y ambiciosa apuesta organizativa que constituía un capítulo especialmente importante en la historia de nuestros tribunales porque marcaba, en buena medida, gran parte de su futuro.
Contaba Luis Portero para el desempeño de su labor con una sólida formación intelectual, con experiencia extensa en funciones de Jefatura y con esa inquietud que tan claramente distingue a los verdaderos servidores públicos y los distancia de aquellos oportunistas amaestrados por el instinto sectario que a veces ensucia el ejercicio del poder. Desde un principio, la labor del Fiscal Portero procuró trasladar la necesidad urgente de dotar a la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de una posición diferenciada de la Fiscalía Provincial y así lo recalcó y repitió hasta la saciedad sin conseguirlo y recibiendo -no pocas veces- la ingrata respuesta de la ambigüedad. En segundo término, reclamó la importancia de un nuevo Estatuto Orgánico que otorgara al Fiscal Jefe del Tribunal Superior una asistencia técnica continuada y suficiente que pudiera volcarse en aquellas necesidades más acuciantes y recurrentes de las Fiscalías provinciales andaluzas y que permitiera al Ministerio Fiscal rendir un correcto servicio a la ciudadanía. En tercer lugar, quiso promover el respeto institucional como un elemento básico de coordinación y la unidad de las fiscalías andaluzas para fortalecerlas y para que pudieran ofrecer una respuesta uniforme y autorizada a los exigentes retos que marcaba la preocupante evolución de la criminalidad y el atisbo incipiente, aún más preocupante, de la corrupción.
Estas y otras profundas inquietudes de Luis Portero deben ser conocidas y recordadas justamente ahora para que no se olviden y para que el tiempo pueda ponerlo en su sitio y reconocer la importancia, al margen de la terrible tragedia de su muerte, de su extensa labor como el primer Fiscal de Andalucía. En general, las sociedades contemporáneas conocen muy poco el pensamiento y la biografía de sus grandes juristas. Incluso en el ámbito universitario o profesional, es relativamente difícil encontrar una cultura media que conozca las coordenadas esenciales de la vida y destino de quienes tanto se esforzaron por entender y aplicar la solución de las leyes. Esta incívica parquedad sigue siendo un error impropio de nuestra patria que promueve muchas incomprensiones y que entorpece nuestra convivencia. Por eso los juristas deben completar el abrumado templo de las humanidades y comprometerse y darse a conocer y convertirse en una referencia para la juventud más formada e inquieta y para el debate de las más elevadas discusiones sociales.
Los esfuerzos de Luis Portero para que pudiera crearse dignamente una Fiscalía de Andalucía son ahora un acertado e incontestable imperativo legal y estatutario que ha merecido el respaldo constitucional y la unanimidad de los legisladores. La Fiscalía Superior de nuestro tiempo es muy parecida a la que trazara con tanta ilusión en sus informes anuales y a la que dictara en sus periódicas reflexiones doctrinales o académicas. El tiempo, en definitiva, le ha dado generosamente la razón en muchas propuestas que sostuvo hace más de veinte años con su habitual discreción y casi siempre desde una soledad, porque no decirlo, casi completa. Este libro sólo pretende conmemorar el rotundo fracaso del odio que lo asesinó, recordar su enorme sacrificio personal y el de toda su familia y recuperar,  junto al cariño de un viejo grupo de amigos y colaboradores, un texto interesante y poco conocido por el público en general. Pero además, este grave aniversario, cuando menos, con su fría ráfaga de tristeza, nos regala la invocación de un nombre justo y esto siempre nos ennoblece, nos limpia el alma de viejas deudas y rencillas y nos hace más libres y mejores. Invoquemos el ejemplo de Luis Portero pero también las muchas dificultades que tuvo que vencer para persistir y caminar con la cabeza erguida. Es este, probablemente, el mejor argumento que nos queda para transmitir el verdadero valor de su memoria.

martes, 14 de septiembre de 2010

Panorama exterior: Prensa y papel

Me sorprende la poca entidad tipográfica de una noticia que encuentro en un periódico digital: The New York Times anuncia que dejará de editarse en papel y aunque no precisa fecha, algunas voces señalan que puede ocurrir en el año 2015.
Hemos considerado durante cuatrocientos años al periódico de ayer como el paradigma de la falta de valor, que no de la falta de utilidad. Un papel de periódico sirve para envolver las castañas asadas, guardar unos viejos zapatos o para proteger el  parqué del goteo insolente de la pintura. Pero también sirve para pagar de forma  discreta la cantidad millonaria de un rescate o para consumar un timo cruel y recurrente que ensucia la condición de la víctima burlada. Un trozo de periódico puede esconder la solución o el anuncio de un misterioso enigma, puede transportar la felicidad o demostrar la vida tediosa y amargada de un espíritu solitario e impuro que los atesora solo por el placer de ver como se amarillean sus hojas.
Ahora, cuando el periódico abandone su humilde traje de papel, poco a poco todos estos valores dejarán de estar vigentes y alguien tendrá que describir otra forma de mirar la información del presente y aprovechar sus despojos. El diario estaba pensado para durar unas veinticuatro horas. La pantalla del ordenador puede durar mucho más tiempo y en cuanto al píxel, ignoro cuál pueda ser su duración antes de quemarse o desaparecer.
Me pregunto qué fue lo que sustituyó el papel. No creo que la plana sustituyera soporte físico alguno. La tablilla de arcilla o de cera son demasiado limitadas, están demasiado alejadas, como el papiro, de su implantación -la del papel- en las ciudades alemanas que inventaron los corantos como precursores de nuestros actuales periódicos. Lo que realmente sustituyó el diario es el flujo arbitrario y oral de noticias por el compromiso efectivo de una información periódica y suficiente para súbditos o para ciudadanos. Ahora, la página electrónica sustituye un frágil soporte inmediato al que podemos tocar con los dedos y hasta destruir sin dañarnos, por un pequeño haz de luz que nos entrega, a través de la ventana de la pantalla, el gélido fluido virtual.
Desde la aparición de la red, la prensa no ha sabido encontrar una solución para conjugar la gratuidad del acceso a la información digital con las ediciones impresas. No solo se trata de una cuestión material. Es muy probable que, tarde o temprano, los grandes editores tendrán que cobrar por sus contenidos electrónicos y mejorarlos para sobrevivir y para que sobreviva ese pulmón social de la prensa libre, más necesaria que nunca en estos tiempos asmáticos para tantos derechos. Es cierto que los medios electrónicos son más accesibles, cuando menos teóricamente, pero también que son más fáciles de controlar porque nuestra intimidad es un intimidad dependiente de un servidor anónimo al que solo las leyes pueden reclamar discreción y al que debemos unirnos por una delgada línea que nos señala.
¿Dónde nos llevará una sociedad sin diarios de papel? La utopía de una sociedad electrónica al servicio del hombre genera una fuente de intensa desconfianza y ha sido, por ello, lúcidamente contestada con las celebres aporías que jalonan la literatura del siglo XX. Parece evidente que la única salida es aquella que intente informar con la vocación de servir a la verdad y para eso cualquier soporte parece adecuado. Un Ernst Jünger septuagenario, en su viaje a las Islas Canarias involucradas en el boom turístico de los sesenta, queda impresionado por la lejanía de la naturaleza que se apodera de un espacio tan afortunado y augura que el trabajador de los nuevos hoteles nunca volverá a ser pastor. No hay que interpretar sus palabras al pié de la letra. Lo que percibe el maestro de Heidelberg es una nueva distancia que empieza a crearse en un remoto confín de la Europa administrativa. Una sensación parecida me asalta, como si estuviéramos distanciándonos definitivamente de aquellos dedos absortos que pintaron con grasos pigmentos sobre la roca de una caverna.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Panorama interior: Rábida y memoria

La tarde, especialmente luminosa, alienta una ensoñación moderada. Rechazada la invitación para tomar la canoa hasta Punta Umbría compartiendo cena con los alumnos del curso, me queda la soledad del mirador, tan placentera, con la lectura de un clásico revisitado. Lamentablemente, mi visita no es muy prolongada.
Este paraje de La Rábida, otra deliciosa esquina del mundo, cuenta con esa rara virtud de una autenticidad renovada. Por lo general, los lugares históricos son torpemente manipulados por la ocurrencia de autoridades y gestores públicos que les arrebatan esa condición primigenia que los explica con mayor facilidad y que les permite llegar hasta el presente transmitiendo el mismo espíritu que existía cuando se vivió el cotidiano presente de la futura efeméride.
Es muy fácil imaginar, sobre este remoto alcor donde se abrazan el Tinto y el Odiel, la hospitalidad del sencillo cenobio franciscano que sirvió para que Cristóbal Colón se enfrentara a los siempre engorrosos preparativos de un viaje oficial que lo llevó hasta el Descubrimiento. La sencillez del paraje, no obstante, es más aparente que real. Su delicadeza y su inmenso privilegio geográfico queda demostrada por una historia jalonada de dioses y advocaciones, desde el altar votivo que los fenicios dedican a la diosa Baal, pasando por el templo romano de Proserpina, por la rápita de los frailes guerreros musulmanes que guardaban la costa fronteriza, por los caballeros templarios que socorrían veleros acosados por piratas, por el austero monasterio que pervive para que aquellos a los que nos gusta ver lo que ya no está podamos contemplar, como nos diría Fernando Pessoa, a memória das naus.
La importancia de La Rábida es la de sobrevivir sin traicionarse. Su ruina auguraba, a  finales del tórrido XIX hispánico, el olvido frecuente e inevitable de nuestros monumentos apartados: Sólo la voracidad de los centenarios, el interés de la monarquía y el éxito de una respetuosa rehabilitación han permitido que podamos disfrutar esta discreta y esencial memoria. Y hasta enriquecerla. Cuando la expedición del Plus Ultra parte de allí rumbo a Buenos Aires en 1926 su permanencia ya está garantizada. El éxito ha sido el de convertirse en lugar común porque la estela que  allí se inicia no es la de una simple conquista, es la de una emigración que parte con la ligera esperanza de volver porque busca un hogar no en otra sociedad más próspera sino en un nuevo mundo. Quienes partían, al margen de algunos actuales excesos indigenistas, ya eran americanos. Por eso, las jóvenes repúblicas decimonónicas de América han sabido respetar y reconocer muchas veces y mucho antes que nosotros, este escondido enclave como un tierno y lejano origen.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Panorama exterior: Llanuras de La Calahorra

La acertada decisión de proteger las llanuras que rodean al imponente castillo de La Calahorra, me compensa levemente el disgusto de hace pocas semanas por el daño sufrido en la Catedral Primada por el estruendo de la impertinente mascletá que la autoridad municipal acaba de instaurar en la ciudad de Toledo. Las grandes fortalezas siempre se han utilizado como ejemplo de la necesidad de proteger el entorno relacionado que las circunda. Pocos edificios conversan de manera tan patente con aquello que les rodea. He visto falsas fortalezas puramente decorativas y ancladas en la orilla de frondosos bulevares de ciudades remotas que añoraban la memoria del Medievo legendario y que solo podían engañar a los niños mas soñadores. Cuidadosas fortalezas legendarias, como la Torre de Belem, ubicada en la  desembocadura de nuestro Tajo, bellísimo baluarte de artillería que sólo puede ofrecer al invasor de Lisboa el estupor de su equilibrada belleza para vencer el asedio.
Pero las verdaderas y auténticas fortalezas dialogan más que ningún otro edificio con el rigor  provechoso de la naturaleza: El suave collado castellano, el pico inaccesible de fortalezas apartadas, como mi admirado Marvao, sobrios árboles milenarios, el río caudaloso que las abraza como hace el Guadiana con la austera alcazaba de Badajoz, una relación que se produce sobre los precedentes elementos de un entorno natural que sirve para  disuadir, para incrementar su fuerza defensiva, para abastecer o tranquilizar a los defensores. Construir una pequeña central térmica en el preciso recodo de un río que aísla un pequeño castillo, puede ser tan dañino como mandarla construir en su patio de armas.
Por eso esta decisión de proteger una llanura de la Andalucía más austera y celeste se convierte en un indudable acierto que jalona la defensa eficaz de nuestra historia. Para proteger una llanura es necesario contar con una profunda visión del mundo y de su entendimiento. Mi enhorabuena a quienes hayan sido capaces de proponer y asumir esta manera de mezclar los perfiles del tiempo.
Por cierto ¿cómo son ahora las fortalezas? Alguien las ha visto, alguien sabe de qué forma se integran en el paisaje? ¿Dejaron, tal vez, de construirse o es que ya no es posible defenderse del  fuego de las armas?

viernes, 27 de agosto de 2010

Panorama exterior: Lanjarón, agua y cultura

El famoso Balneario de Lanjarón han tenido la gentileza de invitarme a participar en su encuentro anual sobre Agua y Cultura que este año aborda un curso multidisciplinar rubricado como Bendita agua. Mi aportación, como tantas veces, es un tanto ingrata porque alude a la incompleta defensa penal del agua  en nuestro Derecho y a los graves delitos que  la degradan y hasta la convierten, incluso, en un despiadado instrumento criminal o en una portentosa  fuente de encubrimiento.
Pero, afortunadamente, hablar del agua, casi siempre, es hablar de esperanza o es hablar de Dios o de los pequeños e imperfectos dioses de los antiguos y hablar de estos cursos coordinados por Juan Alfredo Bellón y Antonio Carvajal es hablar de un  espacio inaudito de cultura y de libertad tan próximo como desconocido.
No conozco otro curso veraniego que, como este, se mida por la asombrosa calidad y formación de sus alumnos. Quizá por eso no necesita ninguna extraña financiación. Mujeres y hombres  normalmente sabios y discretos que tuvieron la fortuna de conocer estos encuentros, muchas veces como profesores y que han persistido en su ilusión por volver. Este atento y respetuodo alumnado casi enseña al profesor a medir sus opiniones y le otorga una dignidad incomparable aunque, de tarde en tarde, pueda sucumbir a una ligera cabezada tras disfrutar largamente de los vapores del agua y el masaje. Muchas son las riquezas que debo a mi amistad con Antonio Carvajal pero estas enseñanzas de Lanjaron nunca terminaré de agradecérselas.
Música, Historia, Pintura, Religión, Cine, Flamenco, Pedagogía, Física, Matemáticas, Literatura,  Agua y Derecho afinan su vinculación con estos encendidos manantiales y con su plenitud y encuentran en esta academia peripatética un molde suficiente  para enriquecernos y hacernos disfrutar de la amistad con la mayor sencillez y con una calma infrecuente que se agradece, en estos años oscuros, más que a la propia vida.
Las ponencias tienen lugar en la pérgola de la Fuente La Capuchina, verdadera cápsula climática que domina el calor y proporciona un fondo arrebatado de azules y grises a la espalda del orador que lo enaltece como un atardecer del recuerdo. La enseñanza persiste en la comida y en su tertulia y en la sesión nocturna sobre la delicada Terraza de La Higuera donde alcanza la brisa el Mediterráneo mientras puede oírse débilmente el paso nemoroso del rio Salado. Allí puede uno tener la fortuna de escuchar  sin previo aviso a Carmen Linares cantando a capela Andaluces de Jaén o al maestro Alfredo Arrebola ofrecer con su cante una lección de humilde sabiduría.
Me han dicho que las generosas aguas de Lanjaron las tomamos unos seis o siete años después de bajar del cielo. Pero aquellas más preciadas, las que han recorrido todo un mundo mineral dulce y secreto -como diría Álvaro Valverde- hasta los hidrantes más preciados, pueden ser milenarias cuando llegan a nuestros labios. Sin duda se trata de un dato mágico y revelador. El más adecuado para alimentar el regreso.

lunes, 23 de agosto de 2010

Panorama exterior: Las colas de comida


La escasez de noticias, ese tópico que sigue negando cada año la actualidad imparable del largo paréntesis del verano, favorece que algunos medios publiquen, con cierta timidez, breves reportajes sobre la creciente demanda de alimentos en comedores sociales. Los incrementos producidos en los últimos meses me producen una mezcla de indignación y de temor. Llevo mucho tiempo interesándome por estas situaciones de emergencia social situadas precisamente a la cola de los informativos, cuando todos sabemos que debieran ser noticias de apertura como periódicamente ocurre con la insulsa información deportiva que rodea de un aura adolescente nuestros agotados televisores. En realidad, parece que la audiencia se conforma con dos minutos de reportaje antes del microespacio del tiempo. Desempleados y pensionistas aparecen en una cola en la que empieza a citarse la presencia de jóvenes como si la juventud dejara de ser un estado o edad para convertirse en la condición de pertenencia a un determinado grupo de exclusión social. Lo que está ocurriendo es mucho más importante de lo que  pensamos y de lo que algunos nos quieren hacer creer y es que hay una cierta tendencia, cuando menos a mí me lo parece, a ocultar la parte más digna y resbaladiza de la pobreza.
Ya sabemos que la sociedad occidental hace bastante tiempo que superó esta suprema humillación del hambre. Con la debida distancia, habría que aclarar que aunque hablamos de alimentos, casi no hablamos de hambre física pero sí de un hambre moral que muchos empezamos a sentir a nuestro alrededor con bastante insistencia. La moderna literatura ha sido, en general, poco proclive a relatar los síntomas más enérgicos del hambre extrema e involuntaria; no así de la miseria más solemne a la que suele acompañar no pocas veces una especie de ayuno alucinado. Al margen de la famosa aportación  contemporánea de Frank McCourt, las grandes descripciones literarias del hambre física en Occidente que recuerdo las realizan el denostado noruego Knut Hamsun en su novela Hambre (1890) y el irlandés Liam O´Flaherty con la novela publicada con el mismo nombre en 1937. La vida de ambos portentos resulta tan fascinante como equivocada y hasta terrible, quizá por esa misma audacia que les llevó a explorar sin consideración alguna en las cavidades más oscuras del alma humana.
Lo esencial en nuestro tiempo es recordar la falta de compromiso moral y es que estas nuevas colas de los comedores sociales son una vergüenza que a todos nos afecta, porque ya no obedecen a la pura marginalidad que enciende el abismo del alcohol y otras fatales dependencias. Obedecen sencillamente a la injusticia. Y es que volvemos a las colas ordenadas de hombres desempleados en las que se gestaron las grandes tragedias de Europa durante el siglo pasado, colas de hombres con sombrero y zapatos viejos pero bien cepillados, con trajes algo raídos y corbata y a veces con el periódico doblado en el bolsillo del gabán.
Cuando menos, afortunadamente, la imagen actual de la cola no siempre ataca el pudor de quienes tienen que sufrirla. Con buen criterio, el discreto cámara de una cadena televisiva nos muestra la paciente y multicolor hilera de carritos de la compra, pulcramente alineados y a la espera de recibir una pequeña bolsa de alimentos para sobrevivir.
Aún reconociendo la ingente ayuda institucional, enorme pero cada día más insuficiente, esta ingrata y difícil labor del Banco de Alimentos, de Cáritas y de otras instituciones silenciosas tendrían que interesarnos tanto como el porcentaje perdido en nuestras nóminas de funcionarios.

viernes, 20 de agosto de 2010

Panorama exterior: La mascletá de Toledo

Al parecer, el ayuntamiento de la imperial Toledo organiza (desde hace tres años) una mascletá (diez kilogramos de pólvora) para inaugurar sus fiestas de agosto. Se elige para este contemporáneo menester un lugar tan apropiado como la Plaza del Ayuntamiento de esta ciudad, tan justamente declarada Patrimonio de la Humanidad, donde precisamente se ubican el Palacio Arzobispal, el Consistorio y la Catedral Primada. Naturalmente, existieron incómodas voces que advirtieron del riesgo y encontraron un áspero rechazo.
Como no quiero extenderme sobre el particular, no creo que el corresponsal de Colpisa en esta ciudad, Juan Vicente Muñoz Lacuna, tenga inconveniente alguno en ver reproducido el último párrafo de su escueta pero jugosa crónica fechada el pasado 17 de agosto de 2010 (creo que es importante reflejar el año en curso), cuando nos señala:  El propio alcalde, Emiliano García-Page, del PSOE, fue quien accionó el mecanismo con tan fatal desenlace para el ángel, que había sobrevivido durante siglos a guerras e inclemencias del tiempo y que no soportó el estruendo pirotécnico. La mascletá fue un éxito y, mientras toledanos y turistas se felicitaban del espectáculo, el deán de la catedral, Juan Sánchez, se echaba las manos a la cabeza al alzar la vista sobre el conjunto escultórico de la puerta de los Reyes, obra de finales del siglo XIV y principios del XV atribuida a Alvar Martínez. Ayer quedó más tranquilo después de que se confirmara que la cabeza de granito no ha sufrido graves daños y que será restaurada y recolocada.
Sin comentarios.

martes, 17 de agosto de 2010

"Contraluz" de Thomas Pynchon

Cuando Webb siguió su camino, el perro se levantó y ladró un rato, no como advertencia ni tampoco irritado, sólo por mostrarse profesional.

(Thomas Pynchon, "Contraluz", traducción de Vicente Campos)

La fascinación por la lectura alcanza al fiel lector un determinado número de veces en la vida, en ocasiones desde la infancia, otras veces desde la pubertad, normalmente desde la juventud. He recordado estos días la ampulosa frase de Jorge Luis Borges cuando en su prólogo a Los Demonios -en el cénit de su popularidad, a mediados de los prometedores ochenta- comenzaba diciendo: Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida. Suele corresponder a la adolescencia; la madurez busca y descubre a escritores serenos.
No sé si Thomas Pynchon podría ser calificado como un escritor sereno a sus fructíferos 73 años. Lo descubrí y me deslumbró hace ya algún tiempo, antes de publicar su Mason & Dixon, cuando ya era una celebridad, cuando V y otras novelas escritas por él en los sesenta ya eran verdaderas novelas de culto y cuando a mí me acosaban no pocos problemas propios de una madurez prematura.
Pero el caso es que en este tórrido verano de 2010 he vuelto a sentir la maravillosa sensación de la lectura fascinada con esta extraordinaria novela escrita en 2006 y ahora publicada en España con el título de Contraluz y que nos traslada desde una Metrópolis de alabastro, la imponente Exposición Universal Colombina de Chicago de 1893, quizá el lugar más europeo que haya existido nunca fuera de nuestra infinita Europa, justo la exposición que conmemoraba el cuarto centenario del descubrimiento, hasta el aún más imponente y creciente abismo de la Gran Guerra.
En épocas de ingratitud hacia la verdadera cultura, cuando se usurpa el destino de lo excelente por la mediocridad, siempre tan previsible y obstinada, la lectura de una obra magistral nos regala una buena dosis de dignidad. No tanto para ser más libres o eficaces como para confiar en el destino con cierta honestidad e impaciencia, es decir, rejuvenecidos. Creo que era Borges también quien señalaba que lo que realmente necesita la literatura es un buen número de agradecidos lectores. Mucho anota en su haber nuestro autor porque una vasta muchedumbre de lectores de todo el mundo agradecerán, una vez más, al oculto genio de Pynchon -y de su traductor- este prodigio narrativo que tanto nos consuela y nos reconcilia con el  abrupto viaje de nuestro tiempo.

viernes, 13 de agosto de 2010

Granada, la ciudad desaparecida

Somos bastante proclives a nombrar de otro modo las ciudades y habitualmente lo hacemos con epítetos muy poderosos. Mi amigo Xosé de Cora llamaba a Lugo a cidade provecta, Bowles a Tánger la ciudad huérfana y hasta la bellísima Valetta pasó de ser fundada como la humilde a ser conocida en las atentas cortes de Europa como la  superbissíma, como la urbe más orgullosa.
Estos días he podido leer con calma el breve opúsculo que me regalara  hace algunas semanas mi admirado compañero Miguel Giménez Yanguas y que publicara en la  revista Arquitectura y en 1923, el mismo año que es nombrado arquitecto conservador de la Alhambra, Leopoldo Torres Balbás con el título Granada, la ciudad que desaparece. Trágicamente el reconocido restaurador no acude al adjetivo ni al participio sino al presente de indicativo porque la nombrada ciudad está desapareciendo ya entonces ante sus ojos indignados y atónitos. La lectura del sencillo artículo, ahora más que nunca, estremece por la larga nómina de aberraciones perpetradas con toda impunidad y probablemente sin remordimiento.
Cuando la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad de Granada reedita el trabajo de Torres Balbás, tiene el buen gusto de recordar, en oportuna nota a pié de página de la breve introducción firmada por el Director de la Escuela, Javier Gallego Roca, aquella descripción que nos hiciera del gran restaurador don Emilio García Gómez al recordarlo en los siguientes términos: "He conocido algunos ejemplares humanos -rarísimos- de su talla moral, pero nadie superior. Era una mezcla coherente de sensibilidad, ternura, caballerosidad, desinterés, honradez, noble dignidad, anti-exhibicionismo, franqueza y eficacia". Algo parecido a esa misma mezcla coherente, es la que deseamos para el futuro de nuestras grandes ciudades históricas que debieran estar amparadas en alguna Ley especial que consagrara, entre otros, un elemental principio general de incompatibilidad territorial de los nuevos espacios urbanos con aquellos espacios históricos que tienen que convivir pacíficamente con el progreso por su innegable valor y porque son, en gran medida, la mejor garantía para nuestro futuro.
La tragedia social que Torres Balbás sitúa en 1923, cuando se discute nada menos que la demolición del Corral del Carbón, la única alhóndiga andalusí que aún conservamos íntegra en la Península Ibérica, estremece por su antigüedad y, lo que es aún peor, por su proterva persistencia hasta nuestros días y es que la ciudad, al margen de postales y de algunos visitantes egregios, sigue desapareciendo de manera más o menos visible, perdiendo su identidad, parte de su riqueza y singularidad. De hecho, el destrozo posterior ha sido mucho mayor y más culpable que aquel que era denunciado hace más de ochenta años ante la Sociedad Central de Arquitectos. Torres Balbás acertó al definir Granada como una ciudad que desaparecía porque efectivamente en parte desapareció y en parte ha seguido desapareciendo entre la autocomplacencia, la sombra de la especulación y el pastiche más o menos afortunado. Por ello, quienes vivimos en esta ciudad debemos ser conscientes de vivir, en gran medida, sobre una ciudad tan asombrosa como perdida.
Torres Balbás nos demuestra que de todos los nombres de Granada pudiera ser el más justo aquel que la titule como la ciudad desaparecida. Aunque nos duela, quizá debiéramos aprender a enseñarla como fue y como podría haber sido y es que, en cierto modo, el llanto de Boabdil permanece.

domingo, 8 de agosto de 2010

El río


















Nos demostraba el río que el mar era posible
quebrando la provincia con su camino oscuro.
Según lo comprendieras, era grande o pequeño
y a veces, como un eco remoto, recordaba
la tierra desatada antes de hacerse calle
o el tranquilo paisaje que cercaron sus aguas
antes de la ciudad, lejos del mundo.
Sólo un puente cruzaba su inevitable paso
y al cruzarlo podías sentir como acechaba
un peligro escondido en sus feroces labios.
Mirándolo encontrabas en él muchas respuestas.
En cada atardecer, el verano le daba
el corazón y el aire de un viajero, parecía
ese amigo indolente que incumple sus promesas
como el tiempo callado que marcha y que regresa.