viernes, 12 de noviembre de 2010

Panorama interior: Geografía extremeña

El origen de Badajoz se encuentra en la asombrosa fortaleza de Marvao. Con los años, al margen de rayas fronterizas y otros accidentes administrativos o geográficos, el habitante del suroeste ibérico va tejiendo un territorio propio con el que se identifica casi espiritualmente.
Conforme al  fiel designio de nuestra armoniosa península, la división apropiada no es la que nos marcan los cuatro puntos cardinales. Al margen de algunas peculiaridades del clima, poco difieren espiritualmente norte y sur, algo más este y oeste pero la diferencia esencial es aquella que se traza en una linea diagonal e imaginaria desde el Cabo de Creus hasta el Cabo de San Vicente y que divide nuestras dos grandes influencias telúricas: El Atlántico y el Mediterráneo. Poco importa la raya de Portugal y otras fronteras interiores que enriquecen  esta agitada asamblea de  territorios libres. Siempre he querido hablar de España con hache, con la H de la Hispania romana que nos define y explica.
Sospeché mucho tiempo que la falta de identidad extremeña era precisamente una seña de identidad. Estaba en un error porque había viajado muy poco en mi juventud. Poco por la geografía terrestre, mucho por los caminos de la inquietud y la lectura. Tierra de influencias, ahora considero que sus confines resultan nítidos y evidentes y, al día de hoy, quien ha vivido en varias Comunidades Autónomas de nuestro Estado  y casi constituye una rareza funcionarial, considera que lo extremeño es, por suerte, tan perfectamente identificable como cualquier otra identidad, por radical que sea y quiera enfrentarse con los demás. Esta perspectiva la ofrece la distancia cotidiana de convivir en lugares apartados del lugar apartado donde naciste y empezaste a vivir.
Nuestro idioma es el paisaje y la discreción. Nuestro futuro, la conciencia que permita combatir  las injustas limitaciones históricas que hemos sufrido los extremeños. En Suroeste, mi amigo Bernardo Víctor Carande, otro gran conocedor de la Extremadura real, hablaba de ella, en boca de un incomprendido afrancesado que bien pudiera ser el Príncipe de la Paz, como una tierra oscura, de lejos poco apetecible y que acaba, finalmente, por demostrar su caudalosa virtud.
La vuelta hacia Badajoz, desde distintos puntos de España, me hace comprender que la tierra sentimental de la que tanto hablan los poetas extremeños se desborda siempre hacia Portugal. La identidad con los campos de los dos alentejos es tan evidente que pasa completamente desapercibida y se imprime con docilidad en nuestra mente como la lengua materna. Mi patria personal, quizá como la propia vida y como me enseñó mi padre, tiene una frontera en su interior y su corazón en la villa portuguesa de Marvao, la que debe su nombre a Ibn Marwan, el fundador de la nueva ciudad de Badajoz en 875, el hijo del gallego, el muladí, el rebelde.