viernes, 9 de mayo de 2014

El tiempo multiplicado (Pregón Feria del Libro de Granada)


Autoridades, señoras y señores, queridos amigos:

Para muchos de los que nos encontramos aquí, una vida sin libros casi no tendría sentido. Y a pesar de ello, de sostener esta firme convicción, creo que ninguno podría definir los libros con una mínima exactitud. De todas las cosas que ha descubierto e impuesto la vida cotidiana, no hay otra que se parezca tanto al hombre como el libro. Quizá por eso no podemos atraparlo en una escueta definición, porque cualquier atributo que quisiéramos otorgarle sería negado de inmediato con algún ejemplo contrario y nunca seríamos capaces de establecer -en unas pocas líneas- cuanto puede abarcar y cuanto puede influir, para bien o para mal, un libro en nosotros y en todo aquello que nos rodea. 
La Academia define el libro como un conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que se encuadernan, pero bien sabemos que algunos, quizá los más apreciados en algún instante de nuestra vida, no son los que tienen muchas sino las hojas exactas que son necesarias para contar aquello que nuestra ilusión de lector esperaba. El derecho administrativo, con su habitual ingenuidad, pretende acotar el libro con exactitud y lo identifica con cualquier impreso no periódico que tenga más de 48 páginas. Siempre ha sido mucho más sugerente la etimología que lo vincula con la naturaleza porque la palabra liber identificaba la parte interior de la corteza de aquellos árboles que se utilizaban en la antigua Roma para escribir antes del descubrimiento del papiro.Para cualquier escritor un libro es, ante todo, un mensaje que va dirigido a sí mismo pero que necesita ver reflejado o expuesto en el interior de los demás. Es una formidable contradicción, una forma de mejorar o empeorar la vida, de combatir el inevitable olvido, de crear un diminuto presente interminable. El escritor procura elaborar una historia que persista en el tiempo, aunque no siempre existe en su voluntad un verdadero deseo de permanecer. Escribir es un acto de generosidad y de egoísmo, incluso de sana codicia y hasta de vanidad, un acto reflejo que construye un mensaje que puede reproducirse de manera exacta cuantas veces queramos y que puede conocerse, a través de diversos ingenios, por un número incontable de personas a las que nunca conoceremos, con las que nunca podremos hablar, pero que a veces lo hacen suyo. Como nos enseñó Borges, todo buen escritor debe sentir más orgullo por los libros leídos que por los libros azarosamente escritos.El libro es también una forma de esperanza. Cobra vida en una voz callada cada vez que lo leemos y se transforma en nuestro interior, modificando su influencia según la encrucijada temporal que recorre o según el ánimo que nos conduce hasta el en cada instante de nuestra vida. Ya sé que todo esto no es mas que una torpe sucesión de opiniones, de rasgos incompletos, de esbozos y otras definiciones apresuradas. Al menos procuran recordar la afortunada relación del libro con el paso del tiempo, con el azar y con la indiferente vida social que los acoge u olvida con toda naturalidad.La acotación material, la forma del buen libro no siempre es una magnitud decisiva para su definición. Hoy día existen formatos que hubieran resultado totalmente incomprensibles hace muy pocos años. Poco importa, porque sabemos que el misterio del libro bondadoso radica en su identidad inmaterial, esa que nos enriquece y se esconde dentro de un simple ingenio mecánico que ha sido creado para facilitar la lectura y propiciar la soledad o el ensueño. Formatos, rótulos o contenidos inverosímiles los hubo siempre y algunos muy cerca de este lugar donde nos encontramos.En Granada, por ejemplo, los famosos Plomos del Sacromonte o Libros Plúmbeos, aparecen hacia 1595 en una sombría catacumba del Monte Valparaíso. El hallazgo, junto a unos huesos humanos, tiene lugar pocos años después de otra falsificación histórica de nuestra ciudad, tan ambiciosa como bien intencionada, la del cofre o caja embetunada hallada en la Torre Turpiana, el legendario minarete de la vieja madraza nazarí que fue desmontado. Y entre los Libros Plúmbeos, esos 22 discos de plomo de unos diez centímetros que pretendían contener nada menos que el Quinto Evangelio, hay uno que nos muestra, sin más, el liso círculo metálico con una pequeña rúbrica casi imperceptible. Una pulida superficie sin rastro alguno de escritura que aquellos granadinos decidieron llamar, quizá para incrementar aún más el misterio de su hallazgo y significado, el Libro Mudo. Y no fue el único que mereciera tal nombre. Otro maravilloso libro mudo se publica en 1677 como un tratado en meticulosas imágenes sobre alquimia y otros secretos de la naturaleza. No olvidemos que también existen buenos libros con pocas o ninguna palabra donde la pintura, el grabado o la fotografía nos trasladan su lenguaje sensorial y discreto, lleno de argumentos y de un sonoro silencio.Libro mudo o paisaje hablado. Así fue definido, como un idílico paisaje que nos hablara, uno de los libros más maravillosos que han sido escritos en nuestra lengua, un espacio ideal en el que la armónica naturaleza protegía el métrico lamento de un joven sin nombre. Naufrago y desdeñado, sorbido por el Mar y luego vomitado sobre la fina arena de una playa remota, ni siquiera conocemos los pormenores de su fortuna, solo el hecho de su completa desdicha y el bálsamo que una ribera generosa promueve en su corazón solitario y ya ausente de ambiciones. Nos referimos a las Soledades de Luis de Góngora, versos que se publicaron en 1614, justamente hace ahora cuatrocientos años, como demostró un bellísimo manuscrito encuadernado en fina vitela y hallado también en Granada, el famoso Manuscrito Chacón. Este cuarto centenario quizá mereciera recordarse en lo que aún nos queda de año, para hacer un acto de justicia literaria y para recordar a los andaluces, cuando atravesamos momentos tan difíciles, la brillantez de su ingenio y la importancia de su historia. Me parece triste y extraño que tenga lugar impunemente este imperdonable olvido.
Esta idea que concibe al libro como una voz que habla en nuestro interior, es quizá la más sugerente y nos acerca a su progresiva humanización con el paso del tiempo. Desde la antigüedad, cada día el libro se ha hecho más fértil y más humano, se ha ido encaminando hacia la persona individual, huyendo del canto colectivo, del ritual atávico, de una lectura impersonal y rutinaria, afirmando que lo más valioso que nos puede ofrecer es la descripción de la sustancia más pura del alma a través de la palabra y por caminos tan variados y dulces como la meditación, la fábula, la comparación lírica o la cruda enseñanza del drama.
La lectura ha sido, desde el comienzo mismo de la modernidad, la chispa que ha encendido en la razón el verdadero compromiso social y ha sido también la llama de esa vivencia única y exacta que a todo lector paciente toca y alimenta durante su vida y persiste junto a él casi hasta el último suspiro que la apaga. El libro ha ido paulatinamente asemejándose al individuo, alcanzando una dimensión más humana, un peso más ligero, entrando en el bolsillo de un abrigo o en la intimidad de una mochila o de un bolso, trasladándose de unas manos a otras sin ninguna dificultad, comprándose por unas pocas monedas y obsequiándonos con esa lectura que convertimos muchas veces en larga conversación, en amistad o en recuerdos compartidos.La panorámica que suele ofrecernos el libro de hoy, es la de un objeto que penetra con eficacia en nuestra intimidad donde lucha por el privilegio del espacio y casi pide perdón a diario por su engorroso almacenamiento en las pequeñas bibliotecas domésticas de alcoba o salón comedor. Siempre podrán leerse en voz alta poemas, romances, lentas salmodias, cantos, himnos, discursos académicos o antiguos relatos, siempre habrá valiosos ejemplares ilustrados, pero el libro triunfante de nuestro tiempo es el libro pequeño de la soledad, el que engrandece este viaje personal sin retorno, aquel que nos deleita mientras contemplamos el paisaje de nuestra vida.Es curioso que muchas de las ambiciones más intensas del presente sean antiguas como las fuentes de nuestra cultura. Las nuevas tecnologías siguen luchando para conseguir crear una vida virtual, pero esta vida imaginaria ya la creó el libro desde las profundidades de la historia. Un libro puede entregarnos una realidad virtual tan perfecta que no precise la imagen tridimensional sino el regalo de la dócil imaginación que, desde niños, aprendíamos a ejercitar como una poderosa virtud. Las nuevas ofertas de ocio sucumben con demasiada facilidad ante una verdad tecnológica que parece ser la única que imprime confianza en la vida social, acortan demasiado ese camino que recorre la imaginación con nuestros sueños y esto debiera preocuparnos porque la brevedad de ese sendero no nos permitirá, quizá, llegar tan lejos como debiéramos en el futuro. No se trata de negar las delicias tecnológicas del presente, se trata de completarlas con la enseñanza más firme de la emoción invisible de la palabra. No olvidemos que el libro desata la imaginación y que esta debe formar parte de nuestra primera patria, que es la infancia y, por tanto, de la formación escolar, tanto como la educación física, las ciencias naturales o la destreza informática.
Dicen que en cada persona confluyen dos vidas: La vigilia y el sueño. Son caminos que a veces se cruzan, que se encuentran y olvidan en una dualidad que incrementa el arcano de la existencia. La lectura incrementa también este misterio de manera que el buen lector, el lector avies o agradecido o el desocupado lector al que se dirigiera Miguel de Cervantes, son conscientes de que en ellos confluyen no dos sino tres ríos caudalosos: El de vivir, el de soñar y el de leer. Porque leer, como bien saben todos los lectores que me escuchan, no es solo leer, es vivir lo leído, es alimentar los sueños del espíritu que trazamos cuando estamos despiertos e imaginamos una vida plena y dichosa para nosotros y para nuestros seres más queridos
Vivir es no saber porqué vivimos. Esta tajante afirmación, verso de un libro inédito que tuve la fortuna de encontrar no hace mucho tiempo, es un destino fatal que acabamos por compartir con el libro como el más cómodo y útil, no equipaje, sino compañero de viaje. Nos iremos/ nos iremos como si nunca hubiéramos venido nos decía con su limpia lucidez el poeta Vicente Sabido, quien nos dejó el pasado año y nos regaló la limpia estela de un puñado de versos antológicos. Pero en tanto nos marchemos, volvamos o no a vernos, el buen libro es ese rastro que se obstina en permanecer, aquello que conserva el lugar salobre donde estuvo la vida, la senda que conduce a respirar el aire más hermoso que pueda disfrutar la condición humana, el rescoldo que agita nuestra mirada y enciende un coro de vivas voces dormidas hasta entonces en nuestro interior.
Un libro rara vez nos importuna. Se coloca junto a nosotros sin otra condición que la esperanza de que lo abras y lo conviertas con tu lectura en un sereno tiempo compartido. El libro siempre está desnudo y tu mirada es el ropaje que le da el aire suficiente para vivir. Aferrarse a un libro suele ser una buena decisión y además a un módico precio. Pero lo más significativo, lo más elevado que tiene su lectura es ese estado puro de complicidad y silencio que a veces nos proporciona y que engrandece nuestro tiempo; un estado para el que la lengua no ha encontrado todavía un nombre propio, quizá por la dificultad de acotar todos sus beneficios y sutiles riquezas.
Quienes estamos aquí y sentimos cierta inclinación hacia la lectura, podríamos recordar esos momentos en los que la atención comienza a concentrarse en el mensaje que nos transmite el libro con una intensidad cómoda y profunda, como si entráramos dentro de él y nos elevara desde una simple situación relajada a una especia de dulce avidez por avanzar en la lectura y conocer aquello que el libro aún contiene. Cobra entonces el libro en nuestras manos un especial valor y tiene lugar un olvido casi completo de aquello que nos rodea y la sensación de alcanzar un gran beneficio inmaterial porque el tiempo que vivimos empieza a multiplicarse y el lenguaje parece un nuevo alimento que ensanchara nuestra mente llenándonos de felicidad. Sentimos un deleite intelectual que se sostiene en el tiempo y nos conduce hasta nuestro propio ser por el camino de la palabra pero en la experiencia de los demás. En esos momentos, el lector vive una especie de encuentro inesperado que lo atrapa sin remedio y lo alegra, como si tuviera dentro de él otra forma de vida singular: Vivimos un estado de pequeña plenitud.Todos los lectores sinceros, cada vez que abrimos un libro, guardamos la esperanza de alcanzar nuevamente ese estado de humilde plenitud y lo cierto es que al empezar a leer sospechamos muy pronto, apenas conocemos las primeras páginas del texto, si tendrá o no lugar. Esa virtud de la lectura es tan valiosa que todos debiéramos contarla a los niños para que intenten buscarla y no pierdan esa capacidad de encontrar un delicado arrobo con el libro que los ayudará a comprenderse mejor. En nuestro recuerdo de lectores está siempre ese libro, no siempre el más elevado y perfecto pero si el más oportuno, que llegó a nuestras manos azarosamente y nos replegó hasta un rincón solitario de la casa familiar, del tren de cercanías o del autobús de línea, para disfrutar de la lectura. Podemos recordar muchas veces ese momento en el que el libro comenzó a operar en nosotros una tímida fascinación por la vida. Es un momento que nos sorprende por primera vez habitualmente en plena adolescencia, cuando el tiempo cincela con mayor energía nuestro temperamento y cuando la experiencia primaria de la vida cobra una importancia enorme: Es esa la edad de las decisiones, los días en los que optamos por adquirir una determinada forma de ser.
La imagen del lector ensimismado se está convirtiendo en una rareza o, mejor dicho, se está transformando en la de un espectador ensimismado ante terminales fijas o móviles de distinto tamaño, en el peatón que habla solo por la calle a un micrófono diminuto o que mira sin parar una pantalla que acapara toda su atención y con la que interactúa a través de las manos o de la voz. Como ya he señalado, nada tiene de malo comprender este nuevo entorno de inteligencia artificial que nos propone el presente, pero comprendamos que la virtud de la lectura ávida y sosegada a la vez, no puede igualarse con forma de comunicación alguna y pasará mucho tiempo hasta que pueda inventarse otra forma tan afortunada y exacta de comunicación desde la contemplación silenciosa del lenguaje.Hay en toda lectura una celebración de la virtud: La de saber descifrar una serie acotada de signos impresos sobre el papel como un sinfín de imágenes ocultas que fueran abriéndose milagrosamente por la fuerza de nuestra razón al descubrir un secreto.
Pero todo esta riqueza de la vida multiplicada del lector guarda todavía otra inmensa ventaja por su repercusión y efecto en la convivencia. Desde esta perspectiva y desde mi ignorancia, no logro comprender como en una situación económica tan adversa como la que padecemos, nadie repara en utilizar con mayor vigor la solución de la cultura. La gran recesión que padecemos en Europa tiene su origen en la insoportable codicia de la especulación más salvaje, se alimentó de la mentira y ha provocado una crisis que es, al margen de una profunda crisis económica, una honda crisis moral, una derrota estrepitosa de la verdad. Negarlo es casi mentir o, cuando menos, estar  profundamente equivocado. Por eso la cultura, el compromiso social que imprime en cada uno nosotros la inquietud por el conocimiento a través de la lectura y la creación, debería ser uno de los caminos que nos libraran con mayor eficacia de esta empecinada lacra social.
Nada descubro cuando hago estas afirmaciones. Federico García Lorca, cuando se dirigió a sus vecinos de Fuente Vaqueros para inaugurar la Biblioteca de su pueblo, ya les dijo que si tuviera hambre no pediría un pan, sino medio pan y un libro. Quizá, si le hubieran hecho caso tantos españoles de su tiempo y hubieran leído más y mejor, no habría vivido aquella monstruosa tragedia que le aguardaba. La inversión en cultura, el apoyo institucional al libro, al cine, al teatro o a la creación en cualquiera de sus manifestaciones, también se multiplica en un enriquecimiento colectivo y honesto, que sostiene proporciones decorosas y que no avasalla otras iniciativas más o menos humildes que sirvan a la formación y al ocio de la ciudadanía. La riqueza de la cultura es la que extiende su beneficio sobre un mayor número de personas y de una manera más justa.
La cultura y la manifestación más intima de todas las que la integran que es la lectura, es ese lujo que cualquier familia se puede permitir con un poco de ayuda institucional. Hablamos de un formidable yacimiento de empleo que genera un consumo responsable, abre la comunicación, enciende la curiosidad, despierta el ingenio y hace brotar la solidaridad de los más jóvenes con aquellos que mas lo necesitan. La cultura verdadera, que tan bien arraiga en el sur ibérico de Europa a pesar de los errores históricos que hemos padecido, nos proporciona una sucesión de útiles ejemplos que combaten el miedo al futuro y nos llenan de confianza en nosotros mismos y en los demás.
Hasta hace pocos años era frecuente que nos hablaran del vicio de leer, pero leer buena literatura no es un vicio sino una elevada virtud. Esta oscura vitola se colocaba en los mejores libros por el miedo que se ha tenido y aún se tiene a la libertad, a la propia y a la libertad de los demás. La buena lectura siempre nos hace más libres, nos permite comparar nuestro estado y entender sus habilidades y flaquezas y comprender mejor el mundo que nos rodea y acoge con tanta indiferencia o desconfianza. El pueblo que sabe leer exige con mayor vigor el cumplimiento de sus derechos fundamentales y controla más eficazmente al poder.
Pero además de soluciones o propuestas colectivas, un buen libro nos ofrece soluciones individuales y a veces muy precisas. Nos ayuda a envejecer mejor, nos permite compartir la salud, la riqueza o la alegría, mitigar la enfermedad o la tristeza y hasta combatir las grandes o pequeñas injusticias con mucha mayor dignidad y con sosiego. Es cierto que no siempre nos resuelve la deuda contraída con el destino o esa duda que nos paraliza y marchita, pero siempre nos ayudará a encontrar las soluciones que palpitan a nuestro lado y no habíamos sabido mirar con los ojos del alma; nos permite corregir el rumbo equivocado y no pide a cambio mas que alguna atención, unas pocas monedas y una cierta disposición hacia el silencio.
El buen libro parece que ha sido escrito solo para nosotros. No nos aconseja, comparte su alma como se comparte la enseñanza de una vieja amistad. Seamos más libres y leamos. Multiplicaremos nuestro tiempo y haremos más grande nuestra esperanza. Muchas gracias por su amable atención y buenas noches.