Autoridades,
señoras y señores, queridos amigos:
Para muchos de los que nos
encontramos aquí, una vida sin libros casi no tendría sentido. Y a pesar de
ello, de sostener esta firme convicción, creo que ninguno podría definir los libros
con una mínima exactitud. De todas las cosas que ha descubierto e impuesto la
vida cotidiana, no hay otra que se parezca tanto al hombre como el libro. Quizá
por eso no podemos atraparlo en una escueta definición, porque cualquier
atributo que quisiéramos otorgarle sería negado de inmediato con algún ejemplo
contrario y nunca seríamos capaces de establecer -en unas pocas líneas- cuanto
puede abarcar y cuanto puede influir, para bien o para mal, un libro en
nosotros y en todo aquello que nos rodea.
La Academia define el libro
como un conjunto de muchas hojas de papel
u otro material semejante que se encuadernan, pero bien sabemos que algunos,
quizá los más apreciados en algún instante de nuestra vida, no son los que tienen muchas sino las hojas exactas que son
necesarias para contar aquello que nuestra ilusión de lector esperaba. El derecho
administrativo, con su habitual ingenuidad, pretende acotar el libro con
exactitud y lo identifica con cualquier impreso no periódico que tenga más de
48 páginas. Siempre ha sido mucho más sugerente la etimología que lo vincula
con la naturaleza porque la palabra liber
identificaba la parte interior de la corteza de aquellos árboles que se
utilizaban en la antigua Roma para escribir antes del descubrimiento del papiro.Para
cualquier escritor un libro es, ante todo, un mensaje que va dirigido a sí
mismo pero que necesita ver reflejado o expuesto en el interior de los demás.
Es una formidable contradicción, una forma de mejorar o empeorar la vida, de combatir
el inevitable olvido, de crear un diminuto presente interminable. El escritor
procura elaborar una historia que persista en el tiempo, aunque no siempre
existe en su voluntad un verdadero deseo de permanecer. Escribir es un acto de
generosidad y de egoísmo, incluso de sana codicia y hasta de vanidad, un acto
reflejo que construye un mensaje que puede reproducirse de manera exacta
cuantas veces queramos y que puede conocerse, a través de diversos ingenios,
por un número incontable de personas a las que nunca conoceremos, con las que
nunca podremos hablar, pero que a veces lo hacen suyo. Como nos enseñó Borges,
todo buen escritor debe sentir más orgullo por los libros leídos que por los libros
azarosamente escritos.El
libro es también una forma de esperanza. Cobra vida en una voz callada cada vez
que lo leemos y se transforma en nuestro interior, modificando su influencia
según la encrucijada temporal que recorre o según el ánimo que nos conduce hasta
el en cada instante de nuestra vida. Ya sé que todo esto no es mas que una
torpe sucesión de opiniones, de rasgos incompletos, de esbozos y otras
definiciones apresuradas. Al menos procuran recordar la afortunada relación del
libro con el paso del tiempo, con el azar y con la indiferente vida social que
los acoge u olvida con toda naturalidad.La
acotación material, la forma del buen libro no siempre es una magnitud decisiva
para su definición. Hoy día existen formatos que hubieran resultado totalmente
incomprensibles hace muy pocos años. Poco importa, porque sabemos que el
misterio del libro bondadoso radica en su identidad inmaterial, esa que nos enriquece
y se esconde dentro de un simple ingenio mecánico que ha sido creado para
facilitar la lectura y propiciar la soledad o el ensueño. Formatos, rótulos o contenidos
inverosímiles los hubo siempre y algunos muy cerca de este lugar donde nos
encontramos.En
Granada, por ejemplo, los famosos Plomos
del Sacromonte o Libros Plúmbeos,
aparecen hacia 1595 en una sombría catacumba del Monte Valparaíso. El hallazgo,
junto a unos huesos humanos, tiene lugar pocos años después de otra falsificación
histórica de nuestra ciudad, tan ambiciosa como bien intencionada, la del cofre
o caja embetunada hallada en la Torre
Turpiana, el legendario minarete de la vieja madraza nazarí que fue
desmontado. Y entre los Libros Plúmbeos,
esos 22 discos de plomo de unos diez centímetros que pretendían contener nada
menos que el Quinto Evangelio, hay
uno que nos muestra, sin más, el liso círculo metálico con una pequeña rúbrica
casi imperceptible. Una pulida superficie sin rastro alguno de escritura que
aquellos granadinos decidieron llamar, quizá para incrementar aún más el
misterio de su hallazgo y significado, el Libro
Mudo. Y no fue el único que mereciera tal nombre. Otro maravilloso libro mudo se publica en 1677 como un tratado
en meticulosas imágenes sobre alquimia y otros secretos de la naturaleza. No
olvidemos que también existen buenos libros con pocas o ninguna palabra donde
la pintura, el grabado o la fotografía nos trasladan su lenguaje sensorial y
discreto, lleno de argumentos y de un sonoro silencio.Libro
mudo o paisaje hablado. Así fue
definido, como un idílico paisaje que nos hablara, uno de los libros más
maravillosos que han sido escritos en nuestra lengua, un espacio ideal en el
que la armónica naturaleza protegía el métrico
lamento de un joven sin nombre. Naufrago y desdeñado, sorbido por el Mar y
luego vomitado sobre la fina arena de una playa remota, ni siquiera conocemos
los pormenores de su fortuna, solo el hecho de su completa desdicha y el
bálsamo que una ribera generosa promueve en su corazón solitario y ya ausente
de ambiciones. Nos referimos a las Soledades
de Luis de Góngora, versos que
se publicaron en 1614, justamente hace ahora cuatrocientos años, como demostró
un bellísimo manuscrito encuadernado en fina vitela y hallado también en Granada,
el famoso Manuscrito Chacón. Este cuarto
centenario quizá mereciera recordarse en lo que aún nos queda de año, para
hacer un acto de justicia literaria y para recordar a los andaluces, cuando
atravesamos momentos tan difíciles, la brillantez de su ingenio y la importancia
de su historia. Me parece triste y extraño que tenga lugar impunemente este
imperdonable olvido.
Esta idea que concibe al libro
como una voz que habla en nuestro interior, es quizá la más sugerente y nos acerca
a su progresiva humanización con el paso del tiempo. Desde la antigüedad, cada
día el libro se ha hecho más fértil y más humano, se ha ido encaminando hacia
la persona individual, huyendo del canto colectivo, del ritual atávico, de una
lectura impersonal y rutinaria, afirmando que lo más valioso que nos puede
ofrecer es la descripción de la sustancia más pura del alma a través de la
palabra y por caminos tan variados y dulces como la meditación, la fábula, la
comparación lírica o la cruda enseñanza del drama.
La
lectura ha sido, desde el comienzo mismo de la modernidad, la chispa que ha
encendido en la razón el verdadero compromiso social y ha sido también la llama
de esa vivencia única y exacta que a todo lector paciente toca y alimenta durante su vida y persiste junto a él casi hasta el
último suspiro que la apaga. El libro ha ido paulatinamente asemejándose al
individuo, alcanzando una dimensión más humana, un peso más ligero, entrando en
el bolsillo de un abrigo o en la intimidad de una mochila o de un bolso,
trasladándose de unas manos a otras sin ninguna dificultad, comprándose por unas
pocas monedas y obsequiándonos con esa lectura que convertimos muchas veces en
larga conversación, en amistad o en recuerdos compartidos.La
panorámica que suele ofrecernos el libro de hoy, es la de un objeto que penetra
con eficacia en nuestra intimidad donde lucha por el privilegio del espacio y
casi pide perdón a diario por su engorroso almacenamiento en las pequeñas
bibliotecas domésticas de alcoba o salón comedor. Siempre podrán leerse en voz
alta poemas, romances, lentas salmodias, cantos, himnos, discursos académicos o
antiguos relatos, siempre habrá valiosos ejemplares ilustrados, pero el libro triunfante
de nuestro tiempo es el libro pequeño de la soledad, el que engrandece este
viaje personal sin retorno, aquel que nos deleita mientras contemplamos el
paisaje de nuestra vida.Es
curioso que muchas de las ambiciones más intensas del presente sean antiguas
como las fuentes de nuestra cultura. Las nuevas tecnologías siguen luchando para
conseguir crear una vida virtual, pero esta vida imaginaria ya la creó el libro
desde las profundidades de la historia. Un libro puede entregarnos una realidad
virtual tan perfecta que no precise la imagen tridimensional sino el regalo de
la dócil imaginación que, desde niños, aprendíamos a ejercitar como una
poderosa virtud. Las nuevas ofertas de ocio sucumben con demasiada facilidad
ante una verdad tecnológica que parece ser la única que imprime confianza en la
vida social, acortan demasiado ese camino que recorre la imaginación con
nuestros sueños y esto debiera preocuparnos porque la brevedad de ese sendero
no nos permitirá, quizá, llegar tan lejos como debiéramos en el futuro. No se
trata de negar las delicias tecnológicas del presente, se trata de completarlas
con la enseñanza más firme de la emoción invisible de la palabra. No olvidemos
que el libro desata la imaginación y que esta debe formar parte de nuestra primera
patria, que es la infancia y, por tanto, de la formación escolar, tanto como la
educación física, las ciencias naturales o la destreza informática.
Dicen que en cada persona
confluyen dos vidas: La vigilia y el sueño. Son caminos que a veces se cruzan,
que se encuentran y olvidan en una dualidad que incrementa el arcano de la
existencia. La lectura incrementa también este misterio de manera que el buen
lector, el lector avies o agradecido o el desocupado lector al que se dirigiera
Miguel de Cervantes, son conscientes de que en ellos confluyen no dos sino tres
ríos caudalosos: El de vivir, el de soñar y el de leer. Porque leer, como bien
saben todos los lectores que me escuchan, no es solo leer, es vivir lo leído,
es alimentar los sueños del espíritu que trazamos cuando estamos despiertos e
imaginamos una vida plena y dichosa para nosotros y para nuestros seres más
queridos
Vivir es no saber porqué
vivimos.
Esta tajante afirmación, verso de un libro inédito que tuve la fortuna de
encontrar no hace mucho tiempo, es un destino fatal que acabamos por compartir
con el libro como el más cómodo y útil, no equipaje, sino compañero de viaje. Nos iremos/ nos iremos como si nunca
hubiéramos venido nos decía con su limpia lucidez el poeta Vicente Sabido,
quien nos dejó el pasado año y nos regaló la limpia estela de un puñado de versos
antológicos. Pero en tanto nos marchemos, volvamos o no a vernos, el buen libro
es ese rastro que se obstina en permanecer, aquello que conserva el lugar salobre
donde estuvo la vida, la senda que conduce a respirar el aire más hermoso que
pueda disfrutar la condición humana, el rescoldo que agita nuestra mirada y
enciende un coro de vivas voces dormidas hasta entonces en nuestro interior.
Un
libro rara vez nos importuna. Se coloca junto a nosotros sin otra condición que
la esperanza de que lo abras y lo conviertas con tu lectura en un sereno tiempo
compartido. El libro siempre está desnudo y tu mirada es el ropaje que le da el
aire suficiente para vivir. Aferrarse a un libro suele ser una buena decisión y
además a un módico precio. Pero lo más significativo, lo más elevado que tiene
su lectura es ese estado puro de complicidad y silencio que a veces nos
proporciona y que engrandece nuestro tiempo; un estado para el que la lengua no
ha encontrado todavía un nombre propio, quizá por la dificultad de acotar todos
sus beneficios y sutiles riquezas.
Quienes
estamos aquí y sentimos cierta inclinación hacia la lectura, podríamos recordar
esos momentos en los que la atención comienza a concentrarse en el mensaje que
nos transmite el libro con una intensidad cómoda y profunda, como si entráramos
dentro de él y nos elevara desde una simple situación relajada a una especia de
dulce avidez por avanzar en la lectura y conocer aquello que el libro aún
contiene. Cobra entonces el libro en nuestras manos un especial valor y tiene
lugar un olvido casi completo de aquello que nos rodea y la sensación de
alcanzar un gran beneficio inmaterial porque el tiempo que vivimos empieza a
multiplicarse y el lenguaje parece un nuevo alimento que ensanchara nuestra
mente llenándonos de felicidad. Sentimos un deleite intelectual que se sostiene
en el tiempo y nos conduce hasta nuestro propio ser por el camino de la palabra
pero en la experiencia de los demás. En esos momentos, el lector vive una
especie de encuentro inesperado que lo atrapa sin remedio y lo alegra, como si
tuviera dentro de él otra forma de vida singular: Vivimos un estado de pequeña
plenitud.Todos
los lectores sinceros, cada vez que abrimos un libro, guardamos la esperanza de
alcanzar nuevamente ese estado de humilde plenitud y lo cierto es que al
empezar a leer sospechamos muy pronto, apenas conocemos las primeras páginas
del texto, si tendrá o no lugar. Esa virtud de la lectura es tan valiosa que
todos debiéramos contarla a los niños para que intenten buscarla y no pierdan
esa capacidad de encontrar un delicado arrobo con el libro que los ayudará a
comprenderse mejor. En nuestro recuerdo de lectores está siempre ese libro, no
siempre el más elevado y perfecto pero si el más oportuno, que llegó a nuestras
manos azarosamente y nos replegó hasta un rincón solitario de la casa familiar,
del tren de cercanías o del autobús de línea, para disfrutar de la lectura. Podemos
recordar muchas veces ese momento en el que el libro comenzó a operar en
nosotros una tímida fascinación por la vida. Es un momento que nos sorprende
por primera vez habitualmente en plena adolescencia, cuando el tiempo cincela
con mayor energía nuestro temperamento y cuando la experiencia primaria de la
vida cobra una importancia enorme: Es esa la edad de las decisiones, los días
en los que optamos por adquirir una determinada forma de ser.
La imagen del lector ensimismado se está convirtiendo en una rareza o, mejor
dicho, se está transformando en la de un espectador ensimismado ante terminales
fijas o móviles de distinto tamaño, en el peatón que habla solo por la calle a
un micrófono diminuto o que mira sin parar una pantalla que acapara toda su atención
y con la que interactúa a través de las manos o de la voz. Como ya he señalado,
nada tiene de malo comprender este nuevo entorno de inteligencia artificial que
nos propone el presente, pero comprendamos que la virtud de la lectura ávida y
sosegada a la vez, no puede igualarse con forma de comunicación alguna y pasará
mucho tiempo hasta que pueda inventarse otra forma tan afortunada y exacta de
comunicación desde la contemplación silenciosa del lenguaje.Hay
en toda lectura una celebración de la virtud: La de saber descifrar una serie
acotada de signos impresos sobre el papel como un sinfín de imágenes ocultas
que fueran abriéndose milagrosamente por la fuerza de nuestra razón al
descubrir un secreto.
Pero todo esta riqueza de
la vida multiplicada del lector guarda todavía otra inmensa ventaja por su repercusión
y efecto en la convivencia. Desde esta perspectiva y desde mi ignorancia, no
logro comprender como en una situación económica tan adversa como la que padecemos,
nadie repara en utilizar con mayor vigor la solución de la cultura. La gran
recesión que padecemos en Europa tiene su origen en la insoportable codicia de
la especulación más salvaje, se alimentó de la mentira y ha provocado una
crisis que es, al margen de una profunda crisis económica, una honda crisis moral,
una derrota estrepitosa de la verdad. Negarlo es casi mentir o, cuando menos,
estar profundamente equivocado. Por eso
la cultura, el compromiso social que imprime en cada uno nosotros la inquietud
por el conocimiento a través de la lectura y la creación, debería ser uno de
los caminos que nos libraran con mayor eficacia de esta empecinada lacra
social.
Nada
descubro cuando hago estas afirmaciones. Federico García Lorca, cuando se
dirigió a sus vecinos de Fuente Vaqueros para inaugurar la Biblioteca de su
pueblo, ya les dijo que si tuviera hambre no pediría un pan, sino medio pan y
un libro. Quizá, si le hubieran hecho caso tantos españoles de su tiempo y
hubieran leído más y mejor, no habría vivido aquella monstruosa tragedia que le
aguardaba. La inversión en cultura, el apoyo institucional al libro, al cine,
al teatro o a la creación en cualquiera de sus manifestaciones, también se
multiplica en un enriquecimiento colectivo y honesto, que sostiene proporciones
decorosas y que no avasalla otras iniciativas más o menos humildes que sirvan a
la formación y al ocio de la ciudadanía. La riqueza de la cultura es la que extiende
su beneficio sobre un mayor número de personas y de una manera más justa.
La
cultura y la manifestación más intima de todas las que la integran que es la
lectura, es ese lujo que cualquier familia se puede permitir con un poco de
ayuda institucional. Hablamos de un formidable yacimiento de empleo que genera
un consumo responsable, abre la comunicación, enciende la curiosidad, despierta
el ingenio y hace brotar la solidaridad de los más jóvenes con aquellos que mas
lo necesitan. La cultura verdadera, que tan bien arraiga en el sur ibérico de
Europa a pesar de los errores históricos que hemos padecido, nos proporciona
una sucesión de útiles ejemplos que combaten el miedo al futuro y nos llenan de
confianza en nosotros mismos y en los demás.
Hasta
hace pocos años era frecuente que nos hablaran del vicio de leer, pero leer buena literatura no es un vicio sino una
elevada virtud. Esta oscura vitola se colocaba en los mejores libros por el
miedo que se ha tenido y aún se tiene a la libertad, a la propia y a la
libertad de los demás. La buena lectura siempre nos hace más libres, nos permite
comparar nuestro estado y entender sus habilidades y flaquezas y comprender
mejor el mundo que nos rodea y acoge con tanta indiferencia o desconfianza. El
pueblo que sabe leer exige con mayor vigor el cumplimiento de sus derechos
fundamentales y controla más eficazmente al poder.
Pero además de soluciones o
propuestas colectivas, un buen libro nos ofrece soluciones individuales y a
veces muy precisas. Nos ayuda a envejecer mejor, nos permite compartir la
salud, la riqueza o la alegría, mitigar la enfermedad o la tristeza y hasta
combatir las grandes o pequeñas injusticias con mucha mayor dignidad y con sosiego.
Es cierto que no siempre nos resuelve la deuda contraída con el destino o esa
duda que nos paraliza y marchita, pero siempre nos ayudará a encontrar las
soluciones que palpitan a nuestro lado y no habíamos sabido mirar con los ojos
del alma; nos permite corregir el rumbo equivocado y no pide a cambio mas que
alguna atención, unas pocas monedas y una cierta disposición hacia el silencio.
El
buen libro parece que ha sido escrito solo para nosotros. No nos aconseja,
comparte su alma como se comparte la enseñanza de una vieja amistad. Seamos más
libres y leamos. Multiplicaremos nuestro tiempo y haremos más grande nuestra
esperanza. Muchas
gracias por su amable atención y buenas noches.