sábado, 27 de agosto de 2011

Panorama interior: Agua y Cultura en Lanjarón

La famosa obra del académico Marcel Pagnol Manon des sources me ha servido como referencia estética y cultural para abordar aquellos atávicos conflictos que genera la propiedad y disposición del agua en el mundo rural. Me refiero a mi participación en la VIª edición de los cursos sobre Agua y Cultura que, un año más, organiza de manera ejemplar el Balneario de Lanjarón con el apoyo del profesor Juan Alfredo Bellón y del maestro Antonio Carvajal. El riego se configura en la obra del gran escritor y cineasta francés como el cauce de la ilusión más noble, de la avaricia y de la perdición y esta vibrante tragedia magistralmente descrita bajo el cielo de la Provenza no podía faltar en una convocatoria con el titulo Agua del cielo no quita riego.
Marcel Pagnol llevó la historia triste de Jean de Florette primero al cine -a comienzos de los cincuenta- para escribir su famosa dilogía mucho más tarde, bien entrados los años sesenta, cuando era una celebridad en Francia y aunaba, quizá mejor que cualquier otro escritor de su tiempo, un masivo reconocimiento público y crítico. La historia, tan cruel y concisa, de dimensiones bíblicas, es cautivadora como su elegante prosa. Elegante por su medida sencillez y porque, como tuve oportunidad de indicar en el curso, Pagnol nunca se interpone entre el lector y sus personajes, los deja hablar libremente e interpretar su papel y alcanza, otorgando esta secreta libertad al texto, una altura y eficacia narrativas verdaderamente prodigiosas.
Pero no es mi intención hablar de mí discreta aportación, sino de la extraordinaria altura de unos cursos, huérfanos de cualquier ayuda y subvenciones, que son un ejemplo a imitar y que nos permiten aprender de un elenco de profesores caracterizados -y no por casualidad- por su rigor y honestidad intelectual.
Decir Agua y Cultura es casi una redundancia. El agua misma es la esencia más pura y dichosa de lo redundante. El generoso criterio del Balneario de Lanjarón -al alentar estos cursos un año más- lo demuestra con creces y con esa frescura y lucidez propia de sus abundantes manantiales.

sábado, 20 de agosto de 2011

Panorama interior: Breve introducción de "Un nuevo derecho a comprender"


La claridad del lenguaje jurídico ha sido considerada tradicionalmente por la Teoría General del Derecho como una virtud imprescindible para la elaboración y aplicación de las leyes. Las normas, para su firmeza y vigencia, deben ser correctamente interpretadas y la interpretación primaria o natural ha sido siempre la interpretación gramatical. Esta afirmación está muy próxima a la obviedad y casi resulta paradójico que el propio Código Civil lo haya establecido de forma explícita en su Título Preliminar y tenga que preocuparse por señalar, como hace al inicio del apartado primero de su artículo 3, que las normas jurídicas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras. Como es lógico, este sentido propio de sus palabras debiera ser un texto sencillo y adecuado a las circunstancias concretas de cada asunto, adaptable a las necesidades de cada operador jurídico y debiera ser comprendido fácilmente por la ciudadanía sin necesidad de contar con especiales conocimientos técnicos o jurídicos. La ciencia del Derecho, como la Retórica y la Dialéctica aristotélicas, interesa a cualquier parcela del conocimiento. Para el maestro estagirita, son artes o habilidades persuasivas y afines porque ambas poseen un carácter instrumental. Permiten tener conocimientos próximos al sentido común que no pertenecen a ninguna ciencia determinada[1]. Es inevitable, por tanto, que el ordenamiento jurídico aborde la regulación de materias de una especial complejidad lingüística o que precisan –incluso- una determinada jerga o vocabulario científico para su comprensión pero nada impide que los textos jurídicos, reconocida esta evidente dificultad, procuren aclarar todas las dudas que comporta la aplicación individualizada de la ley.
Se infiere de nuestro Código Civil que la propiedad de la norma son sus palabras: La relación interior que guarde con tales palabras es la que inspira su capacidad para tener una aplicación pacífica y uniforme. Ciertamente, resulta paradójico que deba crearse un precepto para decir que se interprete la norma conforme a su propio texto. Pero también lo es que las históricas dificultades comprensivas del lenguaje jurídico no tengan lugar cuando se abordan materias científicas especialmente complejas. La complicación se genera en la aplicación cotidiana y casi rutinaria de lo genuinamente jurídico, de aquello que sirve a todas las parcelas del conocimiento humano. La oscuridad, en definitiva, no llega desde el exterior sino que es una mutación artificial producida desde dentro y que inocula el jurista en el desarrollo de su actividad. Se trata de una perversión deliberada del lenguaje jurídico y no de una característica propia de su naturaleza.
Si la claridad del lenguaje jurídico ha sido una vieja preocupación que nos conduce a los albores de la codificación española, la claridad de la lengua misma como virtud se hunde en aquellos momentos históricos que permiten datar su origen y establecer una difusión territorial más o menos definitiva. Se ha sostenido, por ejemplo, que hay una íntima tendencia en nuestra lengua que busca siempre la claridad. Algunos estudiosos recuerdan la polémica suscitada en la primera parte del siglo XVI entre el humanista Antonio de Nebrija y el erasmista Juan de Valdés cuando el primero pretendía someter, como había ocurrido con el latín o con el griego, la lengua castellana a las leyes gramaticales[2] y, en su contra, recordaba el segundo que este rigor no era necesario porque existía una peculiaridad intrínseca del castellano, una intuición de la forma interior de esta lengua[3] que le permitía una especie de autorregulación sin el concurso de normas ortográficas o gramaticales. Al margen de la brillante polémica renacentista, es curiosa esta afirmación que abunda en una misteriosa voluntad interior de la lengua que la conduce hasta la búsqueda permanente de una condición comprensible. El propio Juan de Valdés señala la claridad como un atributo permanente del escritor y nos recuerda que todo el buen hablar castellano consiste en decir aquello que se quiere con las menos palabras y con una vocación de sencillez[4].
Esta cualidad bondadosa de la lengua ya había sido proclamada algunos años antes, cuando en 1525 publica Erasmo de Rotterdam su Lingua en Basilea. La oscuridad o el mal uso del lenguaje no es -en absoluto- un atributo exclusivo del mundo jurídico, es un problema que puede extenderse a cualquier aspecto relacionado con la utilización del lenguaje y su proyección en la sociedad. Ha de partirse, como hace el gran humanista, de que la naturaleza ha tomado todas las precauciones para que la lengua sea buena pero hay dos maneras de hacer uso de ella en una especie de combate duro e incesante entre ambas. De un lado, quienes están siempre atentos en la adaptación de su lengua al tema, a las circunstancia, al lugar y a las personas y saben cómo dar a las palabras su sentido más pleno. De otro, aquellos charlatanes o habladores en los que la lengua se ha degenerado[5] con distintas finalidades espurias. Lo que resulta anómalo es que esa degeneración del lenguaje haya sido tan arraigada e intensa en el mundo jurídico y que aún persista casi de una manera institucionalizada hasta convertirla en un paradigma de incomprensión y de torpeza social que olvida que nada hay más pernicioso entre las personas que una lengua mala y nada más saludable que la lengua misma, si la usamos como conviene[6].
Habitualmente, los trabajos más afortunados en la materia[7] que han sido publicados en España suelen realizar un diagnóstico inequívoco que incide en una serie de errores sintácticos o gramaticales que resultan recurrentes en las distintas formas de lenguaje utilizado por los juristas y que podrían ser corregidos con una relativa facilidad. Otras veces, los autores aportan nuevas construcciones dogmáticas de gran interés que interpretan de manera más profunda la grave situación planteada por la oscuridad de este lenguaje[8] o bien señalan alguno de los efectos que produce en distintos operadores jurídicos, como ocurre con la desesperanza pasiva[9] a veces apreciada entre el colectivo judicial al comprobar el efecto no deseado que generan algunas resoluciones en la opinión pública. Lo cierto es que la mayor parte de los trabajos publicados hasta la fecha, en definitiva, establecen las dimensiones y características fundamentales del problema, señalando -en todo caso- razones o argumentos históricos[10] para justificar su origen y su continuidad en el tiempo hasta nuestros días.
Sin negar un ápice de su valor a las anteriores aportaciones, la cuestión de la oscuridad del lenguaje jurídico debe avanzar y realizar, una vez enunciado y reconocido el problema, una exégesis crítica y suficiente. No debemos conformarnos con establecer el diagnóstico filológico de la cuestión sino que debemos incidir en la búsqueda de aquellas razones que llevaron a los juristas a la adopción y persistencia de prácticas tan perniciosas y equivocadas, alzando una invisible frontera para dificultar la comprensión de sus discursos o escritos por parte de la mayoría de los ciudadanos. Solo de esta forma podremos desplegar con suficiente eficacia algunos remedios que permitan desterrar de una vez por todas este lenguaje críptico e incomprensible y pueda tener lugar un saludable cambio de tendencia en nuestras relaciones con la ley...



[1] Retórica, ARISTÓTELES, Biblioteca Clásica Gredos, Introducción, traducción y notas por Quintín RACIONERO, Editorial Gredos, Madrid, 2005, página 161.
[2] Antonio MARTÍNEZ DE CALA Y JARAVA, conocido como Antonio de NEBRIJA (Lebrija1441- Alcalá de Henares, 1522), publica su famosa Gramática castellana en 1492, dedicada a la Reina Isabel I de Castilla, convirtiéndose en la primera gramática de una lengua vulgar que se publica en Europa.
[3] La frase aparece recogida (página 25) en la edición del profesor Antonio QUILIS MORALES de los Diálogos de la lengua de Juan DE VALDÉS y pertenece al profesor argentino Guillermo L. GUITARTE, catedrático de español de la Universidad de Harvard; colección Clásicos Libertarios, Ediciones Libertarias, Madrid, 1999.
[4] Ob cit., página 59.
[5] Así, Cesar CHAPARRO GÓMEZ en la excelente introducción a La Lengua y Sobre la mala vergüenza de Desiderio Erasmo DE ROTTERDAM, edición facsímil de la Biblioteca de Barcarrota publicada por la Consejería de Cultura de la Junta de Extremadura, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2007. Edición de Lyon, Imprenta de Sebastián Grifio, 1538. Traducción y notas de Manuel MAÑAS NUÑEZ y Luis MERINO JEREZ.
[6] Son palabras del propio Desiderio Erasmo DE ROTTERDAM, ob. Cit., página 116.
[7] Por todos, citaremos los trabajos de Luis CAZORLA PRIETO, El lenguaje jurídico actual, Editorial Aranzadi, Pamplona, 2007; Jesús PRIETO DE PEDRO, Lenguas, lenguaje y Derecho, Editorial Civitas, Madrid, 1991 y Joaquín BAYO DELGADO, La formación básica del ciudadano y el mundo del derecho. Crítica lingüística del lenguaje judicial publicado en Cuadernos de Derecho Judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1998. Del mismo autor, El lenguaje forense: Estructura y estilo, publicado en Estudios de Derecho Judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2000.
[8] José Antonio GONZÁLEZ SALGADO, filólogo y asesor del Bufete Uría Menéndez, en su trabajo El lenguaje jurídico del siglo XXI, que puede consultarse en la red, se expresa en los siguientes términos:
“La paradoja del objeto se puede definir como el desajuste que se produce entre el lenguaje empleado en los documentos jurídico-administrativos y las características de la mayoría de los receptores de esos documentos. Cualquier ciudadano, con independencia de su condición social o nivel cultural, es objeto de escritos que emanan de la Administración o de instituciones que usan un lenguaje que muchos expertos consideran poco apropiado (un lenguaje para el ciudadano que el ciudadano no entiende). Esta paradoja es la que ha propiciado la existencia de intentos de modernización de ese lenguaje...
La paradoja del contenido hay que definirla como el procedimiento empleado por el lenguaje de los juristas con el que se intenta conseguir la máxima precisión, pero que tiene como resultados la ambigüedad y la complejidad. Desde nuestro punto de vista, los principales defectos que suelen censurarse del lenguaje jurídico están relacionados con esta paradoja del contenido, a la que hemos denominado también falsa precisión….”
[9] En tales términos, el periodista Bonifacio DE LA CUADRA en Visión periodística del lenguaje judicial, publicado en Lenguaje Judicial, Cuadernos de Derecho Judicial, Madrid, 1998.
[10] Sobre estos argumentos historicistas, puede consultarse el trabajo de María José GANDASEGUI, Historia del lenguaje judicial, publicado en Lenguaje Judicial, Cuadernos de Derecho Judicial, Madrid, 1998.

domingo, 14 de agosto de 2011

Panorama exterior: Atacar a la gente corriente

Salvo los psicópatas compulsivos más descompensados, nadie ataca de forma individual a la gente corriente. La normalidad suele atacarse desde el poder y de forma colectiva. El malvado apetece de víctimas selectas. Los protervos que se obstinan en la maldad hasta un físico frenesí, suelen atacar aquello que les permite garantizar la persistencia de su inclinación o atacan grupos sociales, comunidades, géneros. Los ambiguos, aquellos que situaba Dante en el vestíbulo del Infierno, atacan, normalmente desde las sombras de la envidia o del miedo, a débiles, audaces y alicaídos. Y ahora, los niños, adolescentes y jóvenes con instintos criminales básicos del conflictivo barrio de Tottenham atacan a la gente corriente. Lo ha dicho el diputado laborista David Lammy en las cadenas de televisión y ha dado en el clavo porque, contrariamente a lo que parece, no se trata de una obviedad.
Los disturbios de los arrabales de París de 2005 participaron del mismo fatal destino, aunque nadie se esfuerce en recordarlo. Se quemaban los utilitarios de los vecinos, no las berlinas de los exclusivos distritos del centro. Se llegaron a contabilizar en una sola noche hasta 1.295 vehículos incendiados. En cierta ocasión comenté, hablando sobre inmigración en una universidad de verano, que aquella violencia desatada en París era una violencia diferida, la de una segunda o tercera generación de inmigrantes sin futuro que estallaban al no encontrar un mínimo respeto a sus derechos fundamentales. El tiempo hacía germinar un rencor en su interior que no sintieron aquellas generaciones que acudieron hasta la cruel metrópoli que los acogió con tanto egoísmo. El tiempo había creado una frágil ciudadanía virtual que hacía del conformismo una forma de ser pero que acabó por romperse. El tiempo había convertido lo que debiera ser un camino hacia la ciudadanía en un camino hacia la exclusión social que servía para justificar la violencia. La traza urbana de aquellos barrios era un error monumental. Desde lejos, se atisbaban altos bloques de pisos, desde cerca, ascensores maltrechos que no funcionaban durante años.
Ahora, los disturbios de Londres y otras ciudades británicas, parecen tener una naturaleza aún más complicada y violenta. No se atacan objetos, se ataca a la gente corriente, al tendero de la esquina, al pensionista que masculla que vaticinó hace mucho tiempo lo que está sucediendo, al centro comercial, se incendian viviendas con sus ocupantes dentro y se pone en grave peligro la vida de otros ciudadanos de manera completamente deliberada.
¿Porqué se ataca otra vez, esta vez con mayor dureza, a la gente corriente?
Como casi todas las tragedias, esta tiene muchas paternidades. Tropezamos con el mismo error de buscar una sola razón. Pero hay, en mi opinión, hasta media docena que son indudables. El desempleo juvenil, el deterioro educativo, la trivialización de la violencia, el triunfo de la especulación en detrimento del trabajo, la falta de una presencia social de la policía y la normalización del vandalismo.
El vandalismo ha sido tratado desde hace mucho tiempo con excesiva ligereza, casi se ha convertido en una manera de festejar triunfos deportivos o borracheras turísticas en la Costa Brava, pero el vandalismo es grave y siniestro porque enfrenta a los jóvenes con un entorno que se anega con un temor recíproco y espeso que pervierte el uso de las calles. La calle es más sensible que las pieles que sufren dermatitis atópica. Hasta un grito destemplado la altera. El respeto por el entorno urbano puede ser una de las claves más esenciales para determinar nuestro futuro. La calle no es una letrina ni un lugar ajeno, es el curso por el que discurre la mayor parte de nuestra vida social y es la magnitud que marca más exactamente el nivel de nuestro miedo. Los actos vandálicos pueden despertar su perfil monstruoso. Como aquel memorable verso de Eliot miraba el apacible río como un dios pardo y huraño, paciente hasta cierto punto...

viernes, 5 de agosto de 2011

Panorama exterior: Agosto y el peligro

Los meses de agosto guardan en los últimos años un especial peligro. Siempre lo he considerado un mes turbio y engañoso. Se dice que en la España meridional todo queda en suspenso durante el mes de agosto, en una especie de paréntesis de domingo interminable. Pero es mentira. Su calma ha sido siempre aparente. Como esos lugares apartados que refleja el primer cine de Peter Bogdanovich donde aparentemente nunca pasa nada pero donde se viven, tras los visillos de una cocina corriente, sórdidos raudales de pasión y las mayores traiciones. Una poderosa influencia parece que esperara a que todo el mundo se marche para agitar el destino de líneas fronterizas, hemiciclos y mercados.
Agosto siempre parece una espesa novela de Paul Bowles. Camina pesado y firme con algo incierto y oscuro en su interior que incrementa la soledad y nos hace más esquivos y, cuando todo parece seguir el curso normal del verano, estalla esa noticia que marca, muchas veces, el pulso de todo un año.
Recuerdo que mi añorado amigo y gran pintor Antonio Galván regaló a su padre -muy preocupado por sus cultivos y la meteorología- en cierta ocasión un precioso dibujo a tinta con las previsiones de las cabañuelas de agosto. Mirábamos la previsión en el periódico de cada día y luego ilustraba primorosamente y con un aire propio de viejas mitologías el mes correspondiente. Las cabañuelas son un cálculo misterioso que nos dice como serán los doce meses del año teniendo en cuenta los doce primeros días de este mes cada vez más complejo. Ahora, parece que las cabañuelas han extendido su sabia influencia y que no solo vaticinan el clima, también el curso abrupto de la vida social y económica y es que, al final, parece que todo nos asocia a ese fatal destino que alumbran las estrellas.

lunes, 1 de agosto de 2011

Panorama interior: El lugar del dinero

La conocida frase no hay dinero se ha convertido en un latiguillo que justifica cualquier carencia en los servicios públicos básicos. Pero la cuestión, como siempre, radica en preguntar varias veces porqué. Cuantas más veces se hace la pregunta, mayor es la inquietud que nos genera la respuesta si se trata, claro está, de una respuesta honesta y sincera.
La bellísima, por su sencillez y antigüedad Puerta Monaita de la vieja alcazaba del Albaicín, en Granada, ha sido pintarrajeada y humillada hasta la exhasperación con actos de lento exhibicionismo gráfico y con una total impunidad. Debería rehabilitarse urgentemente porque cada día que observamos un monumento de esta envergadura mancillado sufre una pequeña humillación esta ciudad y quienes han luchado por ella a lo largo de su larga su historia. Cada visitante, cada viajero que la contemple en este lamentable estado es una resta de nuestro prestigio, una fórmula de propagación de nuestra insensibilidad, de nuestro desorden presupuestario y administrativo, de nuestra falta de cuidado, de la traición al compromiso con una herencia monumental que no solo nos pertenece a nosotros.
Vivimos momentos de confusión proclives al desengaño y la hipérbole. Los actos vandálicos o el gamberrismo viven años de una práctica impunidad. Hay vandalismo verbal en las tertulias, en las nuevas informaciones de la vida social, un flamante vandalismo financiero y una escalada de vandálico instinto tribal en las atormentadas metrópolis de nuestro tiempo. La falta de presupuesto es consecuencia de esta y otras irresponsabilidades porque el dinero que nos falta solo cambia de lugar, solo se atesora o exhibe impunemente en otro espacio recóndito y escorado.
Ahora, en algunas ciudades descuidadas, nuestros monumentos tiritan de suciedad y abandono. Alguien dirá que nos falta el presupuesto pero ese dinero que nos conduce hasta la insatisfacción estará en la nómina inflada de algún asesor inoperante, en alguna factura de inútil propaganda institucional o, acaso, en ese abultado seis por ciento de rentabilidad que paga -al día de hoy- nuestra maltrecha deuda soberana para solaz de oscuros especuladores sin principios.