Señoras
y Señores, queridos amigos:
Me
permitirán que lleve a cabo esta mañana una intervención académica y que lea
estos párrafos que acabo de escribir para no olvidar ninguna de las cosas que
quiero decir en mi Badajoz natal, en una fecha tan señalada para mí y como
agradecimiento a mis buenos amigos de la Unión de Bibliófilos Extremeños.
No quiero hablar de mí porque me basta con
agradecer la atención que han merecido alguno de mis escritos. Solo me gustaría
ofrecerles alguna opinión sincera sobre los libros y sobre la ayuda y
consideración que merecen por las autoridades que ordenan nuestra vida pública
y lo hago porque entiendo que mis palabras quizá puedan tener alguna utilidad. Les
prometo que voy a ser breve porque creo que las cosas importantes, como
sencillas que son, deben decirse con toda claridad y una sola vez. Asumo este
imperativo de la brevedad como un pequeño deber. Lo aprendí de un verso memorable
del gran poeta de Zufre, casi extremeño, Aquilino
Duque, aquel que nos refiere que si
dices la verdad no la repitas / solo el que miente insiste.
Y yo, después de tantos años buscando la
verdad por mi trabajo en los tribunales, apenas sé mentir lo indispensable para
no caer en algún gesto de mala educación. Mejor dicho, yo solo miento cuando
escribo algún poema, pero miento diciendo precisamente aquello que siento de
verdad. Ya saben que esta paradoja es lírica y frecuente. Hay un mundo interior
que nos niega, una y otra vez, la extraña realidad que nos rodea y el poeta,
con su ingenua virtud, solo intenta descifrar el origen incierto de esta
abrumada contradicción. Nuestro admirado Fernando
Pessoa, mirando su propio quehacer cotidiano sentado en los cafés de
Lisboa, ya señaló que el poeta es un
fingidor y que finge tan
completamente que hasta finge que es
dolor / el dolor que de verdad siente. Digamos la verdad y hablemos, por
tanto, sin comparaciones, recordando la importancia que la lectura debiera
tener en las partidas presupuestarias que determinan la calidad de nuestra vida
y alumbran el camino que conduce a nuestra sociedad hacia el futuro.
No hay otro debate en la actualidad de mayor
importancia para el libro que la decisión de su apoyo con políticas
presupuestarias que valoren el disfrute de la cultura como una fuente abundante
de empleo. En los años venideros, además, cuando la cultura en general y la
edición de buena literatura en particular, tengan que enfrentarse una y otra
vez a criterios puramente utilitaristas, se tratará de un tema recurrente que
debiera preocupar a los ciudadanos. Es un error olvidar el perfil complejo de
nuestros derechos y la importancia que tiene para cualquier sociedad
democrática establecer un método ordenado de prelaciones en el manejo de fondos
públicos, un sistema económico que no olvide la importancia de las humanidades
y la compensación que debe asistir a
una serie de valores inmateriales que ni cotizan en bolsa, ni rebajan el
interés de la deuda soberana pero que son los que anuncian –y así lo han hecho
a lo largo de toda la historia- la verdadera prosperidad y la confianza. Una
sociedad sin conciencia está condenada al fracaso y la conciencia se alimenta
de la palabra y mejor de la palabra meditada y escrita que de la palabra
improvisada y carente de rigor.
Este
año viene siendo para mí, en lo que a las letras se refiere, un año
moderadamente feliz: En primer lugar, acabo de publicar[1]
un breve ensayo, El mal de la muralla
con un texto al que guardo un gran cariño y en el que recuerdo mi estancia profesional
en Galicia para realizar un humilde homenaje a diversos amigos y escritores que
enriquecieron mi estancia, principalmente el gran poeta Luis Pimentel cuya
obra, tan delicada como sincera, admiro profundamente. En segundo lugar, gracias
a la buena disposición de algunos amigos como Joaquín
González Manzanares, la Biblioteca
de Extremadura ha querido rendir un sencillo homenaje a mi padre, el
escritor y periodista Antonio García
Orio-Zabala[2], cuando
se cumple el centenario de su nacimiento en Badajoz en 1913. He tenido la difícil
fortuna de escribir una pequeña crónica para su catálogo tratando de ordenar un
montón de viejos recuerdos familiares. En tercer lugar, mi gran amigo y maestro
Antonio Carvajal ha obtenido hace
algunas semanas el Premio Nacional de Poesía[3]
y ello me depara una inmensa alegría porque, como señalaba Borges, que otros se
jacten de los libros escritos porque yo quiero jactarme de los libros que he
leído, más aún cuando ha sido la propia voz del autor la que me ha leído, tibia
la tinta, los versos qye acababan de hacerse. Por si fuera poco y en quinto
lugar, la Unión de Bibliófilos Extremeños,
que viene realizando una encomiable y extensa labor, ha querido dedicar su
intervención en esta Feria del Libro
a comentar mi obra con la generosa aportación, que le agradezco de todo corazón,
de un crítico de tanta solvencia como Enrique
García Fuentes.
No encuentro otra forma mejor de agradecer
este interés que leer estas cuartillas para recordar la alegría que me produce que
sean mis paisanos quienes valoren o presten atención a cualquiera de mis obras
y aprovechar esta gentileza para exponer mi opinión acerca de la importancia
que el cuidado y atención de los libros, desde la imparcialidad de la función
pública, podrían tener para el futuro de Badajoz y de Extremadura.
Desde que me alcanza el recuerdo siempre viví
rodeado de libros y ya sabemos que el amor a los libros cuando mejor germina es
en la patria generosa de la familia y la infancia. Mi padre conservó una buena parte
de aquella biblioteca familiar que varias generaciones acumularon en su casa de
La Albuera, la enriqueció lo mejor que pudo y dedicó la mayor parte de su vida en soledad a disfrutar de la lectura y a
escribir. Mucho tendríamos que recordar aquellas bibliotecas rurales de
Extremadura que habían tejido pacientes generaciones de discretos lectores de
provincias y que, desgraciadamente, han ido desapareciendo sin remedio.
Alentaban una forma de vida propia, feliz y agradecida para combatir la
oscuridad reinante en otros momentos de nuestra historia, humildes bibliotecas
siempre iluminadas por la enseñanza del campo y el paso de las estaciones. Mi
padre, que era un extraordinario conversador, sabía que el hábito de la lectura
hablada era la mejor forma de criar a
sus ocho hijos como personas capaces y comprometidas, de entenderlos mejor y de
inculcarles la lectura no como un simple entretenimiento, sino como una saludable
virtud que nunca debemos perder. Quienes leen siempre tienen un halo de
dignidad flotando a su alrededor. En una familia tan numerosa, la lectura persistente
cobra enseguida una dimensión coral y
por eso, en realidad, podría decir que más que vivir rodeado de libros, viví
rodeado de lectura y de largas y a veces apasionadas conversaciones sobre los libros
que mis padres, mis tíos, mis hermanos mayores y sus amigos, un grupo numeroso,
heterogéneo e inolvidable, habían leído últimamente. Los libros siempre
proponían un diálogo animado y enriquecedor. Incluso ahora, que tan poco se
habla de lo leído, cuando nos vence
la soledad y no sabemos a quién comentar nuestra inquietud, aún promueven un
diálogo, quizá el más fértil de cuantos puedan entablarse, con nosotros mismos.
Bajo estas coordenadas de la biblioteca
familiar, los libros me han acompañado como un elemento indispensable de mi
manera de ser y me seguirán acompañando siempre como parte de esa maleta del viajero que todos llevamos
consigo. Una maleta que abrimos y cerramos cada noche, olvidando y recordando a
nuestra codiciosa conciencia, como advierte el maravilloso poema de mi amigo Elías Moro, que nada es importante si se olvida. Yo he aprendido a vivir leyendo y
he leído, con tanto desorden como ilusión, todo lo que me han recomendado
aquellos en quienes, desde niño, vislumbraba que podían guardar alguna forma de
interés o virtud. De todas mis acciones esta es la única de la que no tengo
signo alguno de arrepentimiento. Me alegró de haber leído hasta los malos
libros porque me han enseñado a no querer ser como ellos me recomendaban que
fuera.
Para
mí, leer es otra forma de conversar, de viajar, de aprender a resolver los
problemas cotidianos de la existencia, de recordar la importancia de recordar
lo leído, de querer y hasta de odiar aquello que aprobamos o rechazamos en lo
más íntimo de nuestro ser. La lectura es un lugar al que llegar siempre que
aparece la soledad, porque así deja de existir y se convierte en un tiempo
compartido y fértil, en un tiempo misterioso que asocia al hombre con la
tierra, que lo cultiva y lo hace mejor en su relación consigo mismo y con los
demás. Su valor está en nuestro interior, allí donde la palabra cobra toda su
fuerza y hasta determina nuestra manera de afrontar el paso del tiempo. El
tiempo de la lectura es un tiempo multiplicado
Federico García Lorca, en la famosa Alocución de Fuente Vaqueros[4],
dirigida a sus paisanos cuando inauguró la biblioteca de su pueblo, les dijo
que si algún día estuviera hambriento no pediría un pan sino medio pan y un
libro. Parece mentira que una frase tan sabia y afortunada haya prendido tan
poco en la conciencia de quienes solventan en el parlamento nuestro maltrecho presupuesto.
No han entendido que el alimento del alma es tan importante como el del cuerpo,
que es aquello a lo que aspiramos cuando hemos resuelto de algún modo nuestras
necesidades más elementales, pero no la necesidad del hartazgo sino la
necesidad del limpio sustento. Un pueblo sin cultura es un pueblo condenado a
la pobreza y la explotación. No se trata de gastar en libros el dinero que sobra,
se trata de cultivarlos, de ayudarlos a germinar en la mente de los creadores,
de crear una atmósfera respetuosa con la creación y de distinguir aquellos
espíritus que tenemos que apoyar para que no se marchiten o marchen lejos para
no volver y sean la venturosa base de nuestro futuro.
Lamentablemente la cultura de la crisis
económica que asola las tierras de Europa en esta segunda década del siglo XXI,
es una cultura profundamente equivocada. Se arrinconan letras y humanidades, se
las somete al dictado de algunos departamentos comerciales para que adquieran
un terrible complejo de inferioridad, como si tuvieran que pedir perdón, como
si la austera disposición de fondos públicos para su difusión y para la defensa
del patrimonio histórico bibliográfico fuera una forma de vergonzante o
extravagante dispendio que no podemos permitirnos y, menos aún, los pueblos
meridionales de Europa. Pero todo esto es mentira porque la cultura no es un
privilegio, ni un capricho, no es un censo o una servidumbre que debe pagar el
poder por una simpe razón de imagen o por tradición. La cultura es la fuente de
la prosperidad como la epopeya es el manantial donde nació la novela[5],
es nuestra primera fuente de ingresos y debe cuidarse como una industria no
contaminante que nos proporciona el mayor bienestar y grandes sumas de dinero
sin las cuales España y Extremadura no podrían ni vertebrarse ni subsistir.
Gastar en cultura es ahorrar en conflictos y
excesos, es corregir esa mentira piadosa de la subvención, tantas veces cargada
de nepotismo o necedad y que tanto daño ha hecho, cuando no se ha administrado
correctamente, a los escritores verdaderos
a los que arrincona con saña y ofende de manera sistemática cuando engorda una mediocridad tan cruel y tan
crecida como intolerante. Disponer de fondos para sembrar la cultura y la
ciencia debiera ser un imperativo legal marcado por un índice mínimo, por un
porcentaje infranqueable que nadie pudiera saltar.
En
la actualidad, la crisis presupuestaria hace de la cultura una ausencia casi
irreparable, casi nos condena al silencio porque evita que jóvenes poetas o
escritores libres y capaces, espíritus sensibles a la interpretación más
atinada de la realidad que nos rodea, no puedan romper el tedio de nuestro presente
con la frescura de sus ideas. Todo se anega en la pobreza de una mediocridad
triunfante que sigue ensuciando el presupuesto con la necia pretensión del
nepotismo. Me refiero a la pobreza moral, a la imprevisión negligente, a la
excusa recurrente e inútil de la cortedad que se conjuga con el derroche más
obsceno, a la falta de generosidad con nuestro esfuerzo, al fraude sistémico e
impune y a la falta de principios que ha sido la que realmente nos ha conducido
a esta situación triste y previsible de crisis económica. Además, los males
parece que proceden de Europa a la que siempre han mirado los intelectuales
españoles con una buena dosis de esperanza. Es importante saber indignarse en
la dirección adecuada. ¿Hacia dónde mirar con aire de reprobación?
Convendría recordar que el propio Miguel de Cervantes puso su mayor
empeño en una ambiciosa novela que calificó como novela setentrional y que sería su última obra: Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
Cuatro días antes de su muerte la dedicaba al Conde de Lemos con la siguiente
frase, puesto ya el pié en el estribo con
las ansias de la muerte, una expresión medida y de admirable entereza que
nos muestra un hombre que afronta con serenidad su próximo destino, acostumbrado
al cautiverio y a las mayores penalidades e injusticias. En esta obra, una novela
bizantina que obtuvo un éxito enorme en todo el continente y en su edición
póstuma de 1617, el genio de Cervantes decide mirar hacia el norte de Europa y
a su virtud como única esperanza de renovación. El injusto olvido que ha
marcado el posterior destino de esta prodigiosa apuesta narrativa, quizá la obra
más ambiciosa de su autor[6],
es consecuencia del olvido cultural que hemos sufrido al no reconocer las
claves que nos permitan medir la importancia del abismo que fue abierto en
Europa cuando se siembran las ideas de la Contrarreforma. Perder las claves de
nuestro pasado y no poder descifrarlo es habitual pero no por ello es menos
terrible. La Europa que Miguel de Cervantes contempla en los últimos años de su
vida, es un territorio que alienta grandes calamidades y que refleja un
enfrentamiento permanente que invade de pesimismo a todo el continente y que
consigue que prenda fatalmente la conciencia entre los europeos de que sus
diferencias no pueden tener una pacífica solución. Cervantes intenta con su
novela demostrar que hay muchos caminos que conducen a la armonía entre los dos
hemisferios y que no siempre se encuentran allí donde se ubican las
manifestaciones más grandes y egoístas del poder terrenal. Mirar al otro lado,
enfrentar limpiamente los argumentos del antagonista es un gesto de nobleza que
parece tan lejano como imposible. Esto hizo, con poco éxito, nuestro buen
novelista y esto, aunque a la inversa quizá debieran hacer ahora los europeos.
Si en aquella ocasión, las viejas soluciones
que no encontraron nuestros antepasados del Barroco, se encontraban en el norte
austero de puras raíces godas, precisamente ahora, los europeos debemos mirar
hacia el Sur al que se humilla y olvida y debemos hacerlo porque fue aquí donde
nació la deliciosa fuente de Bandusia esa que cantara Horacio[7]
y que podría simbolizar mejor que cualquier otra imagen la vida ordenada de una
prudente sociedad que armoniosamente prospera, que convive con la naturaleza y
alienta la democracia. También nace en el sur europeo, esta vez en tierras muy
próximas del Sureste de España la
inicial idea de una Europa comunicada y unida bajo un sustrato común cuando se
obtiene, en los albores de la Edad Moderna, la integridad territorial de la monarquía
hispánica. Por eso, más que cuadrar fríamente las cifras de nuestra escasez
debemos conjugar las palabras de nuestra virtud. Más que recordar de forma
obsesiva el temor hacia nuestro futuro, debemos temer que vuelvan los errores
de nuestro pasado. Más que confiar en quienes niegan nuestra capacidad para
decidir y pagar nuestras deudas, confiemos en la sabia lección de los verdaderos
intelectuales que tantas veces hicieron de la austeridad una singular forma de
vida, casi una militancia y una sabia declaración de intenciones.
Casi
nadie repara, con la suficiente convicción, en el valor de la cultura para
resolver el problema de la crisis financiera que han provocado la mala gestión
de grandes procesos especulativos, las formas más graves de corrupción (que
deben combatirse por los Estados como supuestos de verdadero crimen organizado)
y el olvido de una serie de valores que se encuentran presentes en los
documentos fundacionales de la Unión Europea. Es cierto que se han vertido
críticas muy razonables al incremento de algunos impuestos o a los recortes de
indispensables servicios públicos que nos distancian de aquellos niveles en la
atención que distinguen las sociedades avanzadas, pero nadie o casi nadie
recuerda la importancia de la cultura para encontrar las raíces de la verdad y
las soluciones a nuestra paradójica pobreza. No solo la poesía ofrece paradojas
misteriosas. Las mismas entidades que niegan el crédito a jóvenes honestos y
emprendedores, señalan indemnizaciones para sus administradores que ofenden a
la dignidad más elemental. El olvido de la cultura como un rico yacimiento de
empleo, de su virtud para encontrar
soluciones en situaciones oscuras, se olvida sin que nadie o casi nadie
recuerde la solvencia de este manojo de obviedades.
Prometí
brevedad y me gusta cumplir mis promesas, así que iré terminando. Luis Pimentel cuando escribe en los años
cincuenta del pasado siglo en Lugo y encuentra una ciudad mortecina y cruel,
nos dice –quizá adelantándose a su tiempo- que al hablar de su apartada ciudad
habla del mundo. Estos es algo que siempre han hecho y bien los mejores escritores.
Aún así, hoy día, esta ubicación fuera de los circuitos del poder y el éxito
comercial no solo es una cuestión ficticia o un alimento de la imaginación. Ahora
cualquier rincón es válido para centrar la atención del pensamiento más
acertado que sirva para salvar al continente europeo de su propio egoísmo. Las
nuevas tecnologías de la comunicación han producido una saludable
descentralización de la cultura. Lo bueno y lo malo se expanden en progresión
geométrica y con una exactitud sobrecogedora. Nunca ha tenido tanta ventaja la
periferia cultural sobre la idea de una centralidad domesticada con el
beneficio inmediato y una vengativa mediocridad. Quizá por primera vez en la
historia, la excelencia se encuentra fagocitada en el bulevar periférico del
mundo.
Esta enseñanza resulta especialmente valiosa
para el desarrollo de las regiones. Creo que aquellos lugares con una nutrida
historia que sepan apostar por la cultura como un sortilegio válido para eludir
la pobreza, se adelantarán a los demás, combatirán mejor el fanático pesimismo
que se avecina y encontraran una senda más luminosa para salir airosos de
nuestro encuentro con el futuro. La solución a los problemas ibéricos o
europeos, como ya ocurrió en otras edades de la historia peninsular o continental,
está fuera de los cenáculos viciados por la vanidad y de los círculos cegados
por la ambición o la intriga. La mirada distanciada de espacios acotados y
vacíos en los que ya apenas queda nada, nos conduce a la mayor libertad de
quienes viven más próximos a la tierra y levantan la vista sin complejos para
comprender mejor la distancia que separa la realidad de la justica.
El poema que escribió hace casi un siglo nuestro
casi paisano Alberto Caeiro lo explica cuando refiere la mayor libertad
del río que corre por su aldea del Alentejo y demuestra que es más grande y mucho
mayor que ese caudaloso Tajo que llega desde España y conduce hacia las
fortunas del mundo, porque su río pertenece a menos gente, porque nadie sabe de
dónde viene y adonde va, porque es más libre y porque quien está junto a él no
tiene que pensar en nada y solo está junto a él. Su río es todos los ríos pero
nadie parece darse cuenta. Nuestros libros son todos los libros porque nos
conducen a ellos. Miremos y apoyemos sin complejos aquello que se tiende a
nuestro alrededor para conocernos mejor y hacernos mejores.
La cultura, si es vivida desde la verdad, es normalmente
un sinónimo de pública austeridad. Incluso cuando la cultura se atiborra
mediante subvenciones inadecuadas o por galardones inmerecidos, pronto adquiere
un aire falso y ridículo, casi trasnochado que no puede ocultar y termina por desaparecer,
por diluirse en la espesura del tiempo. Pero los libros que decantan entre los
jóvenes más sensibles ofrecen un fruto nuevo y valioso que cambian el perfil
social y alienta los cambios que una sociedad precisa.
Invirtamos en cultura, ampliemos su
presupuesto como una fórmula sencilla y válida para crear empleo, fomentemos el
consumo de cultura con criterios alejados de la pura comercialidad, descubramos
el valor del auténtico mecenazgo a través de leyes que lo favorezcan y que prestigien
a empresas y corporaciones que aspiren a contar con la confianza de los
ciudadanos, no confundamos el deber constitucional de los poderes públicos para
defender la cultura con el antojadizo criterio de un nuevo príncipe que otorga
sus favores en atención a su gusto estético.
Algunos creemos, en fín, que la respuesta a
tantas limitaciones se encuentra en la cultura, en los libros, en la forma de
ocio más barata y menos contaminante que existe. Ayudemos al libro para
ayudarnos a nosotros mismos: Pidamos que Extremadura sea un ejemplo al remover
antes que ningún otros territorio de su competencia y tamaño, los ridículos obstáculos
que impiden nutrir al libro y a la cultura de la ayuda oficial que necesitan y
merecen.
Muchas gracias de nuevo por su amable
atención y buenas tardes.
Badajoz, once de mayo de 2013
[1] El
Mal de la Muralla, Jesús García Calderón,
con prólogo de Jorge de Vivero y
fotografías de Carlos Valcarce Gay,
Editorial Ánfora Nova, colección ensayo número 15, Córdoba, 2013
[2] Antonio
García Orio-Zabala (1913-1975) Crónica
y olvido de un maestro, Biblioteca de Extremadura, texto publicado en el catálogo
para la exposición conmemorativa de su centenario, Badajoz, 2013.
[3] Por su libro Un girasol flotante de Antonio
Carvajal Milena, KRK ediciones, Oviedo, 2011. Estudio preliminar de José Manuel Ruiz Martínez.
[4] Alocución
al pueblo de Fuente Vaqueros, Federico
García Lorca, edición facsímil publicado por la Editorial Comares,
Granada, 1997.
[5] La frase pertenece al prólogo que Jorge Luis Borges escribió para la
novela de Dino Buzzati El desierto de los
tártaros en la edición de su Biblioteca Personal, número 21, Editorial
Orbis, Barcelona, 1988.
[6] Así en El Persiles descodificado o la” Divina Comedia” de Cervantes, de Michael Nerlich, con traducción de Jesús Munárriz, Hiperión, Madrid, 2005.
[7] Nos referimos a la famosa Oda 3, 13
de Quinto Horacio Flaco sobre la fuente de Bandusia. Sobre el
particular, puede consultarse el breve y excelente ensayo del profesor Francisco Javier Tovar Paz, Bandusia:
Los versos del agua, de la editorial extremeña Norbanova, Colección
Ensayo, Cáceres, 2010.