jueves, 9 de mayo de 2013

La solución olvidada de la cultura (Palabras de agradecimiento a la Unión de Bibliófilos Extremeños)

 

Señoras y Señores, queridos amigos:
Me permitirán que lleve a cabo esta mañana una intervención académica y que lea estos párrafos que acabo de escribir para no olvidar ninguna de las cosas que quiero decir en mi Badajoz natal, en una fecha tan señalada para mí y como agradecimiento a mis buenos amigos de la Unión de Bibliófilos Extremeños.
No quiero hablar de mí porque me basta con agradecer la atención que han merecido alguno de mis escritos. Solo me gustaría ofrecerles alguna opinión sincera sobre los libros y sobre la ayuda y consideración que merecen por las autoridades que ordenan nuestra vida pública y lo hago porque entiendo que mis palabras quizá puedan tener alguna utilidad. Les prometo que voy a ser breve porque creo que las cosas importantes, como sencillas que son, deben decirse con toda claridad y una sola vez. Asumo este imperativo de la brevedad como un pequeño deber. Lo aprendí de un verso memorable del gran poeta de Zufre, casi extremeño, Aquilino Duque, aquel que nos refiere que si dices la verdad no la repitas / solo el que miente insiste.
Y yo, después de tantos años buscando la verdad por mi trabajo en los tribunales, apenas sé mentir lo indispensable para no caer en algún gesto de mala educación. Mejor dicho, yo solo miento cuando escribo algún poema, pero miento diciendo precisamente aquello que siento de verdad. Ya saben que esta paradoja es lírica y frecuente. Hay un mundo interior que nos niega, una y otra vez, la extraña realidad que nos rodea y el poeta, con su ingenua virtud, solo intenta descifrar el origen incierto de esta abrumada contradicción. Nuestro admirado Fernando Pessoa, mirando su propio quehacer cotidiano sentado en los cafés de Lisboa, ya señaló que el poeta es un fingidor y que finge tan completamente que hasta finge que es dolor / el dolor que de verdad siente. Digamos la verdad y hablemos, por tanto, sin comparaciones, recordando la importancia que la lectura debiera tener en las partidas presupuestarias que determinan la calidad de nuestra vida y alumbran el camino que conduce a nuestra sociedad hacia el futuro.
No hay otro debate en la actualidad de mayor importancia para el libro que la decisión de su apoyo con políticas presupuestarias que valoren el disfrute de la cultura como una fuente abundante de empleo. En los años venideros, además, cuando la cultura en general y la edición de buena literatura en particular, tengan que enfrentarse una y otra vez a criterios puramente utilitaristas, se tratará de un tema recurrente que debiera preocupar a los ciudadanos. Es un error olvidar el perfil complejo de nuestros derechos y la importancia que tiene para cualquier sociedad democrática establecer un método ordenado de prelaciones en el manejo de fondos públicos, un sistema económico que no olvide la importancia de las humanidades y la compensación que debe asistir a una serie de valores inmateriales que ni cotizan en bolsa, ni rebajan el interés de la deuda soberana pero que son los que anuncian –y así lo han hecho a lo largo de toda la historia- la verdadera prosperidad y la confianza. Una sociedad sin conciencia está condenada al fracaso y la conciencia se alimenta de la palabra y mejor de la palabra meditada y escrita que de la palabra improvisada y carente de rigor.
Este año viene siendo para mí, en lo que a las letras se refiere, un año moderadamente feliz: En primer lugar, acabo de publicar[1] un breve ensayo, El mal de la muralla con un texto al que guardo un gran cariño y en el que recuerdo mi estancia profesional en Galicia para realizar un humilde homenaje a diversos amigos y escritores que enriquecieron mi estancia, principalmente el gran poeta Luis Pimentel cuya obra, tan delicada como sincera, admiro profundamente. En segundo lugar, gracias a la buena disposición de algunos amigos como Joaquín González Manzanares, la Biblioteca de Extremadura ha querido rendir un sencillo homenaje a mi padre, el escritor y periodista Antonio García Orio-Zabala[2], cuando se cumple el centenario de su nacimiento en Badajoz en 1913. He tenido la difícil fortuna de escribir una pequeña crónica para su catálogo tratando de ordenar un montón de viejos recuerdos familiares. En tercer lugar, mi gran amigo y maestro Antonio Carvajal ha obtenido hace algunas semanas el Premio Nacional de Poesía[3] y ello me depara una inmensa alegría porque, como señalaba Borges, que otros se jacten de los libros escritos porque yo quiero jactarme de los libros que he leído, más aún cuando ha sido la propia voz del autor la que me ha leído, tibia la tinta, los versos qye acababan de hacerse. Por si fuera poco y en quinto lugar, la Unión de Bibliófilos Extremeños, que viene realizando una encomiable y extensa labor, ha querido dedicar su intervención en esta Feria del Libro a comentar mi obra con la generosa aportación, que le agradezco de todo corazón, de un crítico de tanta solvencia como Enrique García Fuentes.
No encuentro otra forma mejor de agradecer este interés que leer estas cuartillas para recordar la alegría que me produce que sean mis paisanos quienes valoren o presten atención a cualquiera de mis obras y aprovechar esta gentileza para exponer mi opinión acerca de la importancia que el cuidado y atención de los libros, desde la imparcialidad de la función pública, podrían tener para el futuro de Badajoz y de Extremadura.
Desde que me alcanza el recuerdo siempre viví rodeado de libros y ya sabemos que el amor a los libros cuando mejor germina es en la patria generosa de la familia y la infancia. Mi padre conservó una buena parte de aquella biblioteca familiar que varias generaciones acumularon en su casa de La Albuera, la enriqueció lo mejor que pudo y dedicó la mayor parte de su vida en soledad a disfrutar de la lectura y a escribir. Mucho tendríamos que recordar aquellas bibliotecas rurales de Extremadura que habían tejido pacientes generaciones de discretos lectores de provincias y que, desgraciadamente, han ido desapareciendo sin remedio. Alentaban una forma de vida propia, feliz y agradecida para combatir la oscuridad reinante en otros momentos de nuestra historia, humildes bibliotecas siempre iluminadas por la enseñanza del campo y el paso de las estaciones. Mi padre, que era un extraordinario conversador, sabía que el hábito de la lectura hablada era la mejor forma de criar a sus ocho hijos como personas capaces y comprometidas, de entenderlos mejor y de inculcarles la lectura no como un simple entretenimiento, sino como una saludable virtud que nunca debemos perder. Quienes leen siempre tienen un halo de dignidad flotando a su alrededor. En una familia tan numerosa, la lectura persistente cobra enseguida una dimensión coral y por eso, en realidad, podría decir que más que vivir rodeado de libros, viví rodeado de lectura y de largas y a veces apasionadas conversaciones sobre los libros que mis padres, mis tíos, mis hermanos mayores y sus amigos, un grupo numeroso, heterogéneo e inolvidable, habían leído últimamente. Los libros siempre proponían un diálogo animado y enriquecedor. Incluso ahora, que tan poco se habla de lo leído, cuando nos vence la soledad y no sabemos a quién comentar nuestra inquietud, aún promueven un diálogo, quizá el más fértil de cuantos puedan entablarse, con nosotros mismos.
Bajo estas coordenadas de la biblioteca familiar, los libros me han acompañado como un elemento indispensable de mi manera de ser y me seguirán acompañando siempre como parte de esa maleta del viajero que todos llevamos consigo. Una maleta que abrimos y cerramos cada noche, olvidando y recordando a nuestra codiciosa conciencia, como advierte el maravilloso poema de mi amigo Elías Moro, que nada es importante si se olvida. Yo he aprendido a vivir leyendo y he leído, con tanto desorden como ilusión, todo lo que me han recomendado aquellos en quienes, desde niño, vislumbraba que podían guardar alguna forma de interés o virtud. De todas mis acciones esta es la única de la que no tengo signo alguno de arrepentimiento. Me alegró de haber leído hasta los malos libros porque me han enseñado a no querer ser como ellos me recomendaban que fuera.
Para mí, leer es otra forma de conversar, de viajar, de aprender a resolver los problemas cotidianos de la existencia, de recordar la importancia de recordar lo leído, de querer y hasta de odiar aquello que aprobamos o rechazamos en lo más íntimo de nuestro ser. La lectura es un lugar al que llegar siempre que aparece la soledad, porque así deja de existir y se convierte en un tiempo compartido y fértil, en un tiempo misterioso que asocia al hombre con la tierra, que lo cultiva y lo hace mejor en su relación consigo mismo y con los demás. Su valor está en nuestro interior, allí donde la palabra cobra toda su fuerza y hasta determina nuestra manera de afrontar el paso del tiempo. El tiempo de la lectura es un tiempo multiplicado
Federico García Lorca, en la famosa Alocución de Fuente Vaqueros[4], dirigida a sus paisanos cuando inauguró la biblioteca de su pueblo, les dijo que si algún día estuviera hambriento no pediría un pan sino medio pan y un libro. Parece mentira que una frase tan sabia y afortunada haya prendido tan poco en la conciencia de quienes solventan en el parlamento nuestro maltrecho presupuesto. No han entendido que el alimento del alma es tan importante como el del cuerpo, que es aquello a lo que aspiramos cuando hemos resuelto de algún modo nuestras necesidades más elementales, pero no la necesidad del hartazgo sino la necesidad del limpio sustento. Un pueblo sin cultura es un pueblo condenado a la pobreza y la explotación. No se trata de gastar en libros el dinero que sobra, se trata de cultivarlos, de ayudarlos a germinar en la mente de los creadores, de crear una atmósfera respetuosa con la creación y de distinguir aquellos espíritus que tenemos que apoyar para que no se marchiten o marchen lejos para no volver y sean la venturosa base de nuestro futuro.
Lamentablemente la cultura de la crisis económica que asola las tierras de Europa en esta segunda década del siglo XXI, es una cultura profundamente equivocada. Se arrinconan letras y humanidades, se las somete al dictado de algunos departamentos comerciales para que adquieran un terrible complejo de inferioridad, como si tuvieran que pedir perdón, como si la austera disposición de fondos públicos para su difusión y para la defensa del patrimonio histórico bibliográfico fuera una forma de vergonzante o extravagante dispendio que no podemos permitirnos y, menos aún, los pueblos meridionales de Europa. Pero todo esto es mentira porque la cultura no es un privilegio, ni un capricho, no es un censo o una servidumbre que debe pagar el poder por una simpe razón de imagen o por tradición. La cultura es la fuente de la prosperidad como la epopeya es el manantial donde nació la novela[5], es nuestra primera fuente de ingresos y debe cuidarse como una industria no contaminante que nos proporciona el mayor bienestar y grandes sumas de dinero sin las cuales España y Extremadura no podrían ni vertebrarse ni subsistir.
Gastar en cultura es ahorrar en conflictos y excesos, es corregir esa mentira piadosa de la subvención, tantas veces cargada de nepotismo o necedad y que tanto daño ha hecho, cuando no se ha administrado correctamente, a los escritores verdaderos a los que arrincona con saña y ofende de manera sistemática cuando engorda una mediocridad tan cruel y tan crecida como intolerante. Disponer de fondos para sembrar la cultura y la ciencia debiera ser un imperativo legal marcado por un índice mínimo, por un porcentaje infranqueable que nadie pudiera saltar.
En la actualidad, la crisis presupuestaria hace de la cultura una ausencia casi irreparable, casi nos condena al silencio porque evita que jóvenes poetas o escritores libres y capaces, espíritus sensibles a la interpretación más atinada de la realidad que nos rodea, no puedan romper el tedio de nuestro presente con la frescura de sus ideas. Todo se anega en la pobreza de una mediocridad triunfante que sigue ensuciando el presupuesto con la necia pretensión del nepotismo. Me refiero a la pobreza moral, a la imprevisión negligente, a la excusa recurrente e inútil de la cortedad que se conjuga con el derroche más obsceno, a la falta de generosidad con nuestro esfuerzo, al fraude sistémico e impune y a la falta de principios que ha sido la que realmente nos ha conducido a esta situación triste y previsible de crisis económica. Además, los males parece que proceden de Europa a la que siempre han mirado los intelectuales españoles con una buena dosis de esperanza. Es importante saber indignarse en la dirección adecuada. ¿Hacia dónde mirar con aire de reprobación?
Convendría recordar que el propio Miguel de Cervantes puso su mayor empeño en una ambiciosa novela que calificó como novela setentrional y que sería su última obra: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Cuatro días antes de su muerte la dedicaba al Conde de Lemos con la siguiente frase, puesto ya el pié en el estribo con las ansias de la muerte, una expresión medida y de admirable entereza que nos muestra un hombre que afronta con serenidad su próximo destino, acostumbrado al cautiverio y a las mayores penalidades e injusticias. En esta obra, una novela bizantina que obtuvo un éxito enorme en todo el continente y en su edición póstuma de 1617, el genio de Cervantes decide mirar hacia el norte de Europa y a su virtud como única esperanza de renovación. El injusto olvido que ha marcado el posterior destino de esta prodigiosa apuesta narrativa, quizá la obra más ambiciosa de su autor[6], es consecuencia del olvido cultural que hemos sufrido al no reconocer las claves que nos permitan medir la importancia del abismo que fue abierto en Europa cuando se siembran las ideas de la Contrarreforma. Perder las claves de nuestro pasado y no poder descifrarlo es habitual pero no por ello es menos terrible. La Europa que Miguel de Cervantes contempla en los últimos años de su vida, es un territorio que alienta grandes calamidades y que refleja un enfrentamiento permanente que invade de pesimismo a todo el continente y que consigue que prenda fatalmente la conciencia entre los europeos de que sus diferencias no pueden tener una pacífica solución. Cervantes intenta con su novela demostrar que hay muchos caminos que conducen a la armonía entre los dos hemisferios y que no siempre se encuentran allí donde se ubican las manifestaciones más grandes y egoístas del poder terrenal. Mirar al otro lado, enfrentar limpiamente los argumentos del antagonista es un gesto de nobleza que parece tan lejano como imposible. Esto hizo, con poco éxito, nuestro buen novelista y esto, aunque a la inversa quizá debieran hacer ahora los europeos.
Si en aquella ocasión, las viejas soluciones que no encontraron nuestros antepasados del Barroco, se encontraban en el norte austero de puras raíces godas, precisamente ahora, los europeos debemos mirar hacia el Sur al que se humilla y olvida y debemos hacerlo porque fue aquí donde nació la deliciosa fuente de Bandusia esa que cantara Horacio[7] y que podría simbolizar mejor que cualquier otra imagen la vida ordenada de una prudente sociedad que armoniosamente prospera, que convive con la naturaleza y alienta la democracia. También nace en el sur europeo, esta vez en tierras muy próximas del Sureste de España  la inicial idea de una Europa comunicada y unida bajo un sustrato común cuando se obtiene, en los albores de la Edad Moderna, la integridad territorial de la monarquía hispánica. Por eso, más que cuadrar fríamente las cifras de nuestra escasez debemos conjugar las palabras de nuestra virtud. Más que recordar de forma obsesiva el temor hacia nuestro futuro, debemos temer que vuelvan los errores de nuestro pasado. Más que confiar en quienes niegan nuestra capacidad para decidir y pagar nuestras deudas, confiemos en la sabia lección de los verdaderos intelectuales que tantas veces hicieron de la austeridad una singular forma de vida, casi una militancia y una sabia declaración de intenciones.
Casi nadie repara, con la suficiente convicción, en el valor de la cultura para resolver el problema de la crisis financiera que han provocado la mala gestión de grandes procesos especulativos, las formas más graves de corrupción (que deben combatirse por los Estados como supuestos de verdadero crimen organizado) y el olvido de una serie de valores que se encuentran presentes en los documentos fundacionales de la Unión Europea. Es cierto que se han vertido críticas muy razonables al incremento de algunos impuestos o a los recortes de indispensables servicios públicos que nos distancian de aquellos niveles en la atención que distinguen las sociedades avanzadas, pero nadie o casi nadie recuerda la importancia de la cultura para encontrar las raíces de la verdad y las soluciones a nuestra paradójica pobreza. No solo la poesía ofrece paradojas misteriosas. Las mismas entidades que niegan el crédito a jóvenes honestos y emprendedores, señalan indemnizaciones para sus administradores que ofenden a la dignidad más elemental. El olvido de la cultura como un rico yacimiento de empleo,  de su virtud para encontrar soluciones en situaciones oscuras, se olvida sin que nadie o casi nadie recuerde la solvencia de este manojo de obviedades.
Prometí brevedad y me gusta cumplir mis promesas, así que iré terminando. Luis Pimentel cuando escribe en los años cincuenta del pasado siglo en Lugo y encuentra una ciudad mortecina y cruel, nos dice –quizá adelantándose a su tiempo- que al hablar de su apartada ciudad habla del mundo. Estos es algo que siempre han hecho y bien los mejores escritores. Aún así, hoy día, esta ubicación fuera de los circuitos del poder y el éxito comercial no solo es una cuestión ficticia o un alimento de la imaginación. Ahora cualquier rincón es válido para centrar la atención del pensamiento más acertado que sirva para salvar al continente europeo de su propio egoísmo. Las nuevas tecnologías de la comunicación han producido una saludable descentralización de la cultura. Lo bueno y lo malo se expanden en progresión geométrica y con una exactitud sobrecogedora. Nunca ha tenido tanta ventaja la periferia cultural sobre la idea de una centralidad domesticada con el beneficio inmediato y una vengativa mediocridad. Quizá por primera vez en la historia, la excelencia se encuentra fagocitada en el bulevar periférico del mundo.
Esta enseñanza resulta especialmente valiosa para el desarrollo de las regiones. Creo que aquellos lugares con una nutrida historia que sepan apostar por la cultura como un sortilegio válido para eludir la pobreza, se adelantarán a los demás, combatirán mejor el fanático pesimismo que se avecina y encontraran una senda más luminosa para salir airosos de nuestro encuentro con el futuro. La solución a los problemas ibéricos o europeos, como ya ocurrió en otras edades de la historia peninsular o continental, está fuera de los cenáculos viciados por la vanidad y de los círculos cegados por la ambición o la intriga. La mirada distanciada de espacios acotados y vacíos en los que ya apenas queda nada, nos conduce a la mayor libertad de quienes viven más próximos a la tierra y levantan la vista sin complejos para comprender mejor la distancia que separa la realidad de la justica.
El poema que escribió hace casi un siglo nuestro casi paisano Alberto Caeiro lo explica cuando refiere la mayor libertad del río que corre por su aldea del Alentejo y demuestra que es más grande y mucho mayor que ese caudaloso Tajo que llega desde España y conduce hacia las fortunas del mundo, porque su río pertenece a menos gente, porque nadie sabe de dónde viene y adonde va, porque es más libre y porque quien está junto a él no tiene que pensar en nada y solo está junto a él. Su río es todos los ríos pero nadie parece darse cuenta. Nuestros libros son todos los libros porque nos conducen a ellos. Miremos y apoyemos sin complejos aquello que se tiende a nuestro alrededor para conocernos mejor y hacernos mejores.
La cultura, si es vivida desde la verdad, es normalmente un sinónimo de pública austeridad. Incluso cuando la cultura se atiborra mediante subvenciones inadecuadas o por galardones inmerecidos, pronto adquiere un aire falso y ridículo, casi trasnochado que no puede ocultar y termina por desaparecer, por diluirse en la espesura del tiempo. Pero los libros que decantan entre los jóvenes más sensibles ofrecen un fruto nuevo y valioso que cambian el perfil social y alienta los cambios que una sociedad precisa.
Invirtamos en cultura, ampliemos su presupuesto como una fórmula sencilla y válida para crear empleo, fomentemos el consumo de cultura con criterios alejados de la pura comercialidad, descubramos el valor del auténtico mecenazgo a través de leyes que lo favorezcan y que prestigien a empresas y corporaciones que aspiren a contar con la confianza de los ciudadanos, no confundamos el deber constitucional de los poderes públicos para defender la cultura con el antojadizo criterio de un nuevo príncipe que otorga sus favores en atención a su gusto estético.
Algunos creemos, en fín, que la respuesta a tantas limitaciones se encuentra en la cultura, en los libros, en la forma de ocio más barata y menos contaminante que existe. Ayudemos al libro para ayudarnos a nosotros mismos: Pidamos que Extremadura sea un ejemplo al remover antes que ningún otros territorio de su competencia y tamaño, los ridículos obstáculos que impiden nutrir al libro y a la cultura de la ayuda oficial que necesitan y merecen.
Muchas gracias de nuevo por su amable atención y buenas tardes.
Badajoz, once de mayo de 2013



[1] El Mal de la Muralla, Jesús García Calderón, con prólogo de Jorge de Vivero y fotografías de Carlos Valcarce Gay, Editorial Ánfora Nova, colección ensayo número 15, Córdoba, 2013
[2] Antonio García Orio-Zabala (1913-1975) Crónica y olvido de un maestro, Biblioteca de Extremadura, texto publicado en el catálogo para la exposición conmemorativa de su centenario, Badajoz, 2013.
[3] Por su libro Un girasol flotante de Antonio Carvajal Milena, KRK ediciones, Oviedo, 2011. Estudio preliminar de José Manuel Ruiz Martínez.
[4] Alocución al pueblo de Fuente Vaqueros, Federico García Lorca, edición facsímil publicado por la Editorial Comares, Granada, 1997.
[5] La frase pertenece al prólogo que Jorge Luis Borges escribió para la novela de Dino Buzzati El desierto de los tártaros en la edición de su Biblioteca Personal, número 21, Editorial Orbis, Barcelona, 1988.
[6] Así en El Persiles descodificado o la” Divina Comedia” de Cervantes, de Michael Nerlich, con traducción de Jesús Munárriz, Hiperión, Madrid, 2005.
[7] Nos referimos a la famosa Oda 3, 13 de Quinto Horacio Flaco sobre la fuente de Bandusia. Sobre el particular, puede consultarse el breve y excelente ensayo del profesor Francisco Javier Tovar Paz, Bandusia: Los versos del agua, de la editorial extremeña Norbanova, Colección Ensayo, Cáceres, 2010.