jueves, 30 de septiembre de 2010

Lo normal y corriente

Nadie sabe muy bien cuando comienza una  feroz crisis económica. Quizá porque las grandes cifras tienen la virtud de la versatilidad y pueden socorrer o traicionar sin rubor a las posiciones políticas más encontradas. Quizá por la confianza de quien prefiere dormir el mayor tiempo posible con la manta delgada del optimismo cubriendo sus temores a la infelicidad y la pobreza. Quizá porque la crisis, como la guerra más cruel y extendida, produzca en nosotros aquella misma sensación que el abrumador Louis Ferdinand Céline, refería para explicarla desde las primeras líneas de su terrible novela Viaje al fin de la noche, con esta sencillez: Una vez dentro, hasta el cuello. Quizá por mi mucha ignorancia en materia económica, ando últimamente preocupado desde el momento en que me parece que son los teóricos ignorantes, la gente normal y corriente que observa y piensa, los únicos que dicen cosas razonables.
La verdad es que la sensación más habitual que percibo  en estos últimos meses es la de una anormalidad que se impone por simple inercia. Y lo digo sin necesidad de apartar la mirada de la indecorosa televisión generalista.
Mi amiga María Díaz, me comentaba la otra tarde que había conocido al poeta Antonio Carvajal y que, tras las presentaciones, amablemente le comentó que se alegraba mucho de conocerlo después de todo lo que había oído hablar de él y siempre en términos que mezclaban el elogio más sincero con el cariño y la admiración. Antonio, siempre proclive a la sencillez, le contestó que todo era una exageración y que él sólo era una persona normal y corriente. Acto seguido, quienes lo conocemos lo imaginamos muy bien, suspendió su gesto un instante como si resolviera un olvido reciente o acabara de descubrirlo y le dijo, diciéndoselo a sí mismo y en voz alta: Lo que pasa es que cada día hay menos gente normal y corriente.
Mucha razón tiene el agudo maestro de Albolote. El problema es que esta crisis, que algunos nos empeñamos en disfrutar, quizá tenga mucho que ver con esta pérdida de la normalidad. La crisis económica en el fondo y en la forma es una crisis moral. El día que lo entendamos y lo entienda algún que otro  lepidóptero con forma humana quizá podamos salir airosos del trance.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Panorama interior: Otra vez Grossman

He conocido la obra narrativa más famosa del gran escritor y corresponsal de guerra Vasili Grossman a la inversa, con el desorden propio de aquella agitada época que le tocó y quiso vivir. Después de Vida y destino y de la prodigiosa Todo fluye, con la publicación reciente de Años de guerra parece cerrarse el círculo de su tremenda peripecia vital volviendo al principio, al origen de la transformación, cuando descubrimos la incipiente amargura del escritor "oficial" que gana el Premio Stalin en 1942 con su novela El pueblo es inmortal y que aún confía, cuando menos aparentemente, en las razones y bondades de un régimen que afrontaba la guerra con una frialdad similar al gélido clima que rodeaba a los combatientes y aprovechando  -como  la más formidable y efectiva herramienta bélica- esa inmensa fatalidad que caracteriza al sacrificado espíritu del pueblo ruso.
Cuando escribo estas líneas no he terminado el volumen y solo tengo la referencia editorial de las páginas históricas dedicadas el horror de Treblinka o a la infernal caída de Berlín. No obstante, ya puedo percibir el abismo que tuvo que abrirse en el corazón del gran escritor de Berdichev al entender paulatinamente que los crímenes guardaban la misma o mayor ferocidad a uno y otro lado de la delgada línea roja del frente.
Efectivamente, lo fascinante de esta aventura propagandística de Grossman es que ya puede atisbarse entre las líneas que escribe, impregnadas de ortodoxo patriotismo soviético, una oculta certeza que empieza a florecer en un corazón atónito y maltrecho. La novela de Grossman que abre este volumen es especialmente cruel por su ingenuidad. Da la sensación de que su autor ya es consciente de que el tiempo lo situará en otro lugar y parece asumir su papel propagandista con la aplicación revelada del martirio. Este realismo heroico de Grossman, al contrario del sostenido por Ernst Jünger, es el de los vencedores, por ello no ha tenido que purgar sus opiniones ante las maledicentes voces que suelen enjuiciar la cultura sin conocerla.
Las condiciones de Grossman son las del genio rodeado de una mediocridad triunfante: Una coordenada casi siempre fructífera para el creador si cuenta con un poco de tiempo y de suerte para persistir. Lo que  distingue y realza su obra es la sombra de un régimen perturbado que ha hecho de la sospecha el latido de su existencia. Cosmopolita y judío, Grossman alcanza el cénit de su verdad el día en que la KGB asalta su apartamento e incauta la cinta de su máquina de escribir para evitar la difusión de Vida y destino. De haberla dejado morir lentamente en los anaqueles de alguna editorial oficial, quizá el tedio, la astucia y la rutina burocrática hubieran acabado con ella y nunca hubiera entendido la lúcida disidencia soviética que su publicación era un acto esencial para entender las claves de un siglo tantas veces oscuro.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Panorama interior: La dificultad olvidada (fragmento de un prólogo)

La dificultad de una noble labor suele quedar ensombrecida por el grato recuerdo de aquellos que dedicaron su esfuerzo y su virtud a superarla. Cuando se cumplen diez años –nada menos que diez largos años- del absurdo y cruel asesinato de mi compañero Luis Portero García, casi nadie recuerda la enorme dificultad, soledad e incomprensión que tantas veces tuvo que rodear el desarrollo cotidiano de su ingrata labor como Fiscal Jefe de nuestro Tribunal Superior de Justicia.
Quien no tuvo el placer de tratarlo y sólo pudo conocerlo superficialmente en algún encuentro profesional, quien solo puede esbozar el recuerdo grato de su exquisita educación y de su conocido buen juicio profesional, quiere dejar el triste quehacer de glosar sus numerosas virtudes a un selecto grupo de amigos y colaboradores que lo quisieron y lo respetaron con toda sinceridad y que, como he tenido oportunidad de comprobar, lo siguen añorando cuando encuentran su respetada figura tantas veces presente en la vida cotidiana de nuestra ciudad y en el entorno más amable de nuestros tribunales. Sí creo que merezco cierta legitimidad moral para recordar esta dificultad olvidada que envolvió su trabajo con bastante frecuencia, al enfrentar las mismas o parecidas preocupaciones y tener el privilegio de vivir una experiencia tan similar como enriquecedora.
Mi diálogo con Luis Portero ha sido siempre el diálogo de su ausencia al intentar vislumbrar cual hubiera sido su recto criterio a la hora de resolver esos fieles problemas llenos de ángulos oscuros y afiladas aristas a los que ambos hemos tenido que enfrentarnos. Pocas personas podrían comprenderlo como yo y pocas podrían comprenderme a mí como él. Y es que, aunque la realidad del presente tiende siempre a engañarnos, los problemas se repiten y también, afortunadamente, se repiten las soluciones. Por eso, la estela de su amistad me ha permitido -a través de aquellos compañeros que lo recuerdan y nombran con tanto y tan sincero aprecio- que la referencia de sus decisiones pudiera asistir mi torpe criterio y ayudarme a encontrar el camino correcto en más de una encrucijada.
Debemos recordar que la labor profesional de Luis Portero tiene lugar en un momento de singular valor para toda la Administración española. Ciertamente, la España de su tiempo, inmersa en un profundo y prometedor debate territorial, agotaba su esfuerzo sobre otras recientes instituciones y la vieja Administración de Justicia, tenía que resolver con sus proverbiales carencias, el servicio a una sociedad que desarrollaba un nuevo derecho y construía con firmeza su libertad. Entre otras francas debilidades, quizá confiando en la generosidad del esfuerzo de muchos servidores públicos, había olvidado la importancia de una Fiscalía a la que nominalmente se le entregaba la responsabilidad de coordinar y dirigir al Ministerio Fiscal en la Comunidad Autónoma más poblada, la que contaba con un mayor número de procesos en la jurisdicción penal, afectada –además- por graves problemas endémicos de criminalidad, con una infraestructura más que defectuosa y con una plantilla comprometida y esforzada pero insuficiente y desincentivada. Por si fuera poco, se establecía la sede de esta Fiscalía en una ciudad que no coincidía con la capitalidad política de la región, ni con la ciudad más populosa, ni con la comarca de un mayor peso económico y financiero. Sólo la inmensa tradición jurídica de Granada, al margen de otras compensaciones políticas diseñadas durante la transición, con su espléndida Facultad de Derecho, con la sede reciente del Consejo Consultivo, con una tradición jurisdiccional casi cinco veces centenaria, reconocida socialmente y tan brillantemente plasmada en la imponente fachada renacentista del Palacio de la Real Chancillería, parecían justificar la sabia decisión de nuestro Estatuto de Autonomía de 1981 al decidir expresamente que fuera la capital granadina la sede del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, extendiendo su competencia -por razones tan prácticas como históricas- hasta las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
La idea de una creciente España intensamente descentralizada que hacía del respeto a la diferencia una seña de identidad, diez años después de la promulgación de nuestra sabia Constitución de 1978, no podía resultar ajena al Ministerio Fiscal. Una institución esencialmente estatal e informada por un sólido principio de unidad de actuación, tenía que adaptarse a un nuevo sistema judicial que, por extraño que parezca, aún no había resuelto su acusado anacronismo procesal y tenía que actualizar la legislación básica con urgencia en materias tan decisivas como el proceso civil o la competencia penal. La complejidad de la tarea, aún hoy incompleta, casi siempre entorpecida por la falta de un adecuado consenso parlamentario, se vinculaba continuamente con las funciones a desarrollar por el nuevo Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Justicia quien tenía, si quería cumplir correctamente con su deber y como una especie de penitencia añadida, que reflexionar pública y anualmente en su Memoria sobre las carencias y necesidades materiales, normativas y personales de la Administración de Justicia en Andalucía y exponer su fiel reflejo en el conocido documento fiscal para la actualización de los derechos fundamentales de la ciudadanía y para la satisfacción del interés social que debían proteger los fiscales andaluces con sus acciones legales y recursos
…Toda esta situación normativa, torpemente esbozada, demostraba que la misión no era sencilla y provocó que muchas miradas, no siempre amables y bienintencionadas, se centraran en la Fiscalía de nuestra ciudad, con la llegada de Luis Portero, para comprobar la viabilidad de una nueva y ambiciosa apuesta organizativa que constituía un capítulo especialmente importante en la historia de nuestros tribunales porque marcaba, en buena medida, gran parte de su futuro.
Contaba Luis Portero para el desempeño de su labor con una sólida formación intelectual, con experiencia extensa en funciones de Jefatura y con esa inquietud que tan claramente distingue a los verdaderos servidores públicos y los distancia de aquellos oportunistas amaestrados por el instinto sectario que a veces ensucia el ejercicio del poder. Desde un principio, la labor del Fiscal Portero procuró trasladar la necesidad urgente de dotar a la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de una posición diferenciada de la Fiscalía Provincial y así lo recalcó y repitió hasta la saciedad sin conseguirlo y recibiendo -no pocas veces- la ingrata respuesta de la ambigüedad. En segundo término, reclamó la importancia de un nuevo Estatuto Orgánico que otorgara al Fiscal Jefe del Tribunal Superior una asistencia técnica continuada y suficiente que pudiera volcarse en aquellas necesidades más acuciantes y recurrentes de las Fiscalías provinciales andaluzas y que permitiera al Ministerio Fiscal rendir un correcto servicio a la ciudadanía. En tercer lugar, quiso promover el respeto institucional como un elemento básico de coordinación y la unidad de las fiscalías andaluzas para fortalecerlas y para que pudieran ofrecer una respuesta uniforme y autorizada a los exigentes retos que marcaba la preocupante evolución de la criminalidad y el atisbo incipiente, aún más preocupante, de la corrupción.
Estas y otras profundas inquietudes de Luis Portero deben ser conocidas y recordadas justamente ahora para que no se olviden y para que el tiempo pueda ponerlo en su sitio y reconocer la importancia, al margen de la terrible tragedia de su muerte, de su extensa labor como el primer Fiscal de Andalucía. En general, las sociedades contemporáneas conocen muy poco el pensamiento y la biografía de sus grandes juristas. Incluso en el ámbito universitario o profesional, es relativamente difícil encontrar una cultura media que conozca las coordenadas esenciales de la vida y destino de quienes tanto se esforzaron por entender y aplicar la solución de las leyes. Esta incívica parquedad sigue siendo un error impropio de nuestra patria que promueve muchas incomprensiones y que entorpece nuestra convivencia. Por eso los juristas deben completar el abrumado templo de las humanidades y comprometerse y darse a conocer y convertirse en una referencia para la juventud más formada e inquieta y para el debate de las más elevadas discusiones sociales.
Los esfuerzos de Luis Portero para que pudiera crearse dignamente una Fiscalía de Andalucía son ahora un acertado e incontestable imperativo legal y estatutario que ha merecido el respaldo constitucional y la unanimidad de los legisladores. La Fiscalía Superior de nuestro tiempo es muy parecida a la que trazara con tanta ilusión en sus informes anuales y a la que dictara en sus periódicas reflexiones doctrinales o académicas. El tiempo, en definitiva, le ha dado generosamente la razón en muchas propuestas que sostuvo hace más de veinte años con su habitual discreción y casi siempre desde una soledad, porque no decirlo, casi completa. Este libro sólo pretende conmemorar el rotundo fracaso del odio que lo asesinó, recordar su enorme sacrificio personal y el de toda su familia y recuperar,  junto al cariño de un viejo grupo de amigos y colaboradores, un texto interesante y poco conocido por el público en general. Pero además, este grave aniversario, cuando menos, con su fría ráfaga de tristeza, nos regala la invocación de un nombre justo y esto siempre nos ennoblece, nos limpia el alma de viejas deudas y rencillas y nos hace más libres y mejores. Invoquemos el ejemplo de Luis Portero pero también las muchas dificultades que tuvo que vencer para persistir y caminar con la cabeza erguida. Es este, probablemente, el mejor argumento que nos queda para transmitir el verdadero valor de su memoria.

martes, 14 de septiembre de 2010

Panorama exterior: Prensa y papel

Me sorprende la poca entidad tipográfica de una noticia que encuentro en un periódico digital: The New York Times anuncia que dejará de editarse en papel y aunque no precisa fecha, algunas voces señalan que puede ocurrir en el año 2015.
Hemos considerado durante cuatrocientos años al periódico de ayer como el paradigma de la falta de valor, que no de la falta de utilidad. Un papel de periódico sirve para envolver las castañas asadas, guardar unos viejos zapatos o para proteger el  parqué del goteo insolente de la pintura. Pero también sirve para pagar de forma  discreta la cantidad millonaria de un rescate o para consumar un timo cruel y recurrente que ensucia la condición de la víctima burlada. Un trozo de periódico puede esconder la solución o el anuncio de un misterioso enigma, puede transportar la felicidad o demostrar la vida tediosa y amargada de un espíritu solitario e impuro que los atesora solo por el placer de ver como se amarillean sus hojas.
Ahora, cuando el periódico abandone su humilde traje de papel, poco a poco todos estos valores dejarán de estar vigentes y alguien tendrá que describir otra forma de mirar la información del presente y aprovechar sus despojos. El diario estaba pensado para durar unas veinticuatro horas. La pantalla del ordenador puede durar mucho más tiempo y en cuanto al píxel, ignoro cuál pueda ser su duración antes de quemarse o desaparecer.
Me pregunto qué fue lo que sustituyó el papel. No creo que la plana sustituyera soporte físico alguno. La tablilla de arcilla o de cera son demasiado limitadas, están demasiado alejadas, como el papiro, de su implantación -la del papel- en las ciudades alemanas que inventaron los corantos como precursores de nuestros actuales periódicos. Lo que realmente sustituyó el diario es el flujo arbitrario y oral de noticias por el compromiso efectivo de una información periódica y suficiente para súbditos o para ciudadanos. Ahora, la página electrónica sustituye un frágil soporte inmediato al que podemos tocar con los dedos y hasta destruir sin dañarnos, por un pequeño haz de luz que nos entrega, a través de la ventana de la pantalla, el gélido fluido virtual.
Desde la aparición de la red, la prensa no ha sabido encontrar una solución para conjugar la gratuidad del acceso a la información digital con las ediciones impresas. No solo se trata de una cuestión material. Es muy probable que, tarde o temprano, los grandes editores tendrán que cobrar por sus contenidos electrónicos y mejorarlos para sobrevivir y para que sobreviva ese pulmón social de la prensa libre, más necesaria que nunca en estos tiempos asmáticos para tantos derechos. Es cierto que los medios electrónicos son más accesibles, cuando menos teóricamente, pero también que son más fáciles de controlar porque nuestra intimidad es un intimidad dependiente de un servidor anónimo al que solo las leyes pueden reclamar discreción y al que debemos unirnos por una delgada línea que nos señala.
¿Dónde nos llevará una sociedad sin diarios de papel? La utopía de una sociedad electrónica al servicio del hombre genera una fuente de intensa desconfianza y ha sido, por ello, lúcidamente contestada con las celebres aporías que jalonan la literatura del siglo XX. Parece evidente que la única salida es aquella que intente informar con la vocación de servir a la verdad y para eso cualquier soporte parece adecuado. Un Ernst Jünger septuagenario, en su viaje a las Islas Canarias involucradas en el boom turístico de los sesenta, queda impresionado por la lejanía de la naturaleza que se apodera de un espacio tan afortunado y augura que el trabajador de los nuevos hoteles nunca volverá a ser pastor. No hay que interpretar sus palabras al pié de la letra. Lo que percibe el maestro de Heidelberg es una nueva distancia que empieza a crearse en un remoto confín de la Europa administrativa. Una sensación parecida me asalta, como si estuviéramos distanciándonos definitivamente de aquellos dedos absortos que pintaron con grasos pigmentos sobre la roca de una caverna.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Panorama interior: Rábida y memoria

La tarde, especialmente luminosa, alienta una ensoñación moderada. Rechazada la invitación para tomar la canoa hasta Punta Umbría compartiendo cena con los alumnos del curso, me queda la soledad del mirador, tan placentera, con la lectura de un clásico revisitado. Lamentablemente, mi visita no es muy prolongada.
Este paraje de La Rábida, otra deliciosa esquina del mundo, cuenta con esa rara virtud de una autenticidad renovada. Por lo general, los lugares históricos son torpemente manipulados por la ocurrencia de autoridades y gestores públicos que les arrebatan esa condición primigenia que los explica con mayor facilidad y que les permite llegar hasta el presente transmitiendo el mismo espíritu que existía cuando se vivió el cotidiano presente de la futura efeméride.
Es muy fácil imaginar, sobre este remoto alcor donde se abrazan el Tinto y el Odiel, la hospitalidad del sencillo cenobio franciscano que sirvió para que Cristóbal Colón se enfrentara a los siempre engorrosos preparativos de un viaje oficial que lo llevó hasta el Descubrimiento. La sencillez del paraje, no obstante, es más aparente que real. Su delicadeza y su inmenso privilegio geográfico queda demostrada por una historia jalonada de dioses y advocaciones, desde el altar votivo que los fenicios dedican a la diosa Baal, pasando por el templo romano de Proserpina, por la rápita de los frailes guerreros musulmanes que guardaban la costa fronteriza, por los caballeros templarios que socorrían veleros acosados por piratas, por el austero monasterio que pervive para que aquellos a los que nos gusta ver lo que ya no está podamos contemplar, como nos diría Fernando Pessoa, a memória das naus.
La importancia de La Rábida es la de sobrevivir sin traicionarse. Su ruina auguraba, a  finales del tórrido XIX hispánico, el olvido frecuente e inevitable de nuestros monumentos apartados: Sólo la voracidad de los centenarios, el interés de la monarquía y el éxito de una respetuosa rehabilitación han permitido que podamos disfrutar esta discreta y esencial memoria. Y hasta enriquecerla. Cuando la expedición del Plus Ultra parte de allí rumbo a Buenos Aires en 1926 su permanencia ya está garantizada. El éxito ha sido el de convertirse en lugar común porque la estela que  allí se inicia no es la de una simple conquista, es la de una emigración que parte con la ligera esperanza de volver porque busca un hogar no en otra sociedad más próspera sino en un nuevo mundo. Quienes partían, al margen de algunos actuales excesos indigenistas, ya eran americanos. Por eso, las jóvenes repúblicas decimonónicas de América han sabido respetar y reconocer muchas veces y mucho antes que nosotros, este escondido enclave como un tierno y lejano origen.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Panorama exterior: Llanuras de La Calahorra

La acertada decisión de proteger las llanuras que rodean al imponente castillo de La Calahorra, me compensa levemente el disgusto de hace pocas semanas por el daño sufrido en la Catedral Primada por el estruendo de la impertinente mascletá que la autoridad municipal acaba de instaurar en la ciudad de Toledo. Las grandes fortalezas siempre se han utilizado como ejemplo de la necesidad de proteger el entorno relacionado que las circunda. Pocos edificios conversan de manera tan patente con aquello que les rodea. He visto falsas fortalezas puramente decorativas y ancladas en la orilla de frondosos bulevares de ciudades remotas que añoraban la memoria del Medievo legendario y que solo podían engañar a los niños mas soñadores. Cuidadosas fortalezas legendarias, como la Torre de Belem, ubicada en la  desembocadura de nuestro Tajo, bellísimo baluarte de artillería que sólo puede ofrecer al invasor de Lisboa el estupor de su equilibrada belleza para vencer el asedio.
Pero las verdaderas y auténticas fortalezas dialogan más que ningún otro edificio con el rigor  provechoso de la naturaleza: El suave collado castellano, el pico inaccesible de fortalezas apartadas, como mi admirado Marvao, sobrios árboles milenarios, el río caudaloso que las abraza como hace el Guadiana con la austera alcazaba de Badajoz, una relación que se produce sobre los precedentes elementos de un entorno natural que sirve para  disuadir, para incrementar su fuerza defensiva, para abastecer o tranquilizar a los defensores. Construir una pequeña central térmica en el preciso recodo de un río que aísla un pequeño castillo, puede ser tan dañino como mandarla construir en su patio de armas.
Por eso esta decisión de proteger una llanura de la Andalucía más austera y celeste se convierte en un indudable acierto que jalona la defensa eficaz de nuestra historia. Para proteger una llanura es necesario contar con una profunda visión del mundo y de su entendimiento. Mi enhorabuena a quienes hayan sido capaces de proponer y asumir esta manera de mezclar los perfiles del tiempo.
Por cierto ¿cómo son ahora las fortalezas? Alguien las ha visto, alguien sabe de qué forma se integran en el paisaje? ¿Dejaron, tal vez, de construirse o es que ya no es posible defenderse del  fuego de las armas?