viernes, 27 de agosto de 2010

Panorama exterior: Lanjarón, agua y cultura

El famoso Balneario de Lanjarón han tenido la gentileza de invitarme a participar en su encuentro anual sobre Agua y Cultura que este año aborda un curso multidisciplinar rubricado como Bendita agua. Mi aportación, como tantas veces, es un tanto ingrata porque alude a la incompleta defensa penal del agua  en nuestro Derecho y a los graves delitos que  la degradan y hasta la convierten, incluso, en un despiadado instrumento criminal o en una portentosa  fuente de encubrimiento.
Pero, afortunadamente, hablar del agua, casi siempre, es hablar de esperanza o es hablar de Dios o de los pequeños e imperfectos dioses de los antiguos y hablar de estos cursos coordinados por Juan Alfredo Bellón y Antonio Carvajal es hablar de un  espacio inaudito de cultura y de libertad tan próximo como desconocido.
No conozco otro curso veraniego que, como este, se mida por la asombrosa calidad y formación de sus alumnos. Quizá por eso no necesita ninguna extraña financiación. Mujeres y hombres  normalmente sabios y discretos que tuvieron la fortuna de conocer estos encuentros, muchas veces como profesores y que han persistido en su ilusión por volver. Este atento y respetuodo alumnado casi enseña al profesor a medir sus opiniones y le otorga una dignidad incomparable aunque, de tarde en tarde, pueda sucumbir a una ligera cabezada tras disfrutar largamente de los vapores del agua y el masaje. Muchas son las riquezas que debo a mi amistad con Antonio Carvajal pero estas enseñanzas de Lanjaron nunca terminaré de agradecérselas.
Música, Historia, Pintura, Religión, Cine, Flamenco, Pedagogía, Física, Matemáticas, Literatura,  Agua y Derecho afinan su vinculación con estos encendidos manantiales y con su plenitud y encuentran en esta academia peripatética un molde suficiente  para enriquecernos y hacernos disfrutar de la amistad con la mayor sencillez y con una calma infrecuente que se agradece, en estos años oscuros, más que a la propia vida.
Las ponencias tienen lugar en la pérgola de la Fuente La Capuchina, verdadera cápsula climática que domina el calor y proporciona un fondo arrebatado de azules y grises a la espalda del orador que lo enaltece como un atardecer del recuerdo. La enseñanza persiste en la comida y en su tertulia y en la sesión nocturna sobre la delicada Terraza de La Higuera donde alcanza la brisa el Mediterráneo mientras puede oírse débilmente el paso nemoroso del rio Salado. Allí puede uno tener la fortuna de escuchar  sin previo aviso a Carmen Linares cantando a capela Andaluces de Jaén o al maestro Alfredo Arrebola ofrecer con su cante una lección de humilde sabiduría.
Me han dicho que las generosas aguas de Lanjaron las tomamos unos seis o siete años después de bajar del cielo. Pero aquellas más preciadas, las que han recorrido todo un mundo mineral dulce y secreto -como diría Álvaro Valverde- hasta los hidrantes más preciados, pueden ser milenarias cuando llegan a nuestros labios. Sin duda se trata de un dato mágico y revelador. El más adecuado para alimentar el regreso.

lunes, 23 de agosto de 2010

Panorama exterior: Las colas de comida


La escasez de noticias, ese tópico que sigue negando cada año la actualidad imparable del largo paréntesis del verano, favorece que algunos medios publiquen, con cierta timidez, breves reportajes sobre la creciente demanda de alimentos en comedores sociales. Los incrementos producidos en los últimos meses me producen una mezcla de indignación y de temor. Llevo mucho tiempo interesándome por estas situaciones de emergencia social situadas precisamente a la cola de los informativos, cuando todos sabemos que debieran ser noticias de apertura como periódicamente ocurre con la insulsa información deportiva que rodea de un aura adolescente nuestros agotados televisores. En realidad, parece que la audiencia se conforma con dos minutos de reportaje antes del microespacio del tiempo. Desempleados y pensionistas aparecen en una cola en la que empieza a citarse la presencia de jóvenes como si la juventud dejara de ser un estado o edad para convertirse en la condición de pertenencia a un determinado grupo de exclusión social. Lo que está ocurriendo es mucho más importante de lo que  pensamos y de lo que algunos nos quieren hacer creer y es que hay una cierta tendencia, cuando menos a mí me lo parece, a ocultar la parte más digna y resbaladiza de la pobreza.
Ya sabemos que la sociedad occidental hace bastante tiempo que superó esta suprema humillación del hambre. Con la debida distancia, habría que aclarar que aunque hablamos de alimentos, casi no hablamos de hambre física pero sí de un hambre moral que muchos empezamos a sentir a nuestro alrededor con bastante insistencia. La moderna literatura ha sido, en general, poco proclive a relatar los síntomas más enérgicos del hambre extrema e involuntaria; no así de la miseria más solemne a la que suele acompañar no pocas veces una especie de ayuno alucinado. Al margen de la famosa aportación  contemporánea de Frank McCourt, las grandes descripciones literarias del hambre física en Occidente que recuerdo las realizan el denostado noruego Knut Hamsun en su novela Hambre (1890) y el irlandés Liam O´Flaherty con la novela publicada con el mismo nombre en 1937. La vida de ambos portentos resulta tan fascinante como equivocada y hasta terrible, quizá por esa misma audacia que les llevó a explorar sin consideración alguna en las cavidades más oscuras del alma humana.
Lo esencial en nuestro tiempo es recordar la falta de compromiso moral y es que estas nuevas colas de los comedores sociales son una vergüenza que a todos nos afecta, porque ya no obedecen a la pura marginalidad que enciende el abismo del alcohol y otras fatales dependencias. Obedecen sencillamente a la injusticia. Y es que volvemos a las colas ordenadas de hombres desempleados en las que se gestaron las grandes tragedias de Europa durante el siglo pasado, colas de hombres con sombrero y zapatos viejos pero bien cepillados, con trajes algo raídos y corbata y a veces con el periódico doblado en el bolsillo del gabán.
Cuando menos, afortunadamente, la imagen actual de la cola no siempre ataca el pudor de quienes tienen que sufrirla. Con buen criterio, el discreto cámara de una cadena televisiva nos muestra la paciente y multicolor hilera de carritos de la compra, pulcramente alineados y a la espera de recibir una pequeña bolsa de alimentos para sobrevivir.
Aún reconociendo la ingente ayuda institucional, enorme pero cada día más insuficiente, esta ingrata y difícil labor del Banco de Alimentos, de Cáritas y de otras instituciones silenciosas tendrían que interesarnos tanto como el porcentaje perdido en nuestras nóminas de funcionarios.

viernes, 20 de agosto de 2010

Panorama exterior: La mascletá de Toledo

Al parecer, el ayuntamiento de la imperial Toledo organiza (desde hace tres años) una mascletá (diez kilogramos de pólvora) para inaugurar sus fiestas de agosto. Se elige para este contemporáneo menester un lugar tan apropiado como la Plaza del Ayuntamiento de esta ciudad, tan justamente declarada Patrimonio de la Humanidad, donde precisamente se ubican el Palacio Arzobispal, el Consistorio y la Catedral Primada. Naturalmente, existieron incómodas voces que advirtieron del riesgo y encontraron un áspero rechazo.
Como no quiero extenderme sobre el particular, no creo que el corresponsal de Colpisa en esta ciudad, Juan Vicente Muñoz Lacuna, tenga inconveniente alguno en ver reproducido el último párrafo de su escueta pero jugosa crónica fechada el pasado 17 de agosto de 2010 (creo que es importante reflejar el año en curso), cuando nos señala:  El propio alcalde, Emiliano García-Page, del PSOE, fue quien accionó el mecanismo con tan fatal desenlace para el ángel, que había sobrevivido durante siglos a guerras e inclemencias del tiempo y que no soportó el estruendo pirotécnico. La mascletá fue un éxito y, mientras toledanos y turistas se felicitaban del espectáculo, el deán de la catedral, Juan Sánchez, se echaba las manos a la cabeza al alzar la vista sobre el conjunto escultórico de la puerta de los Reyes, obra de finales del siglo XIV y principios del XV atribuida a Alvar Martínez. Ayer quedó más tranquilo después de que se confirmara que la cabeza de granito no ha sufrido graves daños y que será restaurada y recolocada.
Sin comentarios.

martes, 17 de agosto de 2010

"Contraluz" de Thomas Pynchon

Cuando Webb siguió su camino, el perro se levantó y ladró un rato, no como advertencia ni tampoco irritado, sólo por mostrarse profesional.

(Thomas Pynchon, "Contraluz", traducción de Vicente Campos)

La fascinación por la lectura alcanza al fiel lector un determinado número de veces en la vida, en ocasiones desde la infancia, otras veces desde la pubertad, normalmente desde la juventud. He recordado estos días la ampulosa frase de Jorge Luis Borges cuando en su prólogo a Los Demonios -en el cénit de su popularidad, a mediados de los prometedores ochenta- comenzaba diciendo: Como el descubrimiento del amor, como el descubrimiento del mar, el descubrimiento de Dostoievski marca una fecha memorable de nuestra vida. Suele corresponder a la adolescencia; la madurez busca y descubre a escritores serenos.
No sé si Thomas Pynchon podría ser calificado como un escritor sereno a sus fructíferos 73 años. Lo descubrí y me deslumbró hace ya algún tiempo, antes de publicar su Mason & Dixon, cuando ya era una celebridad, cuando V y otras novelas escritas por él en los sesenta ya eran verdaderas novelas de culto y cuando a mí me acosaban no pocos problemas propios de una madurez prematura.
Pero el caso es que en este tórrido verano de 2010 he vuelto a sentir la maravillosa sensación de la lectura fascinada con esta extraordinaria novela escrita en 2006 y ahora publicada en España con el título de Contraluz y que nos traslada desde una Metrópolis de alabastro, la imponente Exposición Universal Colombina de Chicago de 1893, quizá el lugar más europeo que haya existido nunca fuera de nuestra infinita Europa, justo la exposición que conmemoraba el cuarto centenario del descubrimiento, hasta el aún más imponente y creciente abismo de la Gran Guerra.
En épocas de ingratitud hacia la verdadera cultura, cuando se usurpa el destino de lo excelente por la mediocridad, siempre tan previsible y obstinada, la lectura de una obra magistral nos regala una buena dosis de dignidad. No tanto para ser más libres o eficaces como para confiar en el destino con cierta honestidad e impaciencia, es decir, rejuvenecidos. Creo que era Borges también quien señalaba que lo que realmente necesita la literatura es un buen número de agradecidos lectores. Mucho anota en su haber nuestro autor porque una vasta muchedumbre de lectores de todo el mundo agradecerán, una vez más, al oculto genio de Pynchon -y de su traductor- este prodigio narrativo que tanto nos consuela y nos reconcilia con el  abrupto viaje de nuestro tiempo.

viernes, 13 de agosto de 2010

Granada, la ciudad desaparecida

Somos bastante proclives a nombrar de otro modo las ciudades y habitualmente lo hacemos con epítetos muy poderosos. Mi amigo Xosé de Cora llamaba a Lugo a cidade provecta, Bowles a Tánger la ciudad huérfana y hasta la bellísima Valetta pasó de ser fundada como la humilde a ser conocida en las atentas cortes de Europa como la  superbissíma, como la urbe más orgullosa.
Estos días he podido leer con calma el breve opúsculo que me regalara  hace algunas semanas mi admirado compañero Miguel Giménez Yanguas y que publicara en la  revista Arquitectura y en 1923, el mismo año que es nombrado arquitecto conservador de la Alhambra, Leopoldo Torres Balbás con el título Granada, la ciudad que desaparece. Trágicamente el reconocido restaurador no acude al adjetivo ni al participio sino al presente de indicativo porque la nombrada ciudad está desapareciendo ya entonces ante sus ojos indignados y atónitos. La lectura del sencillo artículo, ahora más que nunca, estremece por la larga nómina de aberraciones perpetradas con toda impunidad y probablemente sin remordimiento.
Cuando la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad de Granada reedita el trabajo de Torres Balbás, tiene el buen gusto de recordar, en oportuna nota a pié de página de la breve introducción firmada por el Director de la Escuela, Javier Gallego Roca, aquella descripción que nos hiciera del gran restaurador don Emilio García Gómez al recordarlo en los siguientes términos: "He conocido algunos ejemplares humanos -rarísimos- de su talla moral, pero nadie superior. Era una mezcla coherente de sensibilidad, ternura, caballerosidad, desinterés, honradez, noble dignidad, anti-exhibicionismo, franqueza y eficacia". Algo parecido a esa misma mezcla coherente, es la que deseamos para el futuro de nuestras grandes ciudades históricas que debieran estar amparadas en alguna Ley especial que consagrara, entre otros, un elemental principio general de incompatibilidad territorial de los nuevos espacios urbanos con aquellos espacios históricos que tienen que convivir pacíficamente con el progreso por su innegable valor y porque son, en gran medida, la mejor garantía para nuestro futuro.
La tragedia social que Torres Balbás sitúa en 1923, cuando se discute nada menos que la demolición del Corral del Carbón, la única alhóndiga andalusí que aún conservamos íntegra en la Península Ibérica, estremece por su antigüedad y, lo que es aún peor, por su proterva persistencia hasta nuestros días y es que la ciudad, al margen de postales y de algunos visitantes egregios, sigue desapareciendo de manera más o menos visible, perdiendo su identidad, parte de su riqueza y singularidad. De hecho, el destrozo posterior ha sido mucho mayor y más culpable que aquel que era denunciado hace más de ochenta años ante la Sociedad Central de Arquitectos. Torres Balbás acertó al definir Granada como una ciudad que desaparecía porque efectivamente en parte desapareció y en parte ha seguido desapareciendo entre la autocomplacencia, la sombra de la especulación y el pastiche más o menos afortunado. Por ello, quienes vivimos en esta ciudad debemos ser conscientes de vivir, en gran medida, sobre una ciudad tan asombrosa como perdida.
Torres Balbás nos demuestra que de todos los nombres de Granada pudiera ser el más justo aquel que la titule como la ciudad desaparecida. Aunque nos duela, quizá debiéramos aprender a enseñarla como fue y como podría haber sido y es que, en cierto modo, el llanto de Boabdil permanece.

domingo, 8 de agosto de 2010

El río


















Nos demostraba el río que el mar era posible
quebrando la provincia con su camino oscuro.
Según lo comprendieras, era grande o pequeño
y a veces, como un eco remoto, recordaba
la tierra desatada antes de hacerse calle
o el tranquilo paisaje que cercaron sus aguas
antes de la ciudad, lejos del mundo.
Sólo un puente cruzaba su inevitable paso
y al cruzarlo podías sentir como acechaba
un peligro escondido en sus feroces labios.
Mirándolo encontrabas en él muchas respuestas.
En cada atardecer, el verano le daba
el corazón y el aire de un viajero, parecía
ese amigo indolente que incumple sus promesas
como el tiempo callado que marcha y que regresa.