viernes, 23 de diciembre de 2011

Panorama interior: Cotidiana virtud de Georges Remi

Mi colección completa de Tintin, adquirida pacientemente durante mi época de estudiante, la destrozó el terrier que alguien tuvo la mala ocurrencia de regalar a mi hijo Jesús. Aprovechando el popular y reciente lanzamiento cinematográfico, el oportuno Circulo de Lectores ofrece la serie completa con el último formato de la Editorial Juventud a un precio módico y en cuatro cómodos plazos. Vuelvo a tenerla en casa.
La nueva lectura del famoso personaje de Hergé me ha producido algunas sensaciones que no esperaba. Siempre me pregunté cuál era la razón de un éxito tan abrumador que, en realidad, se extiende a muchos dibujantes que siguieron con acierto y rigor el surco de la linea clara. Me hago nuevamente esa pregunta y descubro matices que antes, como nos ocurre con el mejor cine, pasaron inadvertidos.
Es habitual que se recuerde cierta presencia gris del dibujante Georges Remi (su verdadero nombre) o de sus inclinaciones excesivamente conservadoras y hasta totalitarias pero estos pecados, en todo caso, no eran en absoluto extraños entre los belgas de su tiempo. Por encima de sus errores y de las crueles encrucijadas de su biografía, suele malinterpretarse su habitual discreción, su capacidad para la ensoñación o cierta limitación creativa con una condición gris que lo cubre todo pero que no se aproxima a la verdad. La mayor capacidad que tuvo fue descubrir a su alrededor, entre las personas y las cosas, la calidad y persistencia que otros aún no comprendían. La aportación de Tintin es, por ello, plural y acabará por referirse también a sus decisivos ayudantes y colaboradores, quizá más brillantes y completos en ocasiones que el propio maestro. Así ocurrió con Edgar Pierre Jacobs o con Bob de Moor, los creadores de Blake y Mortimer y del enigmático señor Barelli. De hecho, creo que fue un lamentable error, ya incorregible, que no continuaran con la serie tras la muerte de Hergé, una vez que el famoso reportero de Le Petit Vigtième prescinde de sus anacrónicos bombachos y abandona su perturbardor aspecto adolescente entre las calles de Tapiocápolis en la última entrega de esta legendaria colección de aventuras.
Definitivamente, la clave del éxito no es Hergé sino la vida de su personaje. Tenemos la sensación de que la criatura domina completamente a su creador y, conforme va pasando el tiempo, le indica en silencio qué camino debe tomar. Tampoco es cierta esa intemporalidad que se cita con demasiada frecuencia. La madurez del personaje es lenta pero perceptible y debiera haberlo conducido hasta una edad mucho más sugerente. En mi opinión, sus virtudes esenciales podrían resumirse, al margen de la destreza del dibujo -el color, la ausencia de sombras o el dinamismo de las viñetas- y del rigor argumental, en un preciosa cualidad para invertirnos. Su lectura me hacía sentir como un adulto cuando era niño y ahora me hace sentir como un niño cuando soy adulto. De la misma manera, el amplio catálogo de personajes se enmarcan bajo un aire teatral, de manera que parecen actores profesionales que tuvieran otras vidas ajenas y ocultas al drama feliz de la historieta.