sábado, 26 de febrero de 2011

En el cementerio de La Albuera

...habitación íntima del campo,
recóndita almohada de silencio...
Jesús Delgado Valhondo

Rasga un metal el rastro de tu muerte
que se oculta en silencio
sobre este luminoso cementerio.
Cada golpe de tierra y de cemento
como la fuente tierna de sus lágrimas
va levantando un muro hacia el olvido.
La tapia diminuta va creciendo
sin remedio y sin pausa
como el soplo de vida que se ha ido
entre flores de llanto y entretanto
al terminar su ingrata
labor son estas manos
extrañas que colocan torpemente
la inicial de tu nombre las que encienden
la vida de tu voz y tus palabras.
Lo miras con los ojos
del alma y son las blancas,
las compañeras lápidas que encienden
este nicho de brumas y esperanza,
las que alumbran un cauce que descubre
saber que no hay dolor, solo tristeza.
La virtud de un hermano, sus pequeños
y añorados defectos,
y ese tiempo que ya no es solo tuyo,
todo se vuelve limpio y decisivo
y algo se queda allí, algo aparece
tendido en su almohada de silencio,
algo queda de ti que ha preferido
compartir junto a él
la senda del regreso.

lunes, 21 de febrero de 2011

Panorama exterior: "Retórica de la Destrucción"

Aunque parezca mentira la retórica victimista está definida en las enciclopedias. Tiene lugar con tanta frecuencia que casi hemos olvidado su definición: Hablamos de aquella técnica demagógica que descalifica e insulta gravemente al atacante en vez de refutar sus afirmaciones. Son tantos y tan espesos los ejemplos que podría señalar en la realidad española más próxima, que prefiero acudir directamente hasta el diván de la melancolía.
Insultar es ofender y provocar en otros una profunda irritación, atacarlos a través de la palabra o el gesto. Calumniar es otra cosa mucho más grave. Desde una perspectiva jurídica, sin duda la más condenable, es imputar falsamente a otro con plena conciencia de su falsedad la comisión de un delito o, en todo caso, desde una perspectiva moral, la divulgación falsa y maliciosa de una acción deshonrosa. La vida pública, desde la antigüedad, ha comprendido la necesidad de acoger el insulto como un mal necesario para generalizar de manera suficiente el debate social. Nada debe sorprendernos cuando escuchamos una larga batería de insultos en el Parlamento de cualquier nación civilizada. El problema radica en descomponer las referencias. Habitualmente, ahora no escuchamos insultos porque el grado de la descalificación se desliza siempre hacia el terreno de la responsabilidad personal o de una especie de responsabilidad personal de signo colectivo o, mejor dicho, de signo nebuloso e indefinido.
Siempre ha tenido la España meridional la oscura e inapropiada tendencia, cuando menos el género masculino, de utilizar los insultos como una manifestación intensa del afecto más personal. Quizá por ello no seamos conscientes de las calumnias que se vierten a diario con toda impunidad como si fueran simplemente insultos y sin que apenas generen muestras sinceras de indignación o rechazo. Todo ello arrincona la imparcialidad, que parece una magnitud imposible en una sociedad que la necesita, como siempre, ahora mas que nunca.
Es posible insultar sin ofender: Acusar a un responsable administrativo de una mala gestión, de un desinterés inaceptable, de cometer errores pueriles a consecuencia del orgullo o de la vanidad es totalmente lícito. Y hasta ético. No es posible, sin embargo, calumniar sin ofender y, más aún, cuando se calumnia un colectivo al que se acusa de incumplir sus más elementales obligaciones desconociendo por completo su organización interna y los mecanismos de control que le asisten para desarrollar funciones públicas en una sociedad democrática. A veces, no es posible calumniar sin ofender a un sistema indefenso que se debilita y cuestiona abriendo caminos de trazo torpe y tortuoso.
Hablar de una solución penal no es sencillo. Un problema tan generalizado no siempre puede resolverse en el banquillo de los acusados o a través de una lenta demanda civil. Las enciclopedias deben ampliarse y tener en cuenta que cuando la Retórica del Victimismo no tiene bastante con el insulto y necesita la ayuda, siempre traicionera e incierta, de la calumnia, se convierte en una práctica irresponsable a la que debiéramos dar el nombre de Retórica de la Destrucción.

viernes, 11 de febrero de 2011

Panorama exterior: Expolio en el Museo de El Cairo

La violencia descubre precozmente la debilidad y el inmenso valor de los bienes culturales y en especial de los más frágiles y remotos. Los sucesos de Egipto han desencadenado, como cabía esperar, el expolio de algunas piezas arqueológicas de incalculable valor del famoso Museo Nacional de El Cairo. Pocos  lugares saben tanto de expolio como Egipto pero esta no es una cuestión nacional, no es una cuestión de soberanía, no es, como grita  con rabia el Sargento Primero Edward Wels al abrumado Capitán Staros en La delgada linea roja, "una cuestión de propiedad". Nos roban a todos, a todos nos saquean y empobrecen, a todos nos humillan traficando con la voz más valiosa del pasado.
En una ocasión, no hace mucho tiempo, el embajador de la Liga Árabe, precisamente egipcio, me abordó en un acto oficial para comentarme que había conocido mi interés por la defensa del Patrimonio Histórico en Andalucía. Tiene una gran responsabilidad, me dijo, porque nosotros perdimos lo que aquí perdura y los árabes necesitamos desesperadamente que este Patrimonio permanezca. Lo entendí muy bien porque esa misma sensación la hemos sentido muchos españoles al otro lado del Atlántico, cuando hemos contemplado la traza intacta de ciudades que se alzaron un día no tan lejano en las sierras de Andalucía o en los páramos de Castilla.
Ya pasó todo esto en Kabul donde pudo salvarse milagrosamente el tesoro de Bactria, ya pasó en el Museo Nacional de Irak, donde se sustrajeron tablillas de arcilla que nos asomaban a la cuna de nuestra civilización y puede pasar o está pasando en un lugar que es referencia esencial para nuestra especie y para toda la arqueología como es el Museo Nacional de El Cairo.
La agitación social propicia el desorden que incumple la legalidad pero, a veces, también propicia la justicia más duradera. Confiemos que así ocurra en Egipto. El respeto que se tenga a los delicados frutos de su inmensa cultura será una buena medida para calcular la esperanza.

domingo, 6 de febrero de 2011

Piedad de Eduardo Carretero

Recuerdo con frecuencia aquella ocurrencia de Jorge Luis Borges cuando decía confesar, en los breves y famosos prólogos de su colección, que no se jactaba de los libros escritos sino de algunos libros leídos. Esta tramposa y brillante afirmación del añorado genio porteño es difícil de sostener en tiempos en los que cualquier exhibición impúdica de la intimidad merece una contemplación inerte y masiva y hasta llega a convertirse en una productiva ocupación laboral.
Sí parece fácil sentir, en determinadas ocasiones, más orgullo por los éxitos de quienes admiramos que por los éxitos propios, siempre lastrados por la duda decorosa de nuestra incertidumbre. Y así me ocurre con la instalación de esta Piedad que el gran escultor Eduardo Carretero, un artista que deberían conocer todos los bachilleres españoles, acaba de donar para su ubicación en el Cementerio de San José de Granada como homenaje a todas las víctimas de nuestra Guerra Civil.
No han podido elegirse manos más ejemplares y limpias para esta noble misión. La obra se ubica junto a uno de esos lugares malditos en los que pudo germinar el odio durante generaciones, mostrarse en todo su repugnante esplendor y persistir durante décadas sin que nadie remediara los regueros de angustia que cada amanecer nacían camino de una ciudad incómoda y algo olvidadiza con los contornos más gruesos de la tragedia. Como dice un espléndido poema visual de Antonio Gómez es uno de esos lugares donde la muerte puso los huevos en la herida.
La obra que nos regala Eduardo Carretero es admirable: Una superación de la bondad. Ni es religiosa ni es laica,  solo rotunda; es -como su propia vida- una lección de honestidad, una muestra de la sensibilidad de un  artista que no puede componer la belleza sino su pérdida porque le tocó muy hondo y muy cerca la crueldad de un tiempo sin luz y sin principios. El escultor, probablemente guiado más por su instinto que por su razón, ha conseguido unir la fuerza con la espiritualidad, superar condiciones y traumas anclados en el recuerdo para exponer los perfiles de aquella salvaje ingratitud.
Si algo tuviera que criticar, acaso, por excesiva y demasiado grande, criticaría la placa que recuerda su generosa donación y el acto de inauguración el pasado 4 de febrero.
Ha llamado la atención su acertado pedestal. Un cuadrilátero del rojizo acero corten recoge un campo de cantos rodados. Hay quien ha visto en ellos un campo de cadaveras. Me parece una comparación demasiado evidente para un espíritu tan comprometido como el de nuestro artista. Si es cierto que caminar por el campo de cantos rodados nos transmite la dificultad y el dolor que promueven el tiempo y el olvido. Sabemos que un canto rodado es un fragmento de roca susceptible de ser transportado por medios naturales. El paciente desgaste, la erosión, la corrosión del viento y del agua le proporcionan una forma redonda y humilde que se asocia con el sencillo y silencioso discurrir del mundo. Sabemos también que algunas viejas culturas consideran que los cantos rodados simbolizan el alma o el espíritu. Más próxima veo esta interpretación que sostiene una obra llena de emoción y esperanza sobre un campo de almas españolas.

 Fotografía: Jesús García Hinchado