sábado, 17 de abril de 2021

Enrique García Calderón (1946-2021)

Me dicen que acaba de morir en Badajoz mi hermano Enrique y me doy cuenta que no solo muere mi hermano mayor. Se muere, quizá, quien mas decisivamente influyó en mi infancia, alguien a quien quería tanto, que no tenía que recordárselo a él, ni tenía que recordármelo a mi mismo, por mucho tiempo que pasara sin que pudiéramos vernos. Me bastaba con sostener esa especial relación que nos unía. Como nací de manera un tanto tardía, octavo hijo de una prole bastante asentada, mi padre tuvo la ocurrencia de que mi hermano Enrique, interno en aquellos años en el Colegio de los Salesianos de La Puebla de la Calzada, fuera mi padrino. Recuerdo vagamente haber visto alguna foto de mi bautizo en la que me sostiene en sus brazos, sonriente y muy bien peinado, vestido con un elegante traje oscuro y corbata, quizá con doce o trece años. Tanta era la edad que nos distanciaba.

 

El caso es que mi hermano Enrique, desde que me alcanza el recuerdo y quizá por lo numeroso de nuestra familia, asumió su padrinazgo como un deber verdadero e ineludible, algo que me recordaba a menudo y que me deparó muchas horas de una inmensa felicidad. Tenía la costumbre, por ejemplo, de contarme historias disparatadas que yo me esforzaba en creer. En cierta ocasión, tendría yo siete u ocho años, casi me convenció que había luchado en la última Guerra Carlista pero el caso es que lo contaba tan bien, con tanta naturalidad, con tan poco esfuerzo y con tal lujo de detalles menores, adornándose con emotivos paréntesis en los que recordaba algún aspecto concreto de aquella experiencia, que uno se esforzaba cuanto podía en que todo fuera verdad. El caso es que daba igual porque, en definitiva, cuando se despedía de mi y me dejaba confundido en mi cuarto, me quedaba la sensación de haber aprendido un montón de cosas e historias interesantes. Tenía la secreta virtud de convertir cualquier ensoñación en añoranza.

 

Era profundamente generoso. Empezó a trabajar muy joven y en oficios muy dispares y aunque imagino que su sueldo no debía ser gran cosa, para un niño austero como yo en la Extremadura de los sesenta, me parecía que Enrique podía disponer de sumas enormes de dinero. Él fue quien me regaló mi primer reloj cuando hice la Primera Comunión. Llegó en una cajita de madera por correo a su nombre y esperé pacientemente hasta que llegara para abrirla. El caso es que cuando lo vio me dijo que no era exactamente lo que había pedido y, tras algún que otro tanteo, decidió que lo devolviéramos. Solo lo tuve un par de minutos en mis manos, pero fue suficiente y toda mi vida le agradeceré aquel gesto. El caso es que el nuevo reloj nunca llegó y poco a poco fuimos olvidando el asunto. Muy pronto me di cuenta que le gustó tanto al verlo que, en realidad, se lo hubiera quedado para él y quizá le pareció tan cruel su deseo, que optó por aquella sabía decisión de devolverlo. 

 

En las navidades, siempre me sorprendía con algún regalo inesperado. A veces, la misma noche de Reyes. Otras, alguna tarde cualquiera en la que me llevaba con él y, casi improvisando, buscábamos algún regalo que, como es natural, le gustaba a él mucho más que a mí. Desde entonces le debo, entre otras muchas cosas, mi devoción por la lectura y el cómic. Era un lector infatigable de géneros muy diversos y solía regalarme todos aquellos álbumes que veía en las librerías y que le apetecía leer, de manera que yo operaba como una especie de justificación, como una infancia encubierta que le servía para no abandonarla tan pronto y para seguir, a pesar de su edad, disfrutando de ese dulce abandono de si mismo que nos depara, como ninguna otra, la lectura en la infancia o la pubertad.

 

Pero de todo el extenso ejercicio de padrinazgo que realizó conmigo, lo mejor es que lo acompañé con mucha frecuencia y pude conocer a sus mejores amigos. Aquel era un grupo inclasificable y brillante de inolvidables tarambanas del que podría escribirse más de un tratado. A todos les guardo un inmenso cariño y los siento como amigos propios aunque quizá muchos de ellos ni podrían reconocerme. Cuando soltaban algún taco en mi presencia, aún colocaba Enrique el índice en sus labios para que yo no lo escuchara. Ellos no lo sabían, pero su ferocidad era tan ingenua como la mía y su ingenio, el ingenio de todos ellos, era tan desbordante como aquellas décadas que les tocó vivir en su juventud. Yo aprendí a pasar desapercibido entre sus comentarios más jocosos y los admiraba secretamente, aprendí a observar en silencio sus reacciones y a intentar comprender su curiosa forma de ser.

 

Enrique me llevaba al fútbol. Me llevaba al Baloncesto. Al cine o a visitar a su novia en Jerez de los Caballeros, cogiendo juntos La Estellesa. Juntos comprábamos discos o libros de los que me hablaba como si yo los pudiera entender. También me llevaba al bar de abajo, donde podía consumir lo que me diera la gana y escuchar toda clase de conversaciones inadecuadas para un niño como yo. Veíamos juntos los partidos por la televisión Iberia, en blanco y negro, que tardaba un buen rato en encenderse y me fascinaba su pasión por el deporte y la enorme desesperación que le producía. Creo sinceramente que Enrique ha sido, quizá, el mejor cronista deportivo que ha pasado por las páginas del diario Hoy.

 

Cuando me fui a la mili, por razones que ahora no vienen al caso, yo me encontraba solo. No sé como se enteró pero acudió a la vieja estación de Badajoz -era muy temprano- para despedirse de mí. Llegó justo cuando el tren partía pero, mientras yo subía el vagón, me estrechó la mano y aprovechó para entregarme algunos billetes. Lo hizo, naturalmente, porque era mi padrino y lo entendía como parte de su deber. Sostuvimos una breve conversación desde la ventanilla y creo que aquel día, fue el primero en el que comenzó a tratarme como un adulto.

 

Enrique era un magnífico escritor. Recuerdo haber leído algunos relatos inéditos y excelentes que guardaba desordenadamente en el cajón de una cómoda que no encajaba muy bien. Tampoco encaja esta carencia que nos deja. Lo poco que publicó no da, en modo alguna, la medida de su enorme capacidad narrativa y de su vigorosa forma de recrear historias que le contaron o escuchó.  Añoraremos, como suele ocurrir con los mejores, todos sus defectos y yo seguiré esforzándome en escuchar su consejo y su voz. Porque me siento huérfano de él, aunque solo fuera su hermano más pequeño y también su ahijado.



(Obituario publicado en el diario Hoy de Badajoz el 17 de abril de 2021)