domingo, 29 de mayo de 2011

Panorama interior: Una pequeña patria

La palabra patria siempre se expele con una cierta dificultad. Surge un tímido temor al decirla que marca la expresión en nuestros labios con un lastre pesado y algo terroso. Quizá ocurra porque guarda un pasado siempre o casi siempre épico, no pocas veces equivocado, muy resbaladizo y forjado a base de la destrucción de algún antagonista histórico o territorial.
Alguien definió la nación como una asamblea de hogares. Puede que lo sea, pero la definición de la patria resulta más compleja y difícil de perfilar. La patria se va tranzando con vinculos jurídicos, sentimentales, subjetivos o heroicos o se concentra en un lugar oportuno, en una coordenada física y precisa que nos condensa y hace del tiempo un misterioso lenguaje a través del sueño y del recuerdo. Nos recordamos siempre sobre un determinado lugar pero ese lugar no es un espacio físico sino una cosa, una entidad virtual e inalcanzable. Ningún camino existe pueda llevarnos hasta él.
Descubrí la existencia de algunas pequeñas patrias como descubrí que aparecen en nuestra ordinaria vida algunos pequeños dioses. Fue recordando en un breve texto las extensas y lúcidas veladas que pasábamos un grupo de amigos en el patio de La Carbonería de Sevilla. Al editor Paco Aranguren le gustó muy pronto la idea. En realidad, la alusión, en cierto modo, la había leído cuando Jorge Luis Borges citaba su estancia juvenil en Ginebra y calificaba la delicada ciudad suiza como una de sus patrias. Las que yo he conocido han sido menos ambiciosas y más pequeñas pero quizá más libres, como aquel río del poema de Alberto Caeiro que no hace pensar en nada, corre por su aldea y que por eso, porque pertenece a menos gente, porque nadie sabe de dónde viene y hacia donde va, es mas grande y mayor y más libre que el Tajo que viene de España y entra en el mar por Portugal.
Una pequeña patria no es un hogar por su condición electa. Incluso las ciudades que elegimos como propias para convencernos de su vínculo y utilidad con nosotros, resultan demasiado altivas o lejanas para la creación de esta oculta cartografía sentimental.
La segunda pequeña patria la encontré en la casa de mi amigo Antonio Callejas en un lugar al que llamábamos todos, abreviando su histórica toponimia, el suspiro. Allí, lo comenté con Antonio Carvajal y él acaba de publicar ahora, precisamente, un bellísimo libro para abrir la colección Maravillas Concretas que lleva por título Pequeña patria huida. Antonio Callejas también acaba de marcharse. Murió hace pocos días en Granada. ¿Pero puede, acaso, morir toda una patria, aunque se trate de una patria pequeña y dócil que solo sirve para elevar la bandera de la amistad y el cariño sobre esta amarga espuma de los días?

viernes, 20 de mayo de 2011

Panorama exterior: Sobre las calles indignadas (Spanish Revolution)

El descontento social nunca necesita principios, solo necesita causas; de hecho, cuando comienza a buscarlos suele incurrir en notables excesos de resultado incierto. El descontento no tiene que entenderlo todo; solo descubre la razón básica o esencial de su experiencia y procura exponerla con fuerza para encontrar, cuando menos, un firme apoyo material o sentimental.
El problema del descontento social es intentar canalizarlo como un reguero dócil y obediente que podamos utilizar a nuestro antojo. Lo mejor es conocerlo con cierta calma, observarlo con atención y mucho respeto y comprobar su evolución y tendencia antes de decidir que podemos hacer con él. A nadie debiera extrañar lo que ocurre en algunas plazas españolas llenas de mensajes de un profundo descontento por sus condiciones de vida. Lo asombroso es que no haya ocurrido antes, teniendo en cuenta la sucesión de crueles paradojas que vive la juventud española desde hace demasiado tiempo. La mejor formación se conjuga con el sueldo ínfimo y las condiciones de trabajo abusivas. Las dificultades que actualmente impone una especulación salvaje se incrementan con la precariedad laboral. A la necesidad de principios éticos se responde con el abuso impune desde unas posiciones económicas de privilegio. Toda esta retahíla de evidentes despropósitos ha terminado por convertir a nuestros jóvenes en un amplio grupo de exclusión social a los que se arrebata con toda impunidad su futuro. Es evidente que esta situación no puede persistir mas tiempo sin cambiar. La protesta pacífica es casi un ejercicio de madurez y responsabilidad antes de caer en posiciones ideológicas organizadas en términos más ásperos y egoístas. Sigue siendo esta movilización, y ello comporta un mérito innegable, no sabemos por cuanto tiempo, una protesta sin rostro ni siglas definidas.
Los jóvenes pueden compartir con el resto de la sociedad española el rigor de una profunda crisis moral que ha tenido un devastador efecto económico, pero no pueden ni quieren soportar la mayor parte de este desgaste a lo largo de una vida profesional sin interés, sin justicia y sin alicientes. Solo desean un reparto equitativo de la carga. Hay quienes recelan y les reclaman públicamente propuestas concretas. No comprenden que a lo mejor son ellos quienes escuchan desde esa incómoda vigilia que ha convertido nuestras plazas en frágiles campamentos como aquellos que alzan los niños cuando juegan y convierten el suelo de las alcobas en tierras de acampada imaginarias. Nadie comprende que ahora, quizá son ellos los que nos escuchan. ¿Como nos atrevemos a exigirles propuestas cuando nadie puede trasladarles alguna solución o esperanza?

domingo, 1 de mayo de 2011

Desde la ciudad indefensa hasta la ciudad perdida

Hace algunas semanas publicaba la revista Patrimonio Cultural y Derecho -que edita desde 1997 la fundación Hispania Nostra- un trabajo que tuve la fortuna de firmar con el profesor Carlos Aranguez donde hacíamos referencia al problema, tan visible para los ojos como invisible para el Derecho, de la ciudad histórica indefensa. La cuestión es esencial para el futuro de muchas regiones, como Andalucía, vinculadas con una creciente economía de la cultura que no necesita mirar al hombre del tiempo para ser feliz durante sus vacaciones de Semana Santa; una superación del rentable paquete de Sol y Paella (dicho sea con el debido respeto) que algunos se empeñan en ofrecer al mundo como nuestra mejor aportación a la cultura de occidente.
Es ingrata la continua falta de protección de nuestros bienes culturales. En ocasiones, el aislamiento explicaba su expolio pero resulta inaudito que en una ciudad como Burgos puedan decapitarse las esculturas de San Pedro y San Lorenzo de la fachada gótica de la Iglesia de San Esteban (siglo XIII).
Parece que se ha detenido al supuesto autor, con antecedentes en el robo de antigüedades y que el Comisario Provincial ha comentado a los periodistas, quizá con alguna precipitación, que la pena máxima a la que se enfrenta es la de cinco años de prisión. Al margen de lo mucho que habría que discutir sobre la penalidad que pueda generar esta acción como uno o varios delitos de daños, de hurto y hasta de alteración grave de edificios singularmente protegidos, lo más triste es comprobar esta fragilidad de unos bienes que mejoran notablemente nuestra calidad de vida y que debieran merecer, sin conseguirlo, toda nuestra atención. El móvil podría haber sido el robo de las estatuas completas para su introducción en el mercado ilícito, circunstancia que deberá acreditar la investigación policial y que conjuga al Patrimonio Histórico con otros de sus peligros actuales y frecuentes como el tráfico ilícito, el secuestro de bienes culturales o el blanqueo de capitales.
No somos conscientes de que vivimos, tantas veces, sobre ciudades primero indefensas, luego perdidas. Tampoco de que nuestro Patrimonio Histórico se empobrece, cada día con mayor impunidad, en tanto otras naciones lo siguen construyendo sin pausa. Cada vez guardamos menos ventajas sobre otros lugares que aprecian mucho más que nosotros los dulces frutos de su pasado. El deterioro de los espacios culturales debe ser objeto de un profundo y serio debate porque en situaciones de riesgo y grave crisis económica, los fondos públicos no deben dirigirse al falso mecenazgo de la Administración Pública en fundaciones y patronatos ruinosos que solo nos sirven para engrandecer la nómina y el ego de gestores y artistas normalmente apresurados y mediocres, dedicados con indolencia a la catalogación de obviedades y a señalar aquel instinto más servil para la función social de los intelectuales y creadores. El mecenazgo solo puede alcanzarse desde la privacidad, el apoyo desde la Administración Pública a la cultura no es un ejercicio de voluntad sino un imperativo constitucional.
Nuestras ciudades monumentales tienen que construirse cada día desde nuestro diálogo interior. La mejor protección es nuestro aprecio y nuestra activa indignación para no permitir ese deterioro cómplice y silencioso que nos anuncia su pérdida irreparable.