sábado, 29 de diciembre de 2012

Las trece cajas de Arturo Barea

El País publicaba en su edición del sábado pasado un interesante articulo de William Chislett, antiguo corresponsal del Financial Times, con este prometedor comienzo: "Todo lo que queda de la vida de Arturo Barea, fallecido en Inglaterra en 1957, después de 18 años de exilio, y autor de la trilogía La forja de un rebelde, el relato más esclarecedor y sincero de los primeros 40 años del siglo XX español, está dentro de 13 cajas guardadas en una casa de Londres, que muy poca gente ha visto".
La cuestión es muy seria y merece una reflexión sosegada. Barea siempre sintió Madrid como su pequeña patria (la República Española fue la grande) una vez que abandonó su Badajoz natal tras la prematura muerte de su padre. Pero es nuestro paisano y un ejemplo del orgullo que sentimos al considerar esta relación con una de las más lúcidas voces de la literatura española de posguerra. Su condición de emigrado desde la pobreza y la infancia en una capital destruida por el clasismo y la corrupción es paisaje común de muchas biografías extremeñas. Su posterior exilio británico durante 18 años hasta su muerte en Londres, casi lo convierte en otro paradigma de la dolorosa herida que se extiende a lo largo del trágico siglo en España. Tenemos, por tanto, especialmente los extremeños, todo el derecho a reclamar que esa fértil memoria documentada vuelva con nosotros y sea adecuadamente difundida, interpretada y enriquecida por investigadores o estudiosos con el apoyo material y explícito de las autoridades culturales competentes y en los términos que se merece.
Los documentos que guardan esas trece cajas, sin negar un ápice del derecho que asista a su anónimo propietario, no son de nadie porque son de todos. Son una riqueza colectiva, plural y difusa que no podemos perder y que tenemos el deber de transmitir a otras generaciones como una brillante manifestación de nuestro Patrimonio Histórico y conforme al imperativo marcado por el artículo 46 de la Constitución Española. Abandonar las trece cajas de Arturo Barea será salvaje e injusto y un colofón amargo -otro más- para toda la verdad, dignidad y amargura que Barea pudo sembrar o combatir con su ejemplo, su sinceridad y su compromiso. Es cierto que forma parte también este valioso material incógnito de la reciente historia de Inglaterra (Barea obtuvo la nacionalidad británica en 1948) pero el legado de su madurez ya se encuentra grabado en los archivos de la BBC para la que trabajó durante su prolongado exilio. No creo que nadie niegue la ascendencia española del tesoro documental del que hablamos.
No ese este el momento de recordar su virtud como un fabuloso escritor. Se trata de denunciar el abandono que ha sufrido y aún sufre el Patrimonio Documental en España. Su expolio ha sido sistemático y torpe porque apenas ha guardado valor material para las groseras o negligentes manos que lo han destruido por no saber reconocerlo. Esta situación tiene que cambiar. Nuestras autoridades culturales han comenzado a darle valor solo en los últimos años y ha sufrido, mas que ninguna otra manifestación del conservacionismo cultural, una equivocada concepción privada de su disfrute.
Esta equivocada ambición ha sido patente entre los dignatarios públicos que siempre consideraron una especie de propiedad familiar los documentos que tuvieron que rubricar a lo largo de su vida pública. El caso de los escritores está más próximo a la ignorancia, al egoísmo, a la revancha o a la simple desidia administrativa. Las cajas de Arturo Barea deben conservarse en la Biblioteca Nacional o, mejor aún, en la Biblioteca de Extremadura que las recibiría como un verdadero regalo y sabría guardarlas con todo el esmero preciso. Gestionar una entrega del valiosos legado documental de Arturo Barea  no debiera ser difícil. Algunos reconocidos escritores se han destacado en los últimos años en la reparación de su olvido. Nadie mejor que ellos para inciar las gestiones que nos traigan esas trece cajas de recuerdos oscuros y esperanza.
 

viernes, 21 de diciembre de 2012

Elogio del Caminante



 


Desde la primera vez que contemplé el Caminante, la escultura del maestro Juan Antonio Corredor, comprendí que estaba ante una obra tan sincera como excepcional. Arrumbada en una esquina de su amplio estudio-fundición, su injusto abandono le daba un aire todavía más melancólico, aún más retraído desde su imponente estampa de gigante desvalido que camina con cierta torpeza, pesadumbre y temor por los senderos del arte y de la verdad.
Me fascinó desde el primer momento y quedé pensativo aquel  día del encuentro, preguntándome porqué una apuesta tan sencilla podía transmitir un cúmulo tan afortunado de sensaciones y certezas. Cada vez que la he visto ante mí, he descubierto en ella más decisión y alguna nueva faceta de su temperamento y he vuelto a preguntarme otra vez porqué una obra de tanta vocación social no se expone en alguno de los espacios de nuestra maltrecha ciudad, tantas veces huérfanos de algunas referencias estéticas verdaderas que enriquezcan la convivencia de los ciudadanos.
Granada ha sido cruel y parcial, no pocas veces, con la excelencia de su escultura contemporánea. La excepcional Piedad de Eduardo Carretero, un acierto público y un ejemplo rotundo de honestidad y altura plástica, que fuera donada por el artista granadino en recuerdo de todas las víctimas de la Guerra Civil, sufrió críticas lamentables e incomprensibles cuando pudo instalarse, casi escondida, en uno de los patios del Cementerio de San José. Es verdad que Eduardo Carretero pudo ser justamente homenajeado por la Academia de Bellas Artes de Granada casi al final de su vida, pero siendo un artista tan decisivo en la escultura española contemporánea merecería un homenaje permanente con una mayor presencia entre las calles de nuestra ciudad. Tampoco se recuerda como merece la obra de otro granadino, Antonio Cano Correa. Su espléndida representación de Alonso Cano apenas si se vislumbra o explica en su rincón de la Plaza del Palacio Arzobispal, acosada por algunos grafitos lamentables y casi tapada por las hojas de un inmenso magnolio que la ensombrece. Carmen Jiménez, su esposa, la gran escultora de La Zubia, vive también la notable ausencia de su obra en Granada, una situación tan incomprensible que debiera corregirse con prontitud para reconocer la importancia de una apuesta delicada y firme, de una referencia básica en la cultura andaluza contemporánea que no podemos ignorar sin incurrir en una grave contradicción y casi en una fatal irresponsabilidad para la educación sentimental de la ciudad. La reflexión pública sobre las esculturas de Granada debería conducirnos a una coherente organización y a cubrir lamentables olvidos que debieran avergonzarnos. Entre estas decisiones, no cabe duda que debiera contarse con la de instalarse en algún lugar adecuado nuestro Caminante integrando su estampa, tan sugerente y tan vinculada con nuestro tiempo, al perfil artístico de una ciudad siempre abrumada por el peso de la historia que tiene que seguir construyendo su Patrimonio.
Quiero aclarar que mi punto de vista es el de un simple observador periférico, el de un diletante que atiende al mensaje plástico que se ofrece a su alrededor de buena fe y con el corazón propicio para toparse con la virtud artística; en definitiva, mi punto de vista es el de un agradecido observador. Creo que la obra de Juan Antonio Corredor presenta una gran proximidad emocional y se instala con facilidad en nuestra memoria. Carezco de suficiente competencia artística y, más aún, carezco de aquellos conocimientos técnicos que sean suficientes para glosar una pieza ambiciosa de un gran escultor que admiro con los ojos del alma. Solo me limito a compartir mi experiencia con una escultura con la que sostengo desde hace años un dialogo frecuente cada vez que tengo oportunidad de encontrármela. Nadie hallará en mis palabras un veredicto técnico o una rigurosa ficha de sus bondades artísticas. Lo único que puedo referir, de manera más o menos ordenada, es el sugestivo mensaje que me traslada como si de una dulce inquietud se tratara.
Si el Caminante tiene mucho o poco de su autor, él debería decirlo. Una persona tan intuitiva como bondadosa, en el que la plenitud artística se produce de manera tan natural, tan caudalosa e inevitable, parece que pueda ver, cuando menos durante algunos episodios de su vida, su alma claramente representada en esa figura sabiamente deslavazada, enorme y comprometida.
Algo lastra ese paso de gigante que pretende ser decidido y firme pero que al final resulta blando y torpe y lo agacha injustamente al encontrar una imprevista dificultad. Se trata de un lastre que sabemos injusto porque creemos a su autor, igual que creemos al personaje inverosímil en la mejor literatura cuando nos dice que un hombre malvado ha cruzado la calle: Lo creemos, como nos enseñó Jorge Luis Borges, de forma misteriosa, con una fe que arranca desde el corazón mismo de la obra de arte, cuando percibimos el primer soplo de la creatividad. En realidad, esta extraña figura, pese a su aparente indolencia y desaliño, nos conmueve y nos hace sentir por ella un aprecio muy singular, nos hace cómplices de su virtud porque la comprendemos abrumada por la contemplación de aquello que la rodea y que procura entender, quizá, sin conseguirlo. El pequeño milagro creativo de este Caminante es que nuestra relación con el, al contemplarlo, nos hace mejores.
Su creador ha querido fundirlo haciendo del volumen un camino que conduce hasta la lucidez y que alza en cada uno de nosotros un cierto y voluntario desasosiego que nos envuelve con su personaje. Corredor nos ofrece una apuesta cabal contra las dificultades, una oferta sincera para combatir algunas pesadas limitaciones, una triste y bella metáfora de tantas y tantas asperezas de nuestro mundo y de la paciente capacidad que debemos atesorar para vencerlas. Hay en la obra, quizá por todo ello, una fuerza interior completamente ajena al espacio que la rodea, no al espacio que físicamente la rodea, sino al horizonte invisible y terco de sus preocupaciones porque nuestro Caminante es, ante todo, un retrato difuso y lúcido del hombre de nuestro tiempo, un hombre que transita solitario por un sendero engañoso, ajeno a la naturaleza y lleno de ruido y hostilidades.
Su gesto es el de una contrariedad contenida. Y el de una rabia elevada y pudorosa porque el puño cerrado junto al muslo, intenta vanamente esconderse de nuestra indiscreta mirada y demuestra que la figura recela y hasta sufre pero quiere, aún más y cumpliendo quizá un viejo rito social que reniega de la exhibición impúdica del dolor, ocultarnos en lo posible su amargura. Nuestro Caminante es tímido como su autor, aunque todo sabemos que la timidez verdadera se modifica con el paso de los años y acaba por convertirse en una forma de suave corrección y en un  deseo frágil de no importunar, de no llamar mucho la atención y por eso este buen gigante solo quiere pasar desapercibido ante quienes se cruzan con él y lo escudriñan con atención y asombro. El autor no ha querido encendernos su rostro, solo lo apunta porque ha querido que sus rasgos sean definitivamente cincelados por nuestra mirada o que optemos –quizá con mejor criterio- por dejarlos solamente apuntados y descubramos bajo la patina oscura que lo cubre su inmenso corazón de bronce. Lo esencial es que es nuestra contemplación la que completa la materia y reúne armoniosamente aquello que falta y gravita a nuestro alrededor.
Creo que no se trata de un caminante solitario. El magisterio de Corredor ha querido mostrarlo solo porque lo adentra en un territorio, el de su exhibición pública, que siempre comporta bastante hostilidad. Sea cual sea el sendero por el que transita, el Caminante podría estar rodeado de una muchedumbre pero esta no haría más que acentuar la paradójica soledad del hombre en las ciudades. Deambula para salir a nuestro encuentro, para encontrar la atención del observador, para mostrarse ante los demás y así cumplir el noble destino para el que ha sido engendrado. No se trata de una simple curiosidad, se trata de un silencioso diálogo con nuestra propia entereza, con nuestro interior más recóndito, con la virtud que la imperfección humana es capaz –tantas veces- de descubrir desde el balcón de la sinceridad y la inquietud.
Encontrar nuestro Caminante bajo la luz de esta brillante Sala de Exposiciones es un verdadero privilegio y todo un acierto de quienes, con franca generosidad, han tenido la idea de mostrarnos esta imprescindible Antológica de mi admirado amigo y compañero académico Juan Antonio Corredor. Guardar de nuevo esta obra delicada y paciente en la fértil soledad de su estudio debiera entristecernos. Y mucho. Porque nadie tiene más derecho a guardar la luz, beber la lluvia y respirar el aire, tantas veces ingrato, de esta asombrosa ciudad de Granada.


sábado, 15 de diciembre de 2012

Canción de Tánger




Yo estoy mirando un velero
que navegando se va,
miro el agua, miro el cielo
y encuentro mi soledad.

El velero que se ha ido
no sabe mirar atrás:
A mí me gusta ese rumbo
que busca la libertad.

Sigo buscando una huella
que no he sabido encontrar,
la perdí cuando tus ojos
me dejaron de mirar.

El agua no tiene cauce
que la pueda dominar.
Eso pasa con la vida
cuando la miras pasar.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Ciudadela y la muralla invisible

La visita a Ciutadella de Menorca es breve pero muy intensa. La hospitalaria Sociedad Histórico Arqueológica Marti i Bella me permite implicarme suavemente en las coordenadas básicas de la ciudad y comprender algunas claves que esconde su delicada traza de capital histórica insular, plenamente consciente de la necesidad de conocer y respetar su extraordinario Patrimonio y el asombro de un tesoro arqueológico muy difícil de igualar.
A pesar de la fugacidad de mi estancia, comprendo que la virtud del lugar radica en una sabia sencillez como forma de vida, en una perspectiva práctica que abunda en la tranquilidad como un estado permanente de ánimo que procura trasladarse a los demás y en sostener un diálogo callado y enriquecedor que nunca olvide la importancia del entorno de esta reconocida Reserva de la Biosfera. Quizá solo se trate, en definitiva, de aprovechar con inteligencia un cierto aislamiento que combaten solo con relativa eficacia las líneas aéreas de bajo coste.
En mis conversaciones insulares, aparte del interés por su historia abrumada por el gran saqueo turco y una escéptica visión territorial nacida con la serie de protectorados que inicia el anguloso Tratado de Utrech, me interesa una perceptible sensación amurallada de los habitantes de la ciudad. Aunque desaparecida, la vieja muralla -tantas veces inútil- sigue impresa en la memoria vital de aquel espacio milenario. Se tiene la constante certidumbre de que una muralla invisible, coincidente con su antiguo trazado y con las calles tranquilas que circundan su casco histórico, se alza cada noche de manera que la exactitud del recinto, previsible como un cambio de guardia, aún protege a sus habitantes de todo aquello que acecha sobre las aguas palpitantes del Mediterráneo, como una especie de sortilegio.
Hay una cierta calidad de los pueblos ibéricos para ver en todo lo que ya no está, como nos advirtió Fernando Pessoa. Aquí, la muralla desaparecida se ha convertido en una imponente muralla interior, sentida en la inquietud que nace en cada uno como una forma de alerta silenciosa conjugada con vientos frecuentes y otras asperezas pasajeras de un clima reparador. Menorca, ocupa un espacio vital para la historia europea que la hace propicia a los ataques crueles y desmedidos. Y al final, la muralla invisible nos advierte de nuestro propio temor, de aquello que nos consume sin remedio, sea cuál sea el firme devenir del tiempo que nos toca vivir. Hasta el rito circular de los honderos baleares, antes de arrojar sus terribles cantos rodados, parece aquí la búsqueda de otro círculo mágico que los envuelva para protegerse del peligro.