viernes, 23 de julio de 2010

Panorama interior: La Justicia de José Luis Hinchado


Aún no la he visto personalmente, pero la escultura que mi cuñado José Luis Hinchado acaba de concluir para adornar la plaza donde se erige el Palacio de Justicia de Mérida creo que marca una cierta diferencia con la vieja iconografía que tradicionalmente ha sostenido como elementos esenciales e irreparables para la representación de este denostado servicio público a la balanza, el libro y la espada. De todos sus atributos José Luis sólo conserva el más discutido: La venda en los ojos que nunca adornó el rostro de la diosa griega Temis, la esposa de Zeus de suavísimas mejillas y mirada tranquila que encarnaba la justicia divina siempre con los ojos bien abiertos. Quien ha sido realmente representada esta vez por José Luis es la diosa romana de la  Justicia humana  o, en todo caso, la representación griega de La Ley, hija de Temis, quien sí tenía una delicada venda en los ojos para demostrar la firmeza de su valor por encima de las esclavitudes del mundo y la razón.
La aportación de José Luis Hinchado es importante y reflexiva, propia de un escultor que habita el ingrato territorio de la verdad. La diosa está rodeada por ciudadanos que cubren su rostro delante y detrás de la venda. Esta se convierte ahora en un mero recurso estético, en una mentira, en una especie de justo tributo a la tradición, una tradición, por cierto, rica pero profundamente equivocada porque ver la verdad e interpretarla jurídicamente no debe exigir en tiempos de claridad ejercicio alguno de ceguera.
La importancia de esta paciente apuesta estética radica en la firmeza de un trabajo reparador. Las 2.500 figuras que han sido pacientemente recortadas para envolver la cabeza de la diosa, representan fielmente el abigarrado perfil de nuestro tiempo. Su exactitud y detalle resultan asombrosos. Esta ocurrencia de afrontar tan portentosa tarea y de hacerlo con éxito y discreción es otra demostración más de la capacidad que adorna tantas veces al creador ensimismado y solitario: Esa extraña virtud de vislumbrar aquello que solo puede verse con los ojos del alma.

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lunes, 19 de julio de 2010

Panorama exterior: Otra vez El Estrecho

Para comprender la verdadera importancia de El Estrecho conviene cruzarlo muchas veces pero no con demasiada frecuencia. Lo sorprendente es comprobar cuantas ciudades escondidas vierten su alma sobre las dos riberas y, en especial, esa condición de la ciudad huérfana de Tánger como lugar cercano que -sin embargo- siempre parece estar muy lejos de España. La proximidad es una condición engañosa en El Estrecho. De hecho, en buena medida, es la aparente calma de sus aguas la que provoca el trágico naufragio de cientos de pateras. La  amable visión de la otra orilla como un espejo complaciente que nos llama, esconde la profundidad del abismo que aún separa la cruz de la media luna. El mar parece aquí viejo y cansado y convence al indeciso para que se aventure a cruzarlo, sólo mostrando la crueldad de sus fauces cuando resulta inevitable superar la dificultad para llegar a buen puerto. Vientos, fuertes corrientes escondidas, pequeñas islas solitarias y esquivas proclamando toda su soledad. La plenitud del tránsito tiene lugar en ese instante en el que resulta demasiado tarde para volver: Una sensación frecuente en quienes habitan este manojo de ciudades que se contemplan con tanto aprecio como desconfianza.
La lectura del famoso testimonio de Géza von Cziffra sobre la figura de Joseph Roth permite recordar con exactitud esa fascinante cualidad centroeuropea de aglutinar a pocas horas de tren tantas urbes, capitales y metrópolis. Ciertamente, no hay espacio en el mundo que pueda concentrar con tanta intensidad la importancia y el peso de unas pocas horas de viaje. Pero esta encrucijada bien podría ser otro corazón del mundo. También en El Estrecho una o dos horas de lenta travesía encienden con toda intensidad la distancia. Como esas terrazas del abrumado Hotel Continental se miran a sí mismas contemplando el paisaje.

viernes, 16 de julio de 2010

Panorama exterior: El barro protector de Manhattan

El hallazgo de un barco de la segunda mitad del siglo XVIII en la zona cero de Nueva York -¿un ballenero, un mercante?- produce una íntima satisfacción a los amantes de la libertad y de la historia. Un pecio siempre sorprende pero este, hundido hasta nueve metros en el barro protector de Manhattan, se erige como un hallazgo que parece ofrecer el más sabio tributo para vencer la descabellada tragedia de las torres gemelas. Resulta ciertamente sorprendente que el ambicioso edificio del World Trade Center proyectado por el arquitecto Minoru Yamasaki (aún nos queda su Torre Picasso en Madrid que quiso volar la banda ETA en 1999) haya sucumbido a la barbarie y este navío de unos diez metros de eslora (quizá mayor, según aventuran los arqueólogos) aparezca ante nosotros para recordar las raíces más puras de Norteamérica.
El hallazgo no puede ser más afortunado. El mar, la audacia de las grandes urbes abastecidas por pioneros de todo el mundo, el dominio de un dios tan pardo y huraño, paciente hasta cierto punto como el río Hudson, la confusa mezcla de territorios y ambiciones, el incipiente poder de la industria y el comercio o el intenso recuerdo de Europa se integran en esa caudalosa "fuente de información" dormida sobre el limo.
Algunas legislaciones europeas, como la española, establecen la protección de los bienes arqueológicos como un imperativo constitucional, como un principio inspirador de nuestra vida social y económica que debe movilizar sin ambigüedad el resto del ordenamiento jurídico He tenido oportunidad de señalar muchas veces que la defensa legal de la arqueología comporta la mayor fuerza que permite dispensar el derecho porque puede provocar -incluso- la modificación física de un entorno planificado por generaciones. Todo sabemos que es casi imposible que este barco sin nombre pueda enfrentar el oleaje de la especulación más feroz y de la contrariedad política. Pero no debería ser así. Cualquier proyecto urbanístico debiera tener la valentía de mostrarlo frente al mundo como ejemplo de los mejores valores que han forjado esa ciudad esencial de nuestro tiempo.

lunes, 12 de julio de 2010

Panorama interior: La aventura de Norbanova

A través del profesor José Luis Bernal, la asociación Norbanova de Cáceres ha tenido la gentileza de publicarme hace algunas semanas el breve fragmento de un libro todavía inédito en su colección de Poesía. Es evidente que la verdadera literatura siempre estuvo vinculada con cierta generosidad y con el adecuado derroche de entusiasmo. Solo el fervor propio de un buen lector, ese fervor ahora tan inusual y que nunca debería perder quien escribe, permite superar el trance del silencio que tantas veces rodea la prometedora labor de un editor o el divino fracaso de algunos creadores.
Entre tanta arrogante impostura, el ejemplo persistente de mi querido colega Jesús Gómez Flores y de Norbanova merece conocerse, destacarse y defenderse con toda determinación. Sabemos que la dedicación editorial que procura ser justa y construir la cultura desde el andamio de la imparcialidad ha sido siempre ingrata. Muchos ejemplos -y alguno extremeño y reciente- podrían socorrer esta tajante afirmación. Más que de cualquier juicio, el editor virtuoso teme la espesa ingratitud del silencio pero olvida que la nombradía es un tejido abigarrado, de extrañas alianzas, envidias y "adolescencias" y no poca arbitrariedad que a veces esconde la virtud. Aún sabiéndolo, no debe extrañarnos esta preocupación. Sabe bien  Jesús Gómez que no hay nada mas difícil de juzgar o entender que el silencio.
Estos días, leyendo un breve ensayo de Natalia Ginzburg sobre la verdadera justicia, volvía a toparme con un lúcido análisis del lastre de la ambigüedad, de la perezosa tibieza de quienes no saben valorar la importancia de una correcta labor. Norbanova demuestra la importancia de iniciativas privadas que siembran la cultura con sencillez en una sociedad que ha sostenido iniciativas ejemplares en los últimos treinta años y que debería estar preparada para caminar sola, sin la mano institucional, siempre beneficiosa pero no imprescindible.
Si el silencio no está justificado, como es el caso, sólo debe considerarse como una señal para persistir.