miércoles, 29 de octubre de 2014




La Editorial Point de Lunettes y la Alliance Française de Granada tienen el gusto de invitarle a la presentación del libro de Ángel Ganivet Cancionero a Mascha Diakovsky. Edición crítica, traducción e introducción del poeta Manuel García (Sevilla, Editorial Point de Lunettes, colección “Libros Perdidos”, 2014. Libro patrocinado por la Alliance Française de Granada). El acto tendrá lugar el miércoles 12 de noviembre del presente año a las 20:00 h. en la el Palacio de La Madraza de Granada (C/ Oficios, 14), sala del Mural. Intervendrán en el mismo Jesús García Calderón (Fiscal General de Andalucía y poeta), Margarita Buet (Presidenta de la Alianza Francesa), Anne Denoyelle (Directora de la Alianza francesa de Granada) y Manuel García (traductor y autor de la edición). Leerán poemas del libro Pili Bernard (en francés) y Manuel García (en español).

www.pointdelunettes.com

sábado, 4 de octubre de 2014

La destrucción monumental en la Gran Guerra (Discurso de Apertura de Curso en la Academia de Bellas Artes)


La destrucción de los bienes culturales a consecuencia de la guerra ha sido considerada tradicionalmente como una mera contingencia del combate, una calamidad propia de la controversia violenta de las naciones o, peor aún, como una sabrosa parte del botín que la diosa alada de la victoria entregaba como premio a los vencedores. Desgraciadamente, en buena parte del mundo y en la mentalidad de muchos dirigentes y ciudadanos, esta percepción sigue plenamente vigente[1].
No estoy exagerando y hasta el poderoso argumento del lenguaje podría socorrer la gravedad de mis palabras. Recordemos que el expolio, término aceptado por el conservacionismo para referirse a la destrucción o puesta en peligro grave de los bienes que integran el Patrimonio Histórico, sigue operando como un sustantivo definido como el botín del vencedor y este botín[2], como también nos señala la Real Academia Española se configura como un derecho, como un premio de conquista, como el despojo que se concedía a los soldados en el campo vencido o en las plazas enemigas ocupadas. Hasta el Derecho Internacional clásico consideraba el saqueo y el apoderamiento de los bienes culturales del enemigo como un título válido para la adquisición de la propiedad. En cuanto a su pura destrucción, quedaba justificada como una decisión estratégica para minar su voluntad del enemigo e incrementar la moral de las tropas.
Aunque pueda resultarnos extraño en pleno siglo XXI, la mejor defensa de los monumentos y de otros bienes culturales, sigue siendo en muchas ocasiones su propia belleza y su incalculable valor. Son magnitudes que se configuran como una garantía de conservación al despertar en el vencedor un torpe deseo de posesión, de adquirir un trofeo que pueda exhibir y le sirva para compensar su esfuerzo. Muchos de los palacios, fortalezas, templos, ruinas o de los objetos históricos que se han conservado a lo largo de la historia, lo han sido por el azar o por la formidable fuerza de la codicia, la soberbia o la vanidad.
Este verano se ha cumplido el primer centenario del comienzo de la Gran Guerra. Sobre el profundo avispero de los Balcanes, la muerte del archiduque de Austria Francisco Fernando a manos de un joven terrorista serbio el día 28 de junio de 1914, se convierte en la espoleta de una encrucijada trágica que abre una de las grandes noches del mundo, una oscuridad infernal de la que no podrá salir la humanidad, más allá de la frágil rendición de 1918, hasta mediado el pasado siglo o incluso mucho después con el inesperado final de la llamada Guerra Fría cuando caen los primeros bloques de hormigón de esa tensa y siniestra herida que rompió nuestra querida Europa y que fue El Muro de Berlín.

1. La cultura como factor casi invisible

En los meses previos a la Gran Guerra ni la diplomacia, ni los servicios secretos, ni los líderes pacifistas o la propaganda nacionalista más radical alertan excesivamente del peligro de destrucción monumental o de la pérdida irreparable de grandes valores materiales de la cultura. La prensa, meticulosa con otras posibles consecuencias socio económicas, simplemente no informa sobre este particular. Las multitudes se agolpan frente a las oficinas de los grandes diarios para conocer las últimas noticias[3] que conducen a la tragedia, pero la posible destrucción de la cultura y de alguno de sus testimonios más brillantes, es un tema casi intrascendente que a pocos parece importar.
Se ha puesto de manifiesto que las potencias beligerantes, tras consumar su escalada armamentista, eran plenamente conscientes de que iban a destruir la Vieja Europa para convertirla en un entorno mucho menos agradable que el anterior, en un nuevo mundo desolado y cruel[4] pero lo sorprendente es que nadie calculara, aunque fuera por simple curiosidad, el daño que podía producirse. Los dirigentes del viejo continente y los pueblos desvalidos que lo habitaban, parecían sufrir una especia de letargo que les nublaba la razón y les impedía calcular adecuadamente el precio a pagar por sus torpes ambiciones.
Las grandes potencias, al margen de otros debates políticos o territoriales, fueron a la guerra solo para no dejar de serlo y sobre un ambiente demencial en el que cualquier voz que se hubiera alzado para recordar la necesidad de proteger el Patrimonio Histórico, hubiese sido considerada una voz ridícula y hasta peligrosa o incluso una voz traidora que luchaba por impedir la justa satisfacción del sagrado interés nacional.
Una afirmación de este calibre no debe sorprendernos ni parecernos exagerada. En una sociedad tan avanzada en su tiempo como la francesa, se llegó a justificar sin rubor el asesinato del gran pacifista Jean Jaurés el 31 de julio de 1914, esgrimiendo para ello algo peor que la famosa razón de estado. Cuando se juzgó al asesino tras 56 meses de prisión preventiva, un fanático monárquico de nombre Raoul Villain, se apreció por el Tribunal de París en la motivación de su escandalosa decisión absolutoria, que su acción –en definitiva- había permitido y contribuyó a que Francia ganara la guerra, por lo que fue puesto en libertad el 29 de marzo de 1919. Hasta la familia de la víctima tuvo que pagar las costas del proceso.
No es fácil encontrar en el siglo XX europeo, un ejercicio tan gigantesco de hipocresía y una utilización más torcida del Derecho Penal, para proclamar la barbarie y aventar los rescoldos del odio y el más puro rencor nacional. El político asesinado recibía toda clase de reconocimientos póstumos y hasta se colocaban lápidas o se erigían monumentos en su memoria en las glorietas de Francia, pero al mismo tiempo se abría la puerta de su celda al asesino para que tomará el camino de España donde moriría también asesinado al comienzo de nuestra Guerra Civil en la isla de Ibiza, donde se había instalado, por un grupo de milicianos anarquistas que probablemente desconocían sus antecedentes y pensaban que era un espia del ejército sublevado.
Sobre un panorama tan sombrío, a nadie puede extrañar la falta de un debate suficiente sobre la protección de la cultura. Al margen de alguna tímida propuesta, a nadie o casi nadie importaba la conservación de un legado que podía entorpecer los engrasados carriles del odio. En realidad, la primera paradoja a la que debemos enfrentarnos y la primera conclusión que debemos extraer es que este menosprecio hacia el Patrimonio Histórico, casi fue un elemento positivo. El hecho de que nadie procurara defenderlo con una mayor energía al comienzo de las hostilidades, probablemente determinó que no se reparara en su alto valor simbólico. De haberlo hecho, es muy posible que todas las potencias beligerantes, cegadas por la insatisfacción de un éxito militar rápido y definitivo, hubieran pretendido destruir la moral del enemigo o afianzar propia con la salvaje destrucción de sus bienes culturales más preciados, buscando algunas justificaciones.
No será esta la única paradoja a la que asistiremos. Al comienzo de la guerra, como si de una imagen surrealista se tratara, antigüedad y modernidad se funden en una misma estampa. Los dragones franceses aún lucen coraza plateada y la caballería inglesa conserva en su equipo el sable de combate. Todavía veremos tropas de infantería correr sobre campos verdes atacando posiciones con vivos colores en sus uniformes. Lanzas y máscaras de gas se asocian en el equipo del lancero alemán. Esta necia confusión anuncia un panorama torpe y fantasmagórico que subraya la barbarie y que aún hoy, al mirarlo sobre viejas fotografías, nos produce una oscura perturbación y un gigantesco desánimo.

2. La edad de los Titanes

A pesar de este espeso silencio, antes de la contienda ya podía vislumbrarse que la importancia básica de la Gran Guerra, era la de abrir en la historia una nueva era de masiva destrucción y terror hasta entonces completamente impensable.
El gran escritor y humanista alemán Ernst Jünger[5], movilizado como alférez en 1914, lo dejara plasmado en una página memorable de su diario de campaña Tempestades de acero, cuando describe su llegada hasta el frente occidental. Acurrucado sobre el barro de una trinchera, contempla un inmenso fulgor azul cobalto que arrasa todo el cielo como manto siniestro. Se trata de la explosión de un obús y es allí, en aquella angustiosa penumbra, cuando ve por primera vez en su vida la silueta de un hombre que le habla y lleva puesto un casco de acero. Esta imagen, ahora reconocible pero que entonces parece arrebatada de un futuro de pesadilla, le hace pensar que asiste al nacimiento de una nueva era caracterizada por astutas y formidables pautas de muerte y destrucción que casi no pueden ser concebidas por el hombre, ingenios que imitan al poder destructivo de la naturaleza y que son propias de una nueva era a la que quiso llamar la Edad de los Titanes.
Los europeos más lúcidos, beligerantes o no, son plenamente conscientes de que están llegando hasta un punto sin retorno. Pero a la mayoría no les importa porque nada los detiene de una obsesión colectiva por la hegemonía. La tentación de acumular territorios o influencias, de devorar el Imperio Austro Húngaro y la aparición de un nacionalismo mezquino y excluyente que sustituye el equilibrio de diplomacia y la inercia administrativa, enciende un oscuro deseo de destrucción que olvida la cultura como un simple escollo de escaso valor, un trasto al que debemos sortear para ser leales con la historia de cada pueblo.
En esa imagen de la trinchera y la máscara de gas, en el estallido de los gigantescos obuses y en los campos martirizados de Francia está naciendo la convicción de que es posible la autodestrucción de nuestra especie con la justificación de la guerra. En realidad, quizá asisten los ejércitos europeos al origen del pánico nuclear que estallará por primera vez unos treinta años más tarde, cuando quizá se cierra efectivamente este conflicto.

3. Una breve referencia a la frágil neutralidad de España

La neutralidad española ha sido –quizá- la circunstancia que torpemente nos viene alejando de esta triste conmemoración, triste pero muy valiosa para comprender y corregir la fatalidad de espesos errores que, en cierta medida, aún persisten en muchos lugares del viejo continente. España no debe considerar la Gran Guerra como algo ajeno porque también sufrió graves daños, ataques injustificados a su población civil[6], traumas sociales, algunos enfrentamientos internos y hasta graves injusticias e incomprensiones. Alfonso XIII desarrolló valiosas acciones humanitarias pero vio frustrado su ardiente deseo de convertirse en el gran mediador aprovechando el parentesco que le unía al Káiser o al Rey de Inglaterra. España, en definitiva, solo aprovechó su alejamiento de la contienda para alimentar una malsana codicia y obtener un mayor desarrollo económico[7] y hasta comenzó a gestar su propia tragedia histórica del siglo XX ignorando un ejemplo de tal magnitud del que no supo extraer algunas enseñanzas fundamentales y alimentando la división interna entre un ejército germanófilo y una sociedad civil aliadófila con menor ambigüedad que la Corona.
La revisión del papel de España en la Gran Guerra tiene lugar en los últimos años, cuando se recuerdan algunos elementos periféricos como el de considerar Madrid el escenario quizá más relevante del espionaje mundial. En varias ocasiones estuvo nuestro país al borde de declarar la guerra a Alemania por las salvajes y reiteradas agresiones a nuestra Marina Mercante, pero la posición moderada de Alfonso XIII y la fortuna de una situación geográfica comprometida para ambos bandos, nos libró milagrosamente del conflicto sin tener necesidad, al contrario de lo ocurrido con Portugal[8], de tomar partido por alguna de las potencias y enviar nuestras tropas a combatir en los campos de Flandes, África o del este de Europa.
Los intelectuales españoles no supieron ver la devastación moral que tuvo lugar más allá de los daños simplemente materiales. Se perdió la oportunidad de convertir a España en una indiscutible referencia como la primera anción del mundo en reclamar una defensa real de su enorme Patrimonio Monumental. Nuestro histórico complejo de inferioridad, no permitió que se promovieran iniciativas internacionales, como hicieron otras monarquías europeas, que sirvieran para defender los bienes culturales en la guerra futura. Es cierto que el resultado fue precario pero, cuando menos, reafirmaron su prestigio internacional y su autoridad moral.
En realidad, nuestra inminente Guerra Civil casi parece una reproducción jibarizada del conflicto continental y es considerada antesala de la segunda gran tragedia bélica del continente. La destrucción de bienes culturales, especialmente ingrata y absurda cuando se trata de una Guerra Civil, será perpetrada pocos años después por ambos bandos, denunciada y consentida a nivel internacional como si se tratara, otra vez, de una especie de calamidad inevitable. Esta visión tan estrecha, quizá producto del pesimismo que inunda nuestra vida social desde el desastre del 98, nos hizo perder una gran parte de la enorme ventaja de no haber participado en las grandes contiendas mundiales.

3. Un documento sin raíces

La destrucción de bienes culturales a lo largo de la Gran Guerra, fue propiciada por la ausencia de una normativa internacional suficiente que los protegiera. Tuvo lugar previamente el tímido llamamiento de la comunidad internacional que reclamó la necesidad de elaborar esa normativa y desarrollar suficientes instrumentos de control para que fuera respetada en el futuro por todas las naciones civilizadas. Ya conocemos el fracaso de estas iniciativas pero ello no es óbice para que recordemos la escasa legalidad violentada y el ejemplo que algunas personas nos ofrecieron con su lucidez.
Al escribir este breve discurso, tiene este Académico la sensación de escribir un documento sin raíces. En el centenario de la Gran Guerra, poco o nada se recuerda de la destrucción monumental, ni siquiera se recuerda que la actitud de los beligerantes fue totalmente coherente con la escala de valores que alentaba la solución bélica. La coherencia ha sido recientemente definida como una fidelidad dinámica a una luz recibida[9]. En este caso, la fidelidad de los ejércitos europeos se sostiene no desde una luz sino desde la espesa oscuridad que transmite esa mentalidad salvaje de la guerra, que se mantiene prácticamente inalterable desde el comienzo mismo de la civilización.
La Gran Guerra emerge, sin embargo, en un continente que empieza a ser definitivamente dominado por el hombre y que sueña con la armónica convivencia de grandes naciones durante largo tiempo enfrentadas pero que llevan casi cincuenta años sin combatir.
Los ferrocarriles cruzan diariamente fronteras y asocian regiones aisladas desde tiempo inmemorial. Una emergente clase culta y cosmopolita, llena de sana curiosidad, se reúne en los cafés parisinos o en los balnearios centroeuropeos con un grado de refinamiento y cordialidad sin precedentes. Se leen periódicos en diversos idiomas y se discute sobre las guerras decimonónicas como un lastre que debe olvidarse porque ya pertenece a otra edad de la historia. Pero esta sociedad ya siente el poder creciente y caprichoso de las masas que otorgan la interlocución, en situaciones de descontento y con demasiada facilidad, a quien no la merece y que parecen poco conscientes del peligro que acecha y de la inmensa catástrofe que se avecina. Apenas hace nada por evitarlo y menos aún por proteger la herencia monumental de los territorios en conflicto. La mayor parte de la población, incluso a niveles muy populares, guardaba hacia los grandes conjuntos monumentales un acusado aprecio y un sentimiento de pertenencia que había sido brillantemente esbozado por la Historia del Arte en los primeros años del siglo[10], pero no quiso o no supo vislumbrar el daño irreparable que podía producirse en los cimientos morales de la civilización que sustentaba una vida social ya marcada por el avance tecnológico y la comunicación.
En cualquier caso, conviene recordar que, siendo la destrucción material casi incalculable y más que terrible la absurda pérdida de vidas humanas, la Gran Guerra fue sobre todo una gigantesca hecatombe moral sin precedentes en la historia, que propició la aparición de un nacionalismo radical y excluyente que en buena parte despreciaba la cultura –y especialmente la cultura de los otros- como una forma de ser débil e inoportuno ante los demás.

4. Los balbuceos del Derecho Internacional Humanitario

No existía una legislación internacional en 1914, más allá de alguna breve disposición integrada en las llamadas leyes de la guerra, para la protección de los bienes culturales en situaciones de conflicto armado. Las breves disposiciones del Convenio de La Haya de 1907, exponentes del Derecho Internacional Humanitario, solo podían operar con muy notables limitaciones.
Desde el Congreso de Viena, sin embargo, las potencias europeas habían mostrado su preocupación por la destrucción monumental limitando el derecho al botín a los bienes públicos, señalando una genérica protección de los bienes culturales y estableciendo la obligación de restituir las obras de arte sustraídas aprovechando la ocupación y el pillaje. Fue en Norteamérica, sin embargo, donde aparece el primero de los documentos precursores y encontramos un primer intento explícito para evitar en estas situaciones la destrucción del Patrimonio Histórico. En plena Guerra Civil, el Presidente Abraham Lincoln, entre las Órdenes Generales del Departamento de Guerra, dicta una, la número 100, que pasará a la historia y será conocida como Instrucciones para el Gobierno de las armas de los Estados Unidos en la batalla. Tales instrucciones seguían las que habían sido redactadas por el jurista alemán Francis Lieber en 1863, quien había combatido en las Guerras Napoleónicas y era entonces profesor en la Universidad de Columbia. Este documento trascendental, conocido como el Código Lieber, proclamó el deber de proteger a las obras de arte, colecciones científicas, bibliotecas y hospitales de cualquier daño, incluso en los sitios fortificados, mientras estén siendo sitiados o bombardeados[11].
Años más tarde, el Zar Alejandro II ampara la iniciativa de Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja, para celebrar una conferencia internacional que tiene lugar en Bruselas en 1874 y a la que asisten hasta quince estados. Allí se establece una extensa declaración que no fue ratificada por ninguno de los asistentes pero que, cuando menos, sirvió como modelo para iniciativas futuras al establecer, como principio general, el deber de persecución por las autoridades ante la destrucción, apropiación o daño de los monumentos históricos, obras de arte y ciencia o establecimientos dedicados al culto, la caridad, la educación, las artes o las ciencias, aunque pertenezcan al Estado beligerante[12]. Posteriormente es el Instituto de Derecho Internacional el que publica en 1880 el Manual de Oxford sobre leyes y costumbres de guerra y subraya, siguiendo la estela de la anterior Declaración de Bruselas, la necesidad de que esa persecución se materialice a través de la ley penal.
En 1899 y en 1907 tienen lugar sendas Conferencias Internacionales de la Paz en La Haya que establecen una serie de disposiciones sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre que también juegan un papel pionero en el desarrollo de la protección de los bienes culturales[13]. La segunda de las conferencias citadas, convocada por Estados Unidos y Rusia y a la que acuden delegaciones de 44 estados, adopta una docena de Convenios que, si bien no están expresamente referidos a la protección de monumentos, si recogen algunas disposiciones de un gran valor.
En primer lugar, el Convenio (IV) relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre de 1907 en su articulo 27, dentro de la seccióń dedicada a las hostilidades, establecía que en los sitios y bombardeos se tomaran todas las medidas necesarias para favorecer, en cuanto sea posible, los edificios destinados al culto, a las artes, a las ciencias, a la beneficencia, los monumentos históricos, los hospitales y los lugares en donde estén asilados los enfermos y heridos, a condición de que no se destinen para fines militares. Por su parte el artículo 56, al abordar la cuestión relativa a los territorios ocupados, establecía que los bienes de las comunidades, los de establecimientos consagrados al culto, a la caridad, a la instrucción, a las artes y a las ciencias, aun cuando pertenezcan al Estado serían tratados como propiedad privada. Además, quedaba prohibido el pillaje y se establecía un deber activo de persecución de toda ocupación, destrucción y deterioro intencional de tales edificios, de monumentos históricos y de obras artísticas y científicas.
En segundo lugar, el articulo 5 del Convenio (IX) relativo al bombardeo por fuerzas navales en tiempo de guerra de 1907 señalaba que en el bombardeo por fuerzas navales el jefe debe tomar todas las medidas necesarias para excluir, en cuanto sea posible, los edificios consagrados al culto, a las artes, a las ciencias y a la beneficencia, los monumentos históricos, los hospitales y los lugares de reunión de enfermos o heridos, a condición de que no estén empleados al mismo tiempo para un fin militar.
Estas normas contienen importantes limitaciones que podían hacerlas inoperantse con demasiada facilidad. No solo estaban condicionadas por esa idea de lo posible en una situación tan compleja como la de cualquier frente de guerra, contenían también una limitación territorial ya que no afectaban a la zona inmediata de combate y, de manera más amplia, se establecía una reserva de necesidad militar en la que debía operar como factor interpretativo un indefinido principio de proporcionalidad.
Este exiguo bagaje jurídico tendría que enfrentarse a las tres modalidades en la destrucción bélica de la cultura que tuvieron lugar durante el conflicto y que, por su presencia pertinaz a lo largo del tiempo, podríamos recordar brevemente en los siguientes términos:

1.    En primer lugar la destrucción se configura como un mal necesario que no es buscado de propósito pero que se asume con toda naturalidad. Puede extenderse incluso a una forma de destrucción pasiva cuando tales bienes no se protegen o se exponen innecesariamente a su destrucción dándoles un uso militar inapropiado o permitiendo su completo deterioro y su destrucción.
2.    En segundo lugar, puede tener una escandalosa finalidad directamente asociada con la degradación del enemigo y la destrucción de su identidad nacional. Los bienes se destruyen para humillar al vencido, para imponer nuestra cultura, para minar su resistencia, para vencerlo con una mayor facilidad y para volver a vencerlo una vez que ha sido vencido.
3.    En tercer lugar, la destrucción es una finalidad en sí misma que solo procura la satisfacción de instintos o intereses materiales o inmateriales de carácter individual, no asociados a la estrategia militar o política. Son actos de simple apoderamiento, rapiña o humillación que apenas requieren el concierto previo.

Es evidente que la normativa internacional humanitarista no podía oponerse, con un mínimo de garantías, a una escalada imparable de destrucción. El problema vino determinado por la ausencia de mecanismos de control y por la limitación que contenía la propia norma al establecer esa reserva de necesidad militar[14] que será utilizada como una excusa recurrente por los agresores. En un ambiente bélico y enrarecido, asfixiado por el nacionalismo más extremo, como el respirado en Europa durante aquellos años, esta generosa reserva era casi una invitación al expolio más enérgico y devastador.

5. El frente como una profunda herida

El estancamiento del frente facilitó la protección de las grandes ciudades históricas. El alcance de los bombardeos era todavía bastante limitado y permitía la consolidación de una retaguardia relativamente cómoda y segura para el entorno monumental. Además, el carácter básicamente terrestre de la guerra, la fragilidad de los aviones y dirigibles y la escasez de los bombardeos aéreos, aún siendo devastadores, no pueden compararse con la infame devastación de la segunda guerra mundial. Otro elemento novedoso en la destrucción monumental fue la utilización de gas venenoso con un enorme poder corrosivo.
Los Convenios de La Haya -en un alarde de ingenuidad ante la imprecisión de las bombas- establecían un deber de los habitantes de las zonas monumentales para que construyeran signos visibles en los lugares protegidos mediante la colocación de grandes tableros rectangulares divididos en dos triángulos en blanco y negro. Iniciada la destrucción, en 1915, incluso se intentará en Suiza, siguiendo el modelo de la Cruz Roja, la creación de un nuevo organismo internacional que sería conocido como la Cruz de Oro que quedaría convertida desde entonces en el signo distintivo de aquellos espacios monumentales o bienes históricos que debían protegerse.
En el escenario de la verdad, el inicial empuje alemán en el frente      occidental demostró que la victoria sobre Francia, Bélgica y Gran Bretaña pudo estar cerca en las primeras semanas de la guerra, pero el volumen gigantesco de los ejércitos combatientes y el sacrificio brutal de vidas humanas, condujo aquella carnicería a una especie de punto muerto en el que ninguno podía vencer pero tampoco ser vencido. De ahí que las grandes heridas provocadas por la Gran Guerra en el Patrimonio Histórico se encuentren, como regla general, en las proximidades del frente.
Es importante recordar que muchas de estas acciones se enmarcaban en las medidas disuasorias o represivas que el ejército alemán planteó para abortar cualquier forma de resistencia civil. Como señaló expresivamente un oficial en su apresurado diario de guerra durante la ocupación de Lovaina, no debía quedar siquiera una piedra en pie, y añadía una torpe justificación y una terrible amenaza: Era necesario enseñarles respeto por Alemania. Por generaciones las personas vendrán aquí y mirarán lo que le hemos hecho a esta ciudad. Lo que se pretende, por tanto, no es producto del azar o una simple negligencia, es una acción deliberada y cruel para agotar el resultado de un crimen, para convertir en un monumento perdurable la más injusta y abyecta destrucción de la cultura. Entre los casos más emblemáticos y conocidos se encuentran los del incendio de la Biblioteca de la Universidad de Lovaina y la destrucción de la catedral gótica de Reims. Como es sabido, tienen lugar daños irreparables en valiosos bienes culturales de Bélgica, Francia, Polonia, Rumania, Serbia e Italia, aunque el carácter estático de muchos de los combates hizo que la devastación fuera menos generalizada que en 1945[15].
La famosa Biblioteca Central de la Universidad de Lovaina, fundada en 1425, se ubicada en un edificio de la época como la elegante Lonja de los Paños y fue víctima de un incendio intencionado el día 25 de agosto de 1914. La ciudad había caído en poder de las tropas alemanas sin resistencia y se ocupaba de manera pacífica aunque el ambiente estaba impregnado de una tensa calma. Un supuesto contraataque del ejército belga, la sospecha confusa del alzamiento de algunos ciudadanos y una larga serie de imaginarias excusas, fueron las que desencadenaron la furia y el completo desastre. El incendio del venerable edificio, completamente innecesario, se produjo tras el asesinato del Rector y de otras autoridades locales y hasta se utilizaron para propagarlo, además de gasolina, pastillas incendiarias que convirtieron, en el transcurso de una larga noche, aquel espacio maravilloso en un armazón calcinado.
Son famosas las cuantiosas reparaciones materiales  establecidas en el Tratado de Versalles y las actividades internacionales que se sucedieron para reconstruir lo imposible. Con todo el esfuerzo realizado después de la guerra por entidades benéficas británicas y norteamericanas para su reconstrucción, la actual Biblioteca de la Universidad Católica de Lovaina, nunca podrá recuperar siquiera una parte de su esplendor. Fueron destruidos 230.000 volúmenes, 750 manuscritos medievales y centenares de incunables. Se trata de un crimen atroz que generó un proceso irreversible, una muerte del conocimiento y la cultura, la pérdida de un tesoro que toda la humanidad perdió y que pierde cada día para siempre.
Coincide esta con otras acciones posteriores desarrolladas poco después, a lo largo del otoño y en todo el frente, como el bombardeo de la ciudad flamenca de Ypres, donde los morteros Krupp del ejército alemán hacen tiro de precisión para destruir una de las más bellas plazas de Bélgica y la catedral de San Martin. Tienen lugar además los primeros bombardeos aéreos realizados por dirigibles alemanes los días 6 y 24 de agosto en las ciudades de Lieja y Amberes. La destrucción se extendería posteriormente y a lo largo de toda la guerra en numerosas localidades de los departamentos del norte de Francia y en varios países europeos.
            Las ruinas de la catedral de Reims también conmovieron al mundo cuando el templo fue destruido al considerarlo un objetivo militar. La excusa que ofreció el ejército invasor fue la utilización de su torre norte como puesto de observación para estudiar la ubicación de las baterías alemanas que se extendían por varias colinas próximas. El bombardeo de la ciudad y de la catedral duraría prácticamente toda la guerra, desde el 4 de septiembre de 1914 hasta el 5 de octubre de 1918, llegando a impactar en el templo hasta 350 obuses. Varios incendios la convirtieron en cenizas, calcinando la piedra, mutilando sus esculturas, reventando vidrieras y derritiendo el plomo de la cubierta, asistiendo la población torturada a la contemplación de un fuego casi interminable y dantesco porque ni siquiera había agua en la ciudad para intentar apagarlo.
            La catedral de Reims, construida en el siglo XIII, no solo era un templo de hondo significado religioso para la población. Era un síbolo nacional de permanencia, el lugar de coronación de los reyes de Francia, un espacio ánimico y plural en el que convivían tantas generaciones y era, además de todo eso, una de las cimas de la historia del arte y un hospital que atendía los heridos del frente. Por si fuera poco, hasta una maltrecha bandera de la Cruz Roja se agitaba en sus torres como una tenue voz que intentara inútilmente prevenir el desastre.
Ante la imposibilidad de referir la extensa nómina de monumentos dañados o destruidos por los bombardeos, cuando menos quisiera recordar que una de las voces más lúcidas sobre esta debacle fue la del arquitecto y profesor de la Universidad de Nápoles Roberto Pane quien, consicente del enorme peligro de caer en el pesimismo, afirmaría que la preservación de su legado monumental hubiera sido una razón más que suficiente para que Italia hubiese evitado la guerra. Testigo de la devastación de tantos monumentos italianos en las dos guerras mundiales, Pane nos ofrece una forma de sabia redención en la restauración crítica de las grandes ciudades históricas. Las defenderá con fervor como defenderá el paisaje que las circunda y seguirá luchando toda su vida por mantener su vigencia frente a la especulación urbanística y la corrupción. Roberto Pane comprende que esta fatalidad de la destrucción masiva, tiene que conjugarse con la esperanza de una restauración suficiente y enriquecedora. Se trata de una labor indispensable, de un signo de esperanza que necesitamos para recuperra la dignidad perdida.

6. El legado monumental. La restitución por sustitución

Conforme a las ideas de Pane, la destrucción contiene un amargo mensaje pero lleno valor: Hay que recordar lo perdido e intentar recuperarlo en su integridad. No cabe duda de que uno de los legados más valiosos de la Gran Guerra tiene, como la enseñanza anterior, también una naturaleza puramente inmaterial. Muchas de las formas sociales que son aceptadas para recordar hoy el dolor, como los minutos de silencio, proceden de este gigantesco conflicto y no pocas costumbres de nuestro tiempo encuentran su raíz en un deseo colectivo de expiación que ha perdurado en los campos de Europa por encima de territorios y fronteras. El deseo de un nuevo espacio paneuropeo en el que convivir, casi aflora al final de aquel largo conflicto, pero la firma del Tratado de Versalles permitirá el triunfo del rencor y el egoísmo nacional sembrando las semillas del odio en los mismos campos que volverían, veinte años después, a sufrir el azote despiadado de otra guerra aún más devastadora y cruel.
Cuando por fin se alcanza la paz, la pérdida es terrible y aparece como una necesidad angustiosa la justificación de aquellas voces que alimentaron el rencor y promovieron la catástrofe. Aunque en la década de los veinte aún cabe algún espacio para la esperanza, apenas se vislumbra el arrepentimiento. Lo que prima es un deseo de acotación de los daños sufridos, de búsqueda de formas eficaces de reparación, con alguna referencia breve e insuficiente a la destrucción del Patrimonio Histórico.
Una nueva arquitectura monumental se abre paso en enormes memoriales que nos ofrecen una visión simple y equivocada de la guerra, una interpretación meramente heroica del desastre que casi nos invita a vivirlo de nuevo. En los monumentos anteriores el sacrificio tiene una dimensión más simbólica y procura sostener la imagen púdica del héroe alzándose sobre su destino. Otras veces es la alegoría de la diosa victoria la que bendice al pueblo elegido cuando toma las armas para defender la patria. Pero ahora, la idea que se quiere transmitir es la de un centinela desmedido en su normalidad, la del gigante que concentra las virtudes de todos en el soldado desconocido, la imagen de un heroísmo mecánico y colectivo, completamente falso, donde perece la identidad.
Este legado monumental que se erige después del conflicto es una voz impostada y es contrario a la fuerza imparable de las vanguardias que ya animan el alma del continente. Hay en él una especie de inconsciente deseo social para recomponer la estética pre bélica, para volver a la Europa feliz que limpia las heridas de 1870, para justificar la masacre alumbrando una nueva sociedad más justa e igualitaria, revestida de una especie de clasicismo reparador. Se quiere representar una guerra limpia y delicada que traiciona completamente la verdad. Se extiende así entre los vencedores una estética profundamente equivocada, una imagen petrea y violenta que contribuirá, al margen de su innegable belleza formal, a reanudar el conflicto apenas transcurren veinte años porque consigue revestir la brutalidad en un envoltorio de dulzura.
Este labor ofrecerá un resultado abrumador en Gran Bretaña donde se erigen hasta 54.000 monumentos y en Francia donde se alcanzan los 38.000. Hasta 1.500 son elevados en Australia y otros muchos en toda Europa porque no solo las grandes potencias beligerantes erigen monumentos a los caídos. En Portugal, que vivió una situación muy parecida a la española, se declara finalmente la guerra a Alemania pero esta decisión se toma demasiado pronto y el coste de vidas humanas será terrible. Este sacrificio desmedido solo aumenta las posesiones portuguesas en África durante algún tiempo y salpica pequeñas ciudades de provincias de monumentos dramáticos que recuerdan con singular realismo a los soldados caídos sobre los maltrechos campos de Flandes, como viñetas de una realista novela de aventuras.
Al margen de estas decisiones estéticas, la preocupación de los supervivientes se centró en tres aspectos fundamentales, solo el último parcialmente vinculado con la restauración monumental porque, como sucedió al comienzo del conflicto, los problemas acuciantes eran de otra índole mucho mas inmediata. En primer lugar se produce una obsesión, tan frecuente entre las víctimas indirectas de delitos de sangre, por la búsqueda, recuperación, recuento e identificación de los cadáveres. Francia promulga en 1915 diversas leyes para la creación de cementerios militares y en 1917 será creada una comisión británica para el registro de tumbas. Iniciativas similares aparecen en todas las potencias beligerantes. Los soldados muertos se ordenan en hileras de tumbas interminables pero se olvida a los muertos civiles ya que no cabe ante ellos esa exposición marcial y ordenada de la muerte[16].
En segundo lugar, la sociedad resultante es una sociedad anegada de angustia que se enfrenta a una realidad económica tan cansada que no podrá encauzar adecuadamente ese caudal de dolor y ansiedad colectiva. Una triste legión de excombatientes traumatizados, ciegos, lisiados, mutilados, enloquecidos, transitan con sus uniformes raídos por los campos y ciudades de Europa sin un rumbo firme que les permita construir la paz en sus corazones.
En tercer lugar, las reparaciones reclamadas por los vencedores no valoran adecuadamente el daño moral porque, en gran medida y como demostró el paso del tiempo, lo producen en los vencidos. Los Tratados de Versalles y Riga de 1919 y 1921 abordaron la cuestión del Patrimonio Histórico muy limitadamente con un cierto hálito de rencor y un espíritu retribucionista e introdujeron un discutible elemento perturbador como fue la llamada restitución por sustitución. En base a ella, el estado culpable debía proporcionar a la parte perjudicada otros bienes del mismo valor y naturaleza aunque fueran poseídos sin controversia legal, en un proceso comparativo muy complejo y siempre inseguro. En tales términos restituyó Alemania a Bélgica por ejemplo, las conocidas tablas de La adoración del Cordero Místico de Van Eyck, como incompleta reparación de guerra por las obras de arte y monumentos que fueron destruidos durante la ocupación.
Ya hemos señalado que, con el paso del tiempo fue abriéndose paso la idea de recuperar algunos espacios históricos dañados o destruidos a través de la restauración. Numerosos inmuebles fueron beneficiados pero se cometió el inmenso error de creer que era suficiente con ello y no se arbitraron otras medidas legales que sirvieran para advertir y evitar la destrucción futura. Tuvo lugar una reconstrucción física que festejaba la victoria pero no una reparación de la historia que buscara, en la medida de lo posible, que desaparecieran las condiciones de rencor que alumbraron la catástrofe. Las fauces que devoraron Europa siguieron alimentándose para volver a insistir, una vez recuperadas las fuerzas, en una misma solución bélica y fatal. De hecho, como si de una obstinada maldición se tratara, la propia Biblioteca Central de la Universidad de Lovaina volvería a ser completamente destruida en 1940 durante la Segunda Guerra Mundial.

7. Una conclusión dramática: La Guerra de Identidad

La Convención de la Haya de 1954 y los esfuerzos realizados por la UNESCO para la protección de bienes culturales en caso de conflicto armado son encomiables pero, aún hoy, normalmente inútiles, casi tanto como lo fueron hace un siglo durante la Gran Guerra. Los historiadores sostienen que pudo tener, por el apoyo de la Cruz Roja, alguna vigencia la Convención de Ginebra, revisada en 1906, para establecer el trato a los heridos y a los prisioneros de guerra, pero prácticamente no tuvo ninguna virtualidad la tímida legislación internacional vigente para la protección material de la cultura[17].
La cruel enseñanza del siglo XX apenas ha rendido algún beneficio real, porque la impunidad es la regla general en esta clase de crímenes y se trata, además, de una impunidad que se expande en un doble sentido. De una parte, se incrementa cuantitativamente porque los conflictos que lamentablemente afloran en cualquier lugar del mundo, siguen destruyendo toda clase de bienes culturales de una naturaleza insustituible con toda impunidad y sin ningún pudor. De otra, se aprecia una forma de impunidad consentida porque, al margen de alguna iniciativa internacional más o menos voluntariosa desarrollada por la INTERPOL, son crímenes que no suelen investigarse por instancia oficial alguna a pesar de su reconocida gravedad. Toda esta situación queda acreditada por la recreación de un concepto rescatado desde las profundidades de la historia como el de la Guerra de Identidad que aflora en cualquier guerra de origen étnico, territorial o religiosa y que convierte la destrucción de los bienes culturales en una valiosa estrategia de dominación.
La reflexión que debemos sostener cuando se cumple un siglo de la Gran Guerra es que, siendo devastadora hasta límites poco imaginables, se quedó pequeña con el paso del tiempo. No obstante, la que fuera conocida como el fin de todas las guerras, si fue la primera en demostrar que podía quedar arrasada cualquier manifestación de la cultura en unos pocos días, sin asumir responsabilidad alguna y en cualquiera de las regiones más cultas y desarrolladas del planeta.
El rastro monumental del hombre es caprichoso, frágil y está sometido a los vaivenes de la naturaleza, a la firme codicia y el azar. Si aprendemos esta enseñanza, lo defendemos con energía, denunciamos los efectos devastadores de la guerra y dotamos al derecho internacional de algunos instrumentos efectivos de control, podremos afrontar el futuro con mayor esperanza. La cultura monumental no solo se conserva, se construye cada día, se hace posible cuando sabemos imprimir en nuestra conducta ese respeto hacia la más íntima convicción humana que es la voluntad de permanecer.
La Gran Guerra abrió un nuevo escenario de destrucción e impunidad y este infeliz legado debe ser recordado y comparado con el presente porque, en situaciones de conflicto armado, quienes defendemos el Patrimonio Histórico seguimos siendo débiles y escasos. La herida sigue abierta, siguió sangrando en la Biblioteca de Sarajevo, en las estancias saqueadas del Museo Nacional de El Cairo durante la festejada Primavera Árabe o en esas frágiles y pequeñas tablas de arcilla de escritura cuneiforme que milagrosamente llegaron hasta nosotros y que, hace muy pocos años, fueron impunemente sustraídas del Museo Nacional de Irak. Ahora mismo sangra esa misma herida en Alepo, la gran ciudad fundada por Alejandro, sangra en llamas sin apenas reflejo en las agencias de noticias que nos informan cada día de la salvaje guerra civil de Siria.
Nuestro deber, desde esta ciudad histórica, quizá la primera con una verdadera vocación europea al cifrarse en Granada el inicio de la Era Moderna, desde la humildad de una Academia quizá periférica pero también libre y centenaria, es recordar nuestra vocación para defender el legado monumental en todo caso y en todo lugar, incluso el legado de nuestros mayores enemigos. Defenderlo como esa voz colectiva que nos resume y nos hace mejores e iguales ante nosotros mismos y ante los demás.

Muchas gracias por su amable atención y buenas noches




[1] En el momento de redactar este discurso, los grandes diarios se hacen eco de la destrucción de bienes culturales de incalculable valor, en Siria a consecuencia de la guerra civil, de la ciudad de Aleppo, fundada por Alejandro Magno y cuyo centro histórico, la llamada ciudad vieja, fuera declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986.
[2]Diccionario de la Real Academia Española, 22ª edición, Madrid, 2001.
[3]No volvería a ocurrir. Es muy interesante la apreciación que hace David Stevenson al final del primer Capítulo de su famosa Historia de la Primera Guerra Mundial (Editorial Debate, Madrid, 2013) cuando señala que a finales de los años 30 las multitudes se agolparían frente a la radio para recibir las malas noticias del comienzo de la guerra, como en los años 60, durante la famosa Crisis de los Misiles de Cuba, lo harían ya frente al televisor. Ahora lo haríamos probablemente frente a la pantalla de los ordenadores portátiles o de terminales móviles.
[4]David Stevenson, obra citada, páginas 96 y 97.
[5]Ernst Jünger (1895-1998) fue la última persona en morir que había sido condecorada con la famosa y elitista Cruz Pour le merite, máximo reconocimiento militar, de origen prusiano, otorgada por Alemania durante la Gran Guerra. Fue también la persona más joven en recibirla con 23 años. La medalla fue abolida en 1918 tras la abdicación del Kaiser Guillermo II y recreada en la República Federal Alemana para reconocer grandes esfuerzos a favor de la paz.
[6]Las situaciones más graves tuvieron lugar por el hundimiento de barcos mercantes españoles a manos de la marina de guerra alemana desde 1915 y especialmente en 1918. España había proclamado oficialmente su neutralidad el 7 de agosto de 1914 pero fue considerada por Alemania como una potencia suministradora para los aliados. La marina mercante española sufrió hasta 128 ataques, hundiéndose el 20% de su tonelaje y encontrando la muerte mas de un centenar de marinos españoles. Tras diversas vicisitudes demostrativas de los numerosos problemas políticos internos y de la debilidad económica y militar española, las sucesivas reclamaciones de reparación fueron rechazadas y nos situaron al borde de la beligerancia hasta que, finalmente, Alemania cedió el uso de siete buques que se encontraban inmovilizados en nuestros puertos y que, ya en 1920, pasaron a ser definitivamente propiedad española tras la conformidad de los aliados. España renunció con ello a cualquier otra reclamación de guerra. Uno de estos buques, el Neuenfels, sería transformado, años más tarde, para convertirse en el primer buque porta aeronaves de la Armada Española, rebautizado como el porta hidroaviones Dédalo que no sería desguazado hasta 1940. Tuvo una activa participación en el Desembarco de Alhucemas (1925) y sería el primer barco en la historia desde cuya cubierta despegó y aterrizó una nave de aspas y rotor, el autogiro, en 1934. Para más información, se puede consultar el trabajo de Jesús Perea Ruiz Guerra submarina en España(1914-1918), trabajo publicado en Espacio, tiempo y forma, Serie V, t. 16, UNED, 2004.
[7]Como ejemplo, las reservas de oro del Banco de España se habían cuadriplicado al final de la Gran Guerra.
[8]Alemania declaró la guerra a Portugal el 9 de marzo de 1916, una vez que cediera a la presión británica para incautar los navíos alemanes y austriacos anclados en sus puertos. Tropas portuguesas lucharon en África y en el frente occidental. Según fuentes oficiales participarían en la guerra más de 100.000 soldados con 40.000 bajas, 6.000 desaparecidos y 7.000 prisioneros. Las tropas portuguesas sufrieron varios desastres militares como el acontecido en la Batalla de Lys.
[9]Caritas in veritate (La caridad en la verdad), tercera carta encíclica de S. S. Benedicto XVI, 2009.
[10]Como ya tuve oportunidad de señalar, el origen de esta percepción quizá se encuentra en el famoso Informe suscrito en 1903 por el historiador del arte Alois Riegl en la Viena imperial para mejora de la protección legal  de los monumentos públicos de Austria y que se conoce en la historiografía actual como El culto moderno a los monumentos, su carácter y sus orígenes. Es evidente que este prodigioso documento marca un trascendental cambio de tendencia en la percepción de los monumentos públicos y en toda la cultura europea. El documento de Riegl es multidisciplinar -él mismo contaba con cierta formación jurídica- y considera especialmente necesaria, entre otras consideraciones acerca de los distintos valores que guardan estos bienes culturales, una ley protectora que los tutelara adecuadamente (“Sobre la libertad de los monumentos”, discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada el día 28 de junio de 2011, publicación corporativa).

[11]Puede consultarse el excelente trabajo La protección de los bienes culturales durante los conflictos armados de Margarita Badenes Casino, Universitat de Valencia, 2005, páginas 16 y siguientes.
[12]Así en Derechos Humanos y Acción Humanitaria de Joana Abrisketa, Alberdania, Irún, 2005, página 47.
[13]Margarita Badenes Casino, ob. cit., página 18.
[14]Margarita Badenes Casino, ob.  cit. página 19.

[15]David Stevenson, obra citada, página 722.
[16] Merecería recordarse el famoso Cementerio Militar Alemán de Cuacos de Yuste donde reposan 26 soldados alemanes caídos en la Primera Guerra Mundial que las aguas del mar arrojaron a nuestras costas.
[17]Joana Abrisketa, obra citada, pagina 48.