domingo, 29 de septiembre de 2013

La otra luz de Vicente Sabido

Pocos poetas merecen tanto nuestro recuerdo y respeto como Vicente Sabido. Apenas le conocí. Antonio Carvajal lo invitó hace algunos años para que leyera sus poemas en la Cátedra García Lorca y acudí solo al Colegio Mayor San Bartolomé, con alguna lectura previa y apresurada de su obra y siendo conocedor de su amistad común con Álvaro Valverde. Éramos paisanos, poetas y los dos vivíamos en Granada.
Me llamó la atención su forma de leer. Parecía que descubriera sus versos por primera vez, que llevara mucho tiempo sin recordarlos, que los hubiera abandonado en algún rincón para que alguien los utilizara en su provecho. No me pareció que fuera un poeta ensimismado, sentí que tenía los ojos abiertos al mundo y entregados a los demás. Su enorme bondad, aunque no la mostrara de forma consciente, se vertía desde la orilla de sus versos como un tímido exceso que lo abrumara.
Su voz no alcanzaba siempre la verdadera y enorme profundidad que a veces destilaba su poesía. Su lectura, siendo correcta, comportaba una pequeña limitación. Creo que él lo sabia y que por eso nos decía sus poemas, cuando menos aquella tarde, envuelto en una cierta tristeza y resignación.
Hay hombres llenos de pulcritud, hombres a los que no parece que les cuesta trabajo ser limpios y honestos. Vicente Sabido parecía uno de ellos. Dimos un paseo, charlamos de algunas cosas y quedamos en vernos pronto. El tiempo pasó y he sabido más tarde lo de su enfermedad y su muerte reciente.
Afortunadamente, este verano pudo ver la luz esta preciosa antología que ha publicado Renacimiento al cuidado de José Julio Cabanillas. Buen conocedor de la poesía en lengua inglesa, Miguel d'Ors proclama la virtud del poeta asociándolo con el primer Eliot de La tierra baldía. Desde mi cortedad, lo encuentro mucho más próximo al último, al más lúcido, exacto y calmado de los Cuatro cuartetos.
Hay quien ha señalado en estos días que Vicente Sabido escribió algún poema histórico, que nos regaló algunos versos memorables. Creo que dicen la verdad. Basta leer los diecisiete del poema Qué queda por decir si todo es uno: Una lección de sencillez y sabiduría. Quizá tuvo una precoz lucidez tan cegadora que lo apartó muy pronto de la escritura, esa otra luz que delata la ambición prematura del silencio, la sensación de haberlo dicho todo y de no querer repetirse para mantener la fuerza del primer mensaje.
Ahora, la lectura de tan oportuna antología es cautivadora y obligada, un encuentro que llena al lector de aprecio por la obra discreta de un hombre que nos enriquece y conmueve, que sabe iluminar la conciencia y descubrir qué se esconde en algunas pequeñas oquedades del alma.

martes, 17 de septiembre de 2013

Discurso en la Real Chancillería


Resulta muy ingrato repetir tantas veces una verdad reconocida. Quienes han venido acudiendo a este sencillo acto institucional en los últimos años, han escuchado al Presidente del Tribunal Superior y a este Fiscal, reiterar la necesidad de acometer una serie de reformas y de contar con algunas dotaciones materiales que resultan indispensables para el desarrollo eficaz de nuestra labor. Pero en este último ejercicio, tan difícil para todos, la sociedad andaluza ha dirigido su atención hacia nosotros con una especial intensidad y se ha preguntado en silencio cómo pretendemos resolver un numero tan elevado de problemas y controversias que, en mayor o menor medida, muchas veces afectan a su vida cotidiana. Todos conocemos las limitaciones económicas que acosan a tantas familias, enturbian el futuro de sus hijos y proclaman los graves errores cometidos en diversas instancias por el desorden y la falta de rigor. Además, los ciudadanos andaluces creo que reclaman, exigiendo un lenguaje claro y preciso, una respuesta que pueda persuadirlos y que les permita seguir confiando en las instituciones que actúan en su nombre y que los representan.
Hace solo dos años recordaba en este mismo lugar, sin duda uno de los grandes salones de Andalucía, que no contábamos con espacios suficientes, con oficinas adecuadas, con la infraestructura o logística necesaria, con una asistencia técnica que complete nuestras naturales limitaciones, con gabinetes de comunicación que nos permitan cumplir con nuestro deber de informar adecuadamente a la opinión pública de forma clara e imparcial, con la elaboración de cifras estadísticas mas fiables o con equipos multidisciplinares de investigación que sirvan para combatir la criminalidad económica y organizada y que mitiguen –en buena medida- una crisis económica que podría vencerse con una mayor facilidad con la eficaz ayuda de la acción penal y del control administrativo o contable que prevengan la corrupción y el fraude.
Pero ¿para qué recordar una vez más lo que ya sabemos? ¿No es cierto, acaso, que la verdad cuando se repite tanto termina por diluirse en esa espuma informativa de los días y casi desaparece, adoptando un tono de fondo gris que acaba por engullir una especie de fatal resignación colectiva?
Procuremos reparar estas situaciones siendo conscientes de la realidad. No podemos sostener por más tiempo una repetida fórmula de crecimiento y de modernización de nuestro sistema de justicia muy parcial y por tanto fallida. Seamos prácticos y reconozcamos nuestra cortedad. No busquemos atender la carga burocrática de trabajo que nos imponemos y consigamos acotar claramente, promoviendo las reformas legales oportunas, solo aquello que la lógica más elemental debe asociar con el ejercicio de la jurisdicción.
Todo esto lo hemos manifestado en otras ocasiones. Pero hay que repetir que solo el trabajo ordenado, el esfuerzo y las buenas condiciones laborales pueden mejorar este panorama reiteradamente pesimista. Y es que, si todos conocemos y aceptamos estas carencias ¿porqué no buscamos de una vez por todas una solución que ajuste los excesos y comprenda que quizá deba operarse todo un sereno replanteamiento presupuestario de una administración asimétrica y en algunos aspectos desproporcionada, que parece muchas veces construida en perjuicio de la financiación que precisan los grandes servicios públicos que están en la mente de todos como son la Educación, la Sanidad, la Asistencia Social o la Justicia?

II

Creo que todos somos conscientes de la situación presupuestaria que padecemos. La comprendemos y comprendemos las enormes dificultades que el Gobierno autónomo tiene que sortear cada día para atender las necesidades de la función pública. No es una tarea fácil. Pero nosotros siempre hemos sido austeros y lo hemos sido tanto por necesidad como por una firme convicción. Lo que se reclama es muy razonable porque en estos muros, alzados hace más de quinientos años para servir a la verdad, no han tenido cabida veleidades presupuestarias, subvenciones injustificadas, dispendios innecesarios o hasta pequeños excesos. Conocemos el valor de las cosas que nos rodean y entendemos lo importante que resulta saber darles un uso duradero y paciente. Si en alguna ocasión se produjo un gasto mayor de lo necesario ha sido quizá por una mala gestión, quizá por una inercia equivocada, por no hacernos caso o por no hacer a su debido tiempo la pequeña inversión que resultaba necesaria. Sabemos que la austeridad es inteligente y limpia y que promueve en el quehacer de los tribunales una especial inquietud, una saludable inclinación para vislumbrar la mejor solución de los problemas a los que tenemos que enfrentarnos a diario. Quienes me escuchan y han trabajado aquí saben que digo la verdad.
Hace un año señalaba este Fiscal que no era –quizá- el momento de reclamar mayores presupuestos teniendo en cuenta la situación de pobreza que se extiende entre una buena parte de la población española y que alcanza con especial dureza a colectivos de inmigrantes y desempleados que formaban parte hasta hace muy poco tiempo de la indispensable clase media. La situación sigue siendo muy grave. La solidaridad de las instituciones pero –sobretodo- la solidaridad de las familias, de las iglesias y de otras discretas y casi olvidadas organizaciones benéficas, vienen mitigando esta lacra que debe avergonzarnos a todos y evitando que muchos ciudadanos que viven a nuestro lado padezcan incluso esa suprema humillación del hambre.
El gran poeta Horacio cantó en una de sus más famosas Odas el valor del aurea mediocritas porque no siempre entendimos igual y tuvo tan mala fama la mediocridad. El gran poeta se refería al dorado término medio que debe inspirar nuestra vida pública, al punto equidistante que deben guardar los ciudadanos sin alejarse demasiado de la verdad al margen de cuáles sean sus inclinaciones, buscando un punto adecuado que los aleje de la pobreza sin acercarlos a una opulencia que termina dañando el conjunto de valores éticos que sostienen el tejido social. Se refería el genio de Venusia a las clases medias que con la facilidad de su sustento, con el trabajo digno y con suficientes recursos son la fuente más copiosa para la seguridad jurídica, el florecimiento espontáneo del orden y el respeto a las leyes y para la prosperidad.
Nuestras prioridades siguen siendo las mismas que tuvimos el deber de señalar en el curso anterior, las que ya, de hecho, habíamos recordado en ocasiones anteriores y las que esta misma noche, nuevamente y con diversos matices, tenemos que recordar:

1.  La atención a las víctimas, dándoles la información precisa y procurando la efectiva satisfacción de las responsabilidades civiles que hayan tenido lugar. No se trata de exponerles solo aquello que quieren oír sino de ayudarlas a superar el dolor y cubrir sus necesidades sin que nazcan falsas expectativas. No olvidemos la necesidad de desarrollar las Oficinas de Atención a las Víctimas previstas en la ley desde hace tantos años pero con una escasa o nula presencia en nuestros tribunales.
2. La incautación de bienes y la intervención de fondos de origen ilícito debe convertirse en un horizonte prioritario que aproveche la profesionalidad y la extraordinaria formación de nuestra Policía Judicial.
3.  La lucha contra el fraude y la corrupción, ante la aparición de nuevos casos de enorme gravedad que han sido denunciados o están siendo investigados por el Ministerio Fiscal en estos últimos meses, tiene que contar con medios excepcionales y demostrar que resulta tan imprescindible como rentable. Deben adoptarse distintas iniciativas conforme hemos señalado en nuestra Memoria anual.
4.    Parece que ya ha prendido en la sociedad española la unánime reclamación de una legislación procesal adecuada a nuestro tiempo. Hablamos de una aspiración a la que no podemos renunciar, estudiando su implantación con una situación presupuestaria excepcional a corto plazo que podrá generar -con el paso del tiempo- un notable ahorro presupuestario. La instrucción debe trasladarse al Ministerio Fiscal sin complejos, sin cuestionamientos carentes de rigor, solventando –de una vez por todas- esta vieja cuestión procesal española.
5.    Seguimos alertando, por último, sobre el peligro de la demagogia como una de las más graves degeneraciones del sistema democrático. Como señalé en mi discurso anterior, la demagogia es la triste apuesta de aquellos que solo quieren, aprovechando el halago a sentimientos elementales, incrementar su poder o mantenerse en él y es una lacra de consecuencias siempre negativas e imprevisibles. Su alianza creciente con el descontento y el uso masivo del anonimato entraña grandes peligros. Uno de los más graves, tanto como el de la impunidad, es el de las acusaciones infundadas a las que debemos combatir con calma, con severidad y sin ningún temor.

III

Como en años anteriores y antes de concluir este breve discurso quiero proclamar que es preciso fortalecer, aún con mayor energía, el compromiso de la Fiscalía andaluza en la lucha contra la corrupción, el crimen organizado y el fraude, una postura que debe convertirse en una de las señas de identidad de nuestra región, una vitola para prender en nuestro temperamento.
Nuestra tierra es una de las más brillante encrucijadas de España, de Europa y del mundo. No permitamos que se nuble su futuro y se mancille tantas veces su nombre. Luchemos coordinada y honestamente contra la corrupción, pero no con palabras sino con hechos, atendiendo razonablemente nuestras necesidades, abriendo todos los debates y críticas que sean necesarios siempre con respeto a los preceptos constitucionales que ordenan nuestra convivencia. Hablamos de un esfuerzo colectivo y constante, de una actuación decidida, discreta y reflexiva, nunca de una aventura individual. Solo actuando de esta forma conseguiremos que seamos nosotros quienes tomemos las decisiones y no las decisiones quienes nos tomen a nosotros, porque lo verdaderamente importante no solo es que encontremos casos muy graves de corrupción, sino la forma de reaccionar ante ellos.
Quienes me conocen bien me han oído repetir que esta crisis económica a la que viene llamándose últimamente Gran Recesión quizá ni sea una crisis ni sea de naturaleza exclusivamente económica. A salvo de algunos tecnicismos terminológicos, esta crisis no es ni ha sido nunca coyuntural, es un fenómeno estable que ha conseguido invertir tendencias y generar cambios estructurales en nuestra forma de vida cotidiana. Es evidente que es una crisis económica pero también es una crisis moral, una crisis axiológica, una quiebra de valores. Todos sabemos que buena parte del sistema financiero ha descansado en los últimos años sobre comportamientos muchas veces crueles y equivocados que han olvidado la prudencia inversora, la diligencia del buen comerciante, la agudeza y habilidad en el trato, la importancia de la confianza depositada en el gestor de nuestros ahorros; una serie de sólidos principios, en suma, que históricamente han propiciado la igualdad, la riqueza y la justicia social allí donde han sido respetados con una mayor energía.
No pretendo mostrar un pasado efímero de idílica falsedad pero reconozcamos que nos hemos apartado demasiado de una gestión virtuosa y que hemos olvidado muchas veces la importancia de la verdad. Por eso creo que la crisis que sufrimos es también una crisis de la verdad. Parece que mentir sea un derecho que no solo incumbe al imputado, sino que se extiende de manera imparable en buena parte del escenario social. Y parece que todos debemos aceptarlo como un proceso natural. Pero es algo completamente inaceptable y por eso debemos recordar que hacer cumplir las leyes siempre requiere encontrar previamente la verdad. Se trata de una labor imprescindible que exige mucha comprensión y mucha ayuda. Justamente la comprensión y ayuda que esta noche les pido para que el encuentro con la verdad siga siendo el rumbo que debe afrontar nuestro futuro.

viernes, 6 de septiembre de 2013

La crisis de la verdad



Cuando comenzaron las hostilidades presupuestarias, sostuve que la llamada Crisis Económica o Gran Recesión que comenzaba a fustigar la exclusiva Zona Euro, quizá no fuera ni una crisis ni una crisis económica. Lo primero porque, al margen de significados gramaticales o económicos, no ha tenido nunca un perfil coyuntural, sino una vocación de permanencia para construir son sólidos cimientos un nuevo sistema productivo y una nueva configuración, algo siniestra, de los derechos más elementales de los ciudadanos europeos. En segundo lugar, la crisis es una crisis de valores, una crisis moral alentada por fenómenos especulativos completamente insolidarios y favorecidos por la impunidad y el uso salvaje, en una especie de inmensa paradoja, de las nuevas tecnologías de la comunicación al servicio del sistema financiero. Ahora, el problema que vislumbro es de mayor envergadura y gravedad ya que que se trata no solo de una crisis moral encubierta, sino de una verdadera Crisis de la Verdad.
No pretendo que alguien hilvane un nuevo Discurso de la verdad envuelto de un enfermizo pesimismo como el que nos entregara a finales del siglo XVII el Venerable Siervo de Dios don Miguel de Mañara y Vicentelo de Laca, el peor de los hombres, según su propio -quizá un punto vanidoso- juicio.
Es otra la cuestión que atañe a nuestro tiempo. Ahora, la verdad no tiene apenas valor. Podría replicarse que mentir, a lo largo de la historia, ha sido habitual o rentable y que la mentira ha servido a los intereses más bajos de naciones y hombres con toda normalidad y sin apenas peligro. Pero siempre ha existido un cierto rubor, aunque se trate de alguna pueril leyenda, como la de aquella famosa Bocca della Veritá la conocida máscara de piedra que se exhibe en la basílica de Santa María in Cosmedin de Roma que puede cerrar sus fauces y atrapar la mano que introducimos en la pequeña oquedad de sus labios cuando mentimos.
Lo que ocurre ahora, sin embargo, es distinto porque la mentira no es una mentira ocultada sino afirmada como una transgresión de la razón y el deber más elemental. No quiero acudir a ningún ejemplo próximo o remoto para no herir sensibilidades, pero ahora la observación de la mentira no produce pudor, se enfrenta como una necesidad del operador político, jurídico o económico y esta nueva versión de nuestra vida social, esta nueva Crisis de la Verdad no sabemos donde puede conducirnos con el paso del tiempo.
Una sociedad que no está sometida a un principio de  responsabilidad para castigar la mentira, es una sociedad condenada a la barbarie. Aunque ahora la barbarie se vista con trajes a medida o lentejuelas.

lunes, 2 de septiembre de 2013

"Plasencias" de Álvaro Valverde: La luz de una sabia codicia

Hay una expresión plural de los espacios habitados por nosotros mismos que es la que mejor marca la distancia y, en especial, la más pura y fatal de todas las distancias, quizá la única que deba ser tenida en cuenta porque ningún esfuerzo puede cubrirla, al margen del artificio de la imaginación: justo la que nos marca el paso arrebatado del tiempo. No he conocido en muchos años, un libro que plantee tan ordenada y pulcramente su apuesta por encontrar esta expresión de todos los que fuimos como Plasencias, la última entrega de mi admirado Álvaro Valverde.
Reflexionar sobre el lugar acotado que ha sido nuestra propia vida y codiciar con tanta ilusión la forma de citarse con el pasado, de escudriñar en el recuerdo y señalar ese destino que anidaba ya entonces dentro del que fuimos para conjugarlo con el sorprendente futuro que acabó por imponerse, siempre a través de la palabra pesada en la frágil balanza de las emociones, es una  delicada labor que consigue encendernos un cúmulo de sensaciones reconocidas y ajenas, aproximadas a nuestra experiencia dormida que se ilumina con una lectura enriquecedora. Se trata de una experiencia que, como todo lo importante, nos resulta tan difícil de explicar como fácil de sentir.
No es la primera vez que la inquietud de Álvaro Valverde contempla los nobles muros de su ciudad natal. Ya sabemos que se trata de un recurso hábil y antiguo, difícil de aplicar pero que si es dominado por el pulso del poeta, le permite cosechar el éxito de frecuentes hallazgos que explican mejor lo sucedido y que sorprenden tanto a él como al lector más escéptico o malintencionado al que pueda enfrentarse. Es como si la vida se escribiera de nuevo y el recuerdo llegara desde un punto alejado de su yo, desde una especie de fértil memoria compartida.
Álvaro refiere la voz poética -una y otra vez- hacia un lugar real, pero también hacia una ciudad más real aún que la que sigue habitando por la eficaz distorsión del olvido. Se dirige hacia un  escenario paradójico, próximo e inerte que es propio y ajeno a la vez, hacia un espacio escondido y poblado por los seres más queridos, por esas cosas vivas que nos están mirando y cantara la juventud de Ángel Crespo o por la simple indiferencia natural del tiempo. Incluso se percibe esporádicamente, en alguno de los lugares descritos, una presencia extraña que aún no ha podido descifrar la lucidez del autor.
En este precioso libro, la contemplación de nuestro paso en el  camino, en el espacio habitual o en el paisaje doméstico engendra una nueva luz. En realidad, lo que hace el autor es atender al viejo sortilegio de la mejor poesía contemporánea. Wallace Stevens publica su primer libro con 44 años quizá porque pensaba que perdida la fe en Dios (que no necesariamente la creencia), nos encontramos con un espacio vacío que solo puede cubrir la poesía. La fe del poeta abandonado a su suerte, se convierte así en una actitud, en una sabia codicia y como la fe católica, la misma que Bergoglio comenta en su reciente Lumen Fidei, la fe que sostiene en la poesía es una luz para sus ojos, para los ojos del alma que son muchas veces los ojos de un recuerdo meditado y preciso que trasciende a los demás.
El ejercicio de sencillez y autoridad que Álvaro Valverde desarrolla en este libro editado y escrito en Extremadura me ha llenado de satisfacción y orgullo.