domingo, 25 de abril de 2010

Panorama exterior: La emisora sin gritos "Radio Capital"

La emisora de radio más entretenida que recuerdo -al margen de la apabullante Radio Tremendísima de Comayagüela, en el desgarrado corazón de Tegucigalpa- es una emisora imaginaria. Se llamaba "Radio Capital" y aparecía en un famoso montaje teatral del grupo Dagol Dagom a mediados de los ochenta: Antaviana, con delicados textos de Pere Calders y música de Jaume Sisa.
El programa que servía como telón de fondo al desarrollo mágico de aquella inolvidable función, guardaba una pulcritud rancia pero adorable. Ahora, cuando reparo en algún programa de debate en cualquier televisión, generalista recuerdo la educada voz de "Radio Capital" y me llena de tristeza el que solo puedan abordarse las cuestiones más relevantes de la vida pública española en la pantalla a gritos.
Hasta la fecha, la tertulia radiofónica ha mantenido niveles de corrección algo superiores a los televisivos pero, de un tiempo a esta parte, las voces, los gritos más destemplados y feroces parece que inician su asalto al campo de las ondas. Se tiene la sensación de que llegar a las manos es sólo cuestión de tiempo. Esta falta de pulcritud es tan dañina que casi no nos damos cuenta del frecuente ridículo que hacemos en muchos lugares del exterior donde empezamos a ser conocidos por nuestra mala educación y por nuestra asombrosa facilidad para gritar cuando exponemos algunas ideas en público.
Como tantos españoles he huido completamente del debate político televisivo porque no soporto los gritos.  Es evidente que todos gritamos alguna vez, pero a ser posible en privado y nunca cuando se  trata de debatir contrariando a nuestro interlocutor. La otra tarde, al rememorar con un buen amigo aquella excelente sintonía del programa La Clave que compusiera Carmelo Bernaola, me preguntaba en voz alta hasta dónde nos llevará esta forma absurda de violencia insolente que esconden los gritos histéricos de los televisores. Aparentemente, la mentira y el grito han establecido siempre una dificil conjugación pero,en realidad, la mentira inicialmente susurrada para convencer debe convertirse en grito cuando se expone en el ágora de la desconfianza para triunfar. Casi nadie confía en los hombres callados. Menos debiéramos confiar aún en los profesionales de la insolencia.

jueves, 15 de abril de 2010

Panorama interior: Grasso en Granada

Hace pocas semanas tuvimos la fortuna de recibir al Procuratore Nazional Anti Mafia de Italia, Pietro Grasso: Acompañado del Magistrado Pier Luigi Dell´Oso, nos ofrecieron, de forma totalmente desinteresada, una esencial conferencia  tras la invitación del Aula de Estudios Jurídicos Luis Portero sobre la relación de la mafia con la actividad económica bajo el título, que tuve el placer de sugerirle, El futuro de la mafia.
Me resultó especialmente grato el ambiente que reinaba en la Facultad de Derecho. Al margen de las inevitables medidas de seguridad, en un aula de conferencias repleta, se extendía un silencio respetuoso entre los estudiantes, profesionales y toda clase de ciudadanos que acudieron sin estridencias a comprobar el ejemplo de quienes aún siguen creyendo en la victoria del Estado de Derecho sobre el crimen organizado. Sin una publicidad excesiva, sin recurrir a cualquier argumento distinto de la normalidad; estos excelentes juristas, acompañados por Jesús Santos Alonso, nuestro Magistrado de Enlace en Roma, nos ofrecieron una memorable síntesis de esta tragedia centenaria: Tras la victoria "militar" de las fuerzas policiales, ahora la batalla contra la mafia se libra en el campo de la economía. Sobre este nuevo escenario la solución es fácil: Quitar las astronómicas sumas de dinero que produce la industria del crimen. Pero el problema, mucho más que difícil, es encontrarlo sobre una extensa maraña de intereses que aún no podemos desenredar.
Los paraísos fiscales están más próximos, todavía, que el cielo de los antiguos y la inercia de nuestro sistema no consigue superar la enorme ambigüedad de muchas entidades de crédito e inversión que conviven junto a nosotros y hasta reciben nuestras tímidas nóminas para convencernos, a veces, de su  peculiar bondad. La sociedad no es consciente del riesgo que comporta todo este desorden de ambiciones e impunidad. Al margen de la agresión de bienes eminentemente personales, la gran fuerza de este fenómeno es la capacidad de dañar, más que la propiedad, el orden socioeconómico que sostiene nuestra convivencia y que presenta, ahora más que nunca, una clamorosa fragilidad.
En estos años de crisis pocos se atreven a conjugar esta magnitud con el crimen. Sin embargo, hay demasiadas evidencias de tan siniestra hermandad. Escuchar a Grasso con atención es  admirar su esfuerzo y contemplar lo alejado que queda el verdadero camino que debemos seguir.

domingo, 11 de abril de 2010

Panorama exterior: Cuidado con los hombres ridículos

Las noticias recientes de la vida pública española nos arrojan, como siempre, varios rostros y actitudes profundamente ridículas. Temo estos rostros y presencias con toda intensidad: La trágica historia del siglo XX nos demuestra cuánto daño pueden hacer los hombres ridículos. Su potencia para el mal se inicia con nuestra indiferencia, cuando les otorgamos esos metros de ventaja que les permiten auparse unos centímetros sobre el suelo de la infeliz taberna del descontento y la rabia. Nuestra indolencia y cansancio es siempre su mejor alianza.
Se ha escrito y reflexionado poco sobre los seres humanos verdaderamente ridículos y el poder. El misterio es su acceso a la cumbre social y la capacidad para convertir su aparente desvalimiento en una fuerza dominante. No conozco líderes o dirigentes, cuando menos en  Europa,  de aspecto ridículo que hayan hecho el bien. Quizá la maldad se oculta con mayor destreza bajo un rostro que la degrada hasta los límites de la indiferencia.
Ninguno parece darse cuenta de su propia ridiculez. Esa certeza - porqué lo sé no lo soy- redime la sensación de sentirse ridículo y permite, como nos enseñara Dostoievski en su famoso relato, tener un sueño luminoso que rescata el alma de la melancolía. El ser profunda y verdaderamente ridículo nunca lo sabe, ni siquiera lo sospecha y sólo guarda oscuras pesadillas en su imaginación. Si nadie, en un gesto de genorosidad y muchas veces casi heroico, los convence a tiempo de su ridiculez y alcanzan una cierta relevancia  pública, suelen convertirse en una seria amenaza.