
Desde
la primera vez que contemplé el Caminante,
la escultura del maestro Juan Antonio
Corredor, comprendí que estaba ante una obra tan sincera como excepcional.
Arrumbada en una esquina de su amplio estudio-fundición, su injusto abandono le
daba un aire todavía más melancólico, aún más retraído desde su imponente
estampa de gigante desvalido que camina con cierta torpeza, pesadumbre y temor
por los senderos del arte y de la verdad.
Me fascinó desde el primer momento y quedé
pensativo aquel día del encuentro, preguntándome
porqué una apuesta tan sencilla podía transmitir un cúmulo tan afortunado de
sensaciones y certezas. Cada vez que la he visto ante mí, he descubierto en
ella más decisión y alguna nueva faceta
de su temperamento y he vuelto a
preguntarme otra vez porqué una obra de tanta vocación social no se expone en
alguno de los espacios de nuestra maltrecha ciudad, tantas veces huérfanos de algunas
referencias estéticas verdaderas que
enriquezcan la convivencia de los ciudadanos.
Granada ha sido cruel y parcial, no pocas
veces, con la excelencia de su escultura contemporánea. La excepcional Piedad de Eduardo Carretero, un acierto
público y un ejemplo rotundo de honestidad y altura plástica, que fuera donada por
el artista granadino en recuerdo de todas las víctimas de la Guerra Civil,
sufrió críticas lamentables e incomprensibles cuando pudo instalarse, casi
escondida, en uno de los patios del Cementerio de San José. Es verdad que Eduardo Carretero pudo ser justamente
homenajeado por la Academia de Bellas Artes de Granada casi al final de su vida,
pero siendo un artista tan decisivo en la escultura española contemporánea
merecería un homenaje permanente con una mayor presencia entre las calles de
nuestra ciudad. Tampoco se recuerda como merece la obra de otro granadino,
Antonio Cano Correa. Su espléndida representación de Alonso Cano apenas si se
vislumbra o explica en su rincón de la Plaza del Palacio Arzobispal, acosada
por algunos grafitos lamentables y casi tapada por las hojas de un inmenso
magnolio que la ensombrece. Carmen Jiménez, su esposa, la gran escultora de La
Zubia, vive también la notable ausencia de su obra en Granada, una situación
tan incomprensible que debiera corregirse con prontitud para reconocer la
importancia de una apuesta delicada y firme, de una referencia básica en la cultura
andaluza contemporánea que no podemos ignorar sin incurrir en una grave
contradicción y casi en una fatal irresponsabilidad para la educación sentimental
de la ciudad. La reflexión pública sobre las esculturas de Granada debería
conducirnos a una coherente organización y a cubrir lamentables olvidos que
debieran avergonzarnos. Entre estas decisiones, no cabe duda que debiera contarse
con la de instalarse en algún lugar adecuado nuestro Caminante integrando su estampa, tan sugerente y tan vinculada con
nuestro tiempo, al perfil artístico de una ciudad siempre abrumada por el peso
de la historia que tiene que seguir construyendo su Patrimonio.
Quiero aclarar que mi punto de vista es el de
un simple observador periférico, el de un diletante que atiende al mensaje plástico
que se ofrece a su alrededor de buena fe y con el corazón propicio para toparse
con la virtud artística; en definitiva, mi punto de vista es el de un
agradecido observador. Creo que la obra de Juan Antonio Corredor presenta una
gran proximidad emocional y se instala con facilidad en nuestra memoria.
Carezco de suficiente competencia artística y, más aún, carezco de aquellos conocimientos
técnicos que sean suficientes para glosar una pieza ambiciosa de un gran
escultor que admiro con los ojos del alma. Solo me limito a compartir mi
experiencia con una escultura con la que sostengo desde hace años un dialogo
frecuente cada vez que tengo oportunidad de encontrármela. Nadie hallará en mis
palabras un veredicto técnico o una rigurosa ficha de sus bondades artísticas.
Lo único que puedo referir, de manera más o menos ordenada, es el sugestivo
mensaje que me traslada como si de una dulce inquietud se tratara.
Si el Caminante
tiene mucho o poco de su autor, él debería decirlo. Una persona tan
intuitiva como bondadosa, en el que la plenitud artística se produce de manera
tan natural, tan caudalosa e inevitable, parece que pueda ver, cuando menos durante
algunos episodios de su vida, su alma claramente representada en esa figura sabiamente
deslavazada, enorme y comprometida.
Algo lastra ese paso de gigante que pretende ser decidido y firme pero que al final
resulta blando y torpe y lo agacha injustamente al encontrar una imprevista
dificultad. Se trata de un lastre que sabemos injusto porque creemos a su autor,
igual que creemos al personaje inverosímil en la mejor literatura cuando nos
dice que un hombre malvado ha cruzado la calle: Lo creemos, como nos enseñó Jorge
Luis Borges, de forma misteriosa, con una fe que arranca desde el corazón mismo
de la obra de arte, cuando percibimos el primer soplo de la creatividad. En
realidad, esta extraña figura, pese a su aparente indolencia y desaliño, nos
conmueve y nos hace sentir por ella un aprecio muy singular, nos hace cómplices
de su virtud porque la comprendemos abrumada por la contemplación de aquello
que la rodea y que procura entender, quizá, sin conseguirlo. El pequeño milagro
creativo de este Caminante es que nuestra relación con el, al contemplarlo, nos hace
mejores.
Su creador ha querido fundirlo haciendo del
volumen un camino que conduce hasta la lucidez y que alza en cada uno de
nosotros un cierto y voluntario desasosiego que nos envuelve con su personaje.
Corredor nos ofrece una apuesta cabal contra las dificultades, una oferta
sincera para combatir algunas pesadas limitaciones, una triste y bella metáfora
de tantas y tantas asperezas de nuestro mundo y de la paciente capacidad que
debemos atesorar para vencerlas. Hay en la obra, quizá por todo ello, una
fuerza interior completamente ajena al espacio que la rodea, no al espacio que
físicamente la rodea, sino al horizonte invisible y terco de sus preocupaciones
porque nuestro Caminante es, ante todo, un retrato difuso y lúcido del hombre de
nuestro tiempo, un hombre que transita solitario por un sendero engañoso, ajeno
a la naturaleza y lleno de ruido y hostilidades.
Su gesto es el de una contrariedad contenida.
Y el de una rabia elevada y pudorosa porque el puño cerrado junto al muslo,
intenta vanamente esconderse de nuestra indiscreta mirada y demuestra que la
figura recela y hasta sufre pero quiere, aún más y cumpliendo quizá un viejo
rito social que reniega de la exhibición impúdica del dolor, ocultarnos en lo
posible su amargura. Nuestro Caminante
es tímido como su autor, aunque todo sabemos que la timidez verdadera se
modifica con el paso de los años y acaba por convertirse en una forma de suave
corrección y en un deseo frágil de no
importunar, de no llamar mucho la atención y por eso este buen gigante solo quiere pasar desapercibido ante quienes se cruzan
con él y lo escudriñan con atención y asombro. El autor no ha querido encendernos
su rostro, solo lo apunta porque ha querido que sus rasgos sean definitivamente
cincelados por nuestra mirada o que optemos –quizá con mejor criterio- por
dejarlos solamente apuntados y descubramos bajo la patina oscura que lo cubre
su inmenso corazón de bronce. Lo esencial es que es nuestra contemplación la
que completa la materia y reúne armoniosamente aquello que falta y gravita a
nuestro alrededor.
Creo que no se trata de un caminante
solitario. El magisterio de Corredor ha querido mostrarlo solo porque lo
adentra en un territorio, el de su exhibición pública, que siempre comporta
bastante hostilidad. Sea cual sea el sendero por el que transita, el Caminante podría estar rodeado de una
muchedumbre pero esta no haría más que acentuar la paradójica soledad del
hombre en las ciudades. Deambula para salir a nuestro encuentro, para encontrar
la atención del observador, para mostrarse ante los demás y así cumplir el noble
destino para el que ha sido engendrado. No se trata de una simple curiosidad,
se trata de un silencioso diálogo con nuestra propia entereza, con nuestro
interior más recóndito, con la virtud que la imperfección humana es capaz
–tantas veces- de descubrir desde el balcón de la sinceridad y la inquietud.
Encontrar nuestro Caminante
bajo la luz de esta brillante Sala de
Exposiciones es un verdadero privilegio y todo un acierto de quienes, con
franca generosidad, han tenido la idea de mostrarnos esta imprescindible Antológica de mi admirado amigo y
compañero académico Juan Antonio Corredor. Guardar de nuevo esta obra delicada
y paciente en la fértil soledad de su estudio debiera entristecernos. Y mucho.
Porque nadie tiene más derecho a guardar la luz, beber la lluvia y respirar el
aire, tantas veces ingrato, de esta asombrosa ciudad de Granada.