lunes, 23 de agosto de 2010

Panorama exterior: Las colas de comida


La escasez de noticias, ese tópico que sigue negando cada año la actualidad imparable del largo paréntesis del verano, favorece que algunos medios publiquen, con cierta timidez, breves reportajes sobre la creciente demanda de alimentos en comedores sociales. Los incrementos producidos en los últimos meses me producen una mezcla de indignación y de temor. Llevo mucho tiempo interesándome por estas situaciones de emergencia social situadas precisamente a la cola de los informativos, cuando todos sabemos que debieran ser noticias de apertura como periódicamente ocurre con la insulsa información deportiva que rodea de un aura adolescente nuestros agotados televisores. En realidad, parece que la audiencia se conforma con dos minutos de reportaje antes del microespacio del tiempo. Desempleados y pensionistas aparecen en una cola en la que empieza a citarse la presencia de jóvenes como si la juventud dejara de ser un estado o edad para convertirse en la condición de pertenencia a un determinado grupo de exclusión social. Lo que está ocurriendo es mucho más importante de lo que  pensamos y de lo que algunos nos quieren hacer creer y es que hay una cierta tendencia, cuando menos a mí me lo parece, a ocultar la parte más digna y resbaladiza de la pobreza.
Ya sabemos que la sociedad occidental hace bastante tiempo que superó esta suprema humillación del hambre. Con la debida distancia, habría que aclarar que aunque hablamos de alimentos, casi no hablamos de hambre física pero sí de un hambre moral que muchos empezamos a sentir a nuestro alrededor con bastante insistencia. La moderna literatura ha sido, en general, poco proclive a relatar los síntomas más enérgicos del hambre extrema e involuntaria; no así de la miseria más solemne a la que suele acompañar no pocas veces una especie de ayuno alucinado. Al margen de la famosa aportación  contemporánea de Frank McCourt, las grandes descripciones literarias del hambre física en Occidente que recuerdo las realizan el denostado noruego Knut Hamsun en su novela Hambre (1890) y el irlandés Liam O´Flaherty con la novela publicada con el mismo nombre en 1937. La vida de ambos portentos resulta tan fascinante como equivocada y hasta terrible, quizá por esa misma audacia que les llevó a explorar sin consideración alguna en las cavidades más oscuras del alma humana.
Lo esencial en nuestro tiempo es recordar la falta de compromiso moral y es que estas nuevas colas de los comedores sociales son una vergüenza que a todos nos afecta, porque ya no obedecen a la pura marginalidad que enciende el abismo del alcohol y otras fatales dependencias. Obedecen sencillamente a la injusticia. Y es que volvemos a las colas ordenadas de hombres desempleados en las que se gestaron las grandes tragedias de Europa durante el siglo pasado, colas de hombres con sombrero y zapatos viejos pero bien cepillados, con trajes algo raídos y corbata y a veces con el periódico doblado en el bolsillo del gabán.
Cuando menos, afortunadamente, la imagen actual de la cola no siempre ataca el pudor de quienes tienen que sufrirla. Con buen criterio, el discreto cámara de una cadena televisiva nos muestra la paciente y multicolor hilera de carritos de la compra, pulcramente alineados y a la espera de recibir una pequeña bolsa de alimentos para sobrevivir.
Aún reconociendo la ingente ayuda institucional, enorme pero cada día más insuficiente, esta ingrata y difícil labor del Banco de Alimentos, de Cáritas y de otras instituciones silenciosas tendrían que interesarnos tanto como el porcentaje perdido en nuestras nóminas de funcionarios.