viernes, 13 de agosto de 2010

Granada, la ciudad desaparecida

Somos bastante proclives a nombrar de otro modo las ciudades y habitualmente lo hacemos con epítetos muy poderosos. Mi amigo Xosé de Cora llamaba a Lugo a cidade provecta, Bowles a Tánger la ciudad huérfana y hasta la bellísima Valetta pasó de ser fundada como la humilde a ser conocida en las atentas cortes de Europa como la  superbissíma, como la urbe más orgullosa.
Estos días he podido leer con calma el breve opúsculo que me regalara  hace algunas semanas mi admirado compañero Miguel Giménez Yanguas y que publicara en la  revista Arquitectura y en 1923, el mismo año que es nombrado arquitecto conservador de la Alhambra, Leopoldo Torres Balbás con el título Granada, la ciudad que desaparece. Trágicamente el reconocido restaurador no acude al adjetivo ni al participio sino al presente de indicativo porque la nombrada ciudad está desapareciendo ya entonces ante sus ojos indignados y atónitos. La lectura del sencillo artículo, ahora más que nunca, estremece por la larga nómina de aberraciones perpetradas con toda impunidad y probablemente sin remordimiento.
Cuando la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad de Granada reedita el trabajo de Torres Balbás, tiene el buen gusto de recordar, en oportuna nota a pié de página de la breve introducción firmada por el Director de la Escuela, Javier Gallego Roca, aquella descripción que nos hiciera del gran restaurador don Emilio García Gómez al recordarlo en los siguientes términos: "He conocido algunos ejemplares humanos -rarísimos- de su talla moral, pero nadie superior. Era una mezcla coherente de sensibilidad, ternura, caballerosidad, desinterés, honradez, noble dignidad, anti-exhibicionismo, franqueza y eficacia". Algo parecido a esa misma mezcla coherente, es la que deseamos para el futuro de nuestras grandes ciudades históricas que debieran estar amparadas en alguna Ley especial que consagrara, entre otros, un elemental principio general de incompatibilidad territorial de los nuevos espacios urbanos con aquellos espacios históricos que tienen que convivir pacíficamente con el progreso por su innegable valor y porque son, en gran medida, la mejor garantía para nuestro futuro.
La tragedia social que Torres Balbás sitúa en 1923, cuando se discute nada menos que la demolición del Corral del Carbón, la única alhóndiga andalusí que aún conservamos íntegra en la Península Ibérica, estremece por su antigüedad y, lo que es aún peor, por su proterva persistencia hasta nuestros días y es que la ciudad, al margen de postales y de algunos visitantes egregios, sigue desapareciendo de manera más o menos visible, perdiendo su identidad, parte de su riqueza y singularidad. De hecho, el destrozo posterior ha sido mucho mayor y más culpable que aquel que era denunciado hace más de ochenta años ante la Sociedad Central de Arquitectos. Torres Balbás acertó al definir Granada como una ciudad que desaparecía porque efectivamente en parte desapareció y en parte ha seguido desapareciendo entre la autocomplacencia, la sombra de la especulación y el pastiche más o menos afortunado. Por ello, quienes vivimos en esta ciudad debemos ser conscientes de vivir, en gran medida, sobre una ciudad tan asombrosa como perdida.
Torres Balbás nos demuestra que de todos los nombres de Granada pudiera ser el más justo aquel que la titule como la ciudad desaparecida. Aunque nos duela, quizá debiéramos aprender a enseñarla como fue y como podría haber sido y es que, en cierto modo, el llanto de Boabdil permanece.