martes, 21 de diciembre de 2010

Panorama exterior: El Ateneo de Priego y don Niceto

A través de mi amigo Antonio Carvajal, el Ateneo de Priego de Córdoba ha tenido la gentileza de invitarme a participar en una distendida charla-coloquio sobre la defensa de los bienes culturales y algunas otras pasiones confesables como la música contemporánea o algunas voces sinceras de la poesía española de nuestro tiempo. Debo reconocer que me alegró la idea desde un principio por la oportunidad que se me brindaba de conocer, después de tantos justificados comentarios de admiración, el famoso barroco blanco de esta villa memorable y la casa museo que alberga el Patronato Niceto Alcalá-Zamora y Torres.
El legado de un portento jurídico debe ser la posibilidad de conocer una obra que pueda seguir inspirando el parecer de los juristas durante generaciones. El caso de Niceto Alcalá-Zamora es de los más injustos de nuestra historia. Nadie puede dudar de su proverbial capacidad y su agitada juventud demuestra la importancia de un pensamiento que debe calificarse como un verdadero milagro en la Andalucía de su tiempo. Tejió desde muy joven una obra proteica y monumental, de tono diverso con aportaciones jurídicas, históricas, políticas, literarias y hasta periodísticas pero esta obra, publicada por el esfuerzo de esta admirable fundación y del Parlamento de Andalucía, no ha permitido deslindarlo del peso ingrato de la Guerra Civil y de su triste peripecia vital desde el agrio exilio en Francia y Buenos Aires hasta el olvido de una España que debiera recodar con un intenso rubor su generoso sacrificio.
Su capacidad para concitar el intenso odio de los dos bandos abona la sospecha de su entereza, de su coherencia y de su honestidad. Muy pocos consiguen esta fatal unanimidad en situaciones marcadas por el sectarismo y la violencia. Si Alcalá Zamora, un católico liberal de naturaleza optimista que acabó por ejercer un oscuro y lúcido pesimismo, un español extraordinario al que se despojó con toda impunidad de su patrimonio y de su honor durante generaciones, hubiese sucumbido al temor su destino, quizá, hubiera sido algo o mucho más dulce. Prefirió persistir y hacer lo que hacen tan a menudo los españoles injustamente perseguidos y condenados al ostracismo: Escribir para malvivir. O sea, al parecer de otro desdichado compatriota, llorar con el alma erguida y llena, casi siempre, de la fértil melancolía de la nostalgia.