domingo, 17 de octubre de 2010

Mal de la Muralla: El paso valioso

No pude llegar en fecha más propicia hasta Lugo. La conocida precocidad de su invierno me llevó junto  a los primeros días fríos, pálidos y desnudos, ausentes de las viajeras nubes que suelen adornar el  rumoroso cielo gallego, cuando el delicado octubre lugués afronta la quincena decisiva que remata el ciclo anual como un rito ancestral y purificador.
Una vez cumplidos mis compromisos académicos, después de agradecer la invitación de la asociación Alume, volví al interior de la vieja ciudad para encontrar de nuevo el sincero aprecio de un inolvidable grupo de amigos y -como siempre- la sombra de Luis Pimentel.
Tonina Gay, una de las voces más libres que conocí en aquellos años difíciles que me tocó vivir, la que me permitió desde Radio Lugo disfrutar de la compañía y amistad del profesor Jorge de Vivero en las lentas mañanas de domingo para hablar de música y literatura, me regaló dos recientes publicaciones promovidas por el Club Valle Inclán con la Editorial Galaxia que hacen justicia a la obra, tan poco conocida en el resto de España, del abogado, traductor y ensayista lucense Celestino Fernández de la Vega. De una parte, su extraordinario y celebrado O segredo do humor, que puedo por fin disfrutar en una digna edición y de otra, una selecta colección de breves ensayos recogidos bajo el título de Ensaios a proba do tempo entre los que se encuentra el amplio prólogo que escribiera para la primera edición de Sombra do aire na herba en 1959 con el título Vida e obra de Luis Pimentel, pocos meses después de la muerte del poeta.
Su relectura me depara una deliciosa y placentera sensación de reencuentro con  la ciudad y con la obra de aquel admirado y bondadoso médico que tejió, transitando por los soportales de la Plaza Mayor y por las vastas regiones de su alma, quizá la obra poética más pura y asombrosa del siglo pasado hispánico. No son estas palabras exageradas o vacías. El propio Dámaso Alonso cuando prologara su otro gran libro póstumo -Barco sin luces- ya advertía y engañosamente aconsejaba al inocente lector en estos términos: No toquéis a este libro. Podría deshacerse porque es todo de rosas ceniza, de cristal, de hundidas sombras, de aire. Quizá mejor que no entréis en este misterio...
Volviendo a nuestro ensayo, el acierto de Fernández de la Vega al comentar  la obra de su amigo Luis Pimentel resulta estremecedor. No solo refleja el espíritu de una obra que estaba enterrada como el más valioso tesoro: Quizá sin darse cuenta, descubre la compleja relación del poeta con la ciudad y del propio ensayista con ambos, las claves de una persistencia  literaria amparada en la más recóndita urbe que pueda imaginarse, casi escondida en el recodo umbrío de una de las primordiales esquinas del mundo, una relación básica para que pueda gestarse la epopeya íntima del escritor sobre la proximidad y el amparo de la milenaria muralla romana que cercaba sus ambiciones y guardaba sus sueños. Pimentel, el culto ciudadano que ha vuelto desde Madrid con la mejor formación y el mejor bagaje cultural de su tiempo tras vivir en la Residencia de Estudiantes, decide ampararse entre los previsibles muros de su ciudad y dialoga eficazmente con su entorno, con sus calles más próximas, con sus muebles, con el Café cotidiano, con sus frecuentes achaques, con imaginarios viajes que nunca emprenderá, con la defensa de una vida sostenida tras un muro que arropan frondosos bosques, ríos calmados y un exacto silencio.
Muchas veces comenté con mis amigos de Lugo los caracteres de aquella enfermedad imaginaria -tal vez susceptible de integrarse algún día en el siempre incompleto catálogo del DSM IV- a la que quise llamar Mal de la Muralla. Mucho espacio necesitaría para describir los síntomas y el posible origen de esta  extraña dolencia. La distancia y los años, sin embargo, me han demostrado que también afecta a los habitantes más virtuosos una forma del mal que los vincula con tanta fuerza a ese lugar que discurre, en sucesivas y recoletas plazas, junto a la orilla de su milenario adarve y que intensamente propicia una suerte de enriquecedor y constante viaje hacia el interior que destila la más noble y profunda forma de melancolía.
El espíritu de Pimentel, nos recuerda la lucidez de Fernández de la Vega, se va gestando en sus cotidianos paseos por ese largo círculo irregular del amplio adarve de la muralla romana. Allí se produce, en ese paseo redondo, el conocido milagro que nos asocia con un origen ya que cada paso vale por dous xa que, ó mesmo  tempo, alonxa y achega ó punto de partida. La capacidad de alejarse y acercarse a un tiempo de nuestro único destino debe producir un sencillo acercamiento a nuestro ser. Lo sorprendente, quizá, es que nadie comprenda la fertilidad de esta feliz paradoja y no se proyecten nunca alamedas redondas para descubrir mejor las imposturas del tiempo.