lunes, 17 de octubre de 2011

Panorama exterior: Piedra y memoria

No es esta la primera vez que se erige un monumento para recordar la imponente figura del reverendo Martin Luther King. En la universidad de Uppsala se optó por cierta sencillez y por el símbolo algo manido de las dos manos que luchan, como si de un fuerte eco se tratara, por romper y desatar alguna forma de esclavitud. Otros bustos, medallones y estatuas lo recuerdan con bastante rigor y en general con poca audacia en lugares públicos de América y de todo el mundo. Pero es ahora, cuando parece afrontarse un monumento definitivo, durante el primer mandato del Presidente símbolo Obama y con la gran obra del escultor chino Lei Yixin.
Su evidente colosalismo no sorprende en una nación que ha sabido reconocer sus errores, mejor que ninguna otra, sobre la piedra tallada de la memoria. Su ubicación en Washington junto a los grandes iconos de los presidentes Lincoln o Roosevelt, nos ofrece la medida de esta penitencia social: Su asesinato engloba una buena dosis de mala conciencia, quizá la de una clase media que sostuvo hasta entonces una excesiva ambigüedad para reconocer la firmeza y justicia de casi todas sus convicciones.
La escultura ha merecido ciertas críticas interesantes que superan el ámbito puramente plástico y se enmarcan en una enriquecedora controversia social. Lo cierto es que el artista ha sido completamente fiel a sus valores figurativos y a su previsible evolución estética. Algunos sindicatos critican, por ejemplo, la explotación de trabajadores chinos para extraer la materia prima del conjunto monumental. Críticos de arte norteamericanos valoran negativamente el lenguaje gestual que transmite la estatua a la que acusan de sostener, en sus brazos cruzados, un aire excesivamente autoritario. Otros no entienden que deba ser una obra simplemente colosal que emerja desde la misma piedra con un hálito amenazador. Todo ello es, en definitiva, muy positivo y debiera promover una seria reflexión a los europeos.
El patrimonio histórico debe construírse cada día pero en Europa tenemos la sensación de no necesitar acrecentarlo, acaso de conservarlo y siempre a regañadientes, como un lastre molesto con el que tenemos pesadamente que convivir. Ya no acometemos obras que procuren transmitir un mensaje duradero porque existe una especie de complejo hacia la imitación y hacia la grandeza de la normalidad, algo que nunca tuvimos en nuestro pasado cuando cualquier jardín principesco que se preciara, tenía que diseñar algunas ruinas o templetes para emoción y alimento del espíritu contemplativo. Nuestra superioridad estética o monumental terminará por desaparecer y lo lamentaremos mucho los europeos porque contamos aún con una cierta ventaja que derrochamos en otros esfuerzos presupuestarios bastante empobrecedores e inútiles.
Europa y, por supouesto, España, debe recuperar la fe y sabiduría de sus escultores; dejarles crecer, dejarles soñar sin otra limitación que la verdad.