domingo, 16 de enero de 2011

Panorama interior: Enseñanzas de Carolina Coronado

El romanticismo español tiene esa patética y melancólica belleza de los movimientos tardíos. Su patente y hábil anacronismo, lo enciende más a la vista de nuestros contemporáneos, lo sitúa frente al tiempo con la inconsciencia del espíritu noble y equivocado, le hace descubrir hallazgos que no buscaba el artista sombrío fatalmente desubicado de su tiempo y edad. Algo así le ocurre al brillante exponente romántico de la que fuera coronada en su turbadora adolescencia como reina de la poesía española en el Liceo Artístico y Literario de Madrid, Carolina Coronado. En parecido trance, el del intento de una segunda coronación poética  auspiciada por la Diputación de Badajoz casi al final de su vida, respondió con un brillantísimo y elegante soneto que comenzaba una corona no, dadme una rama de la adelfa del Gévora querido...y es que, quizá, solo comprendió entonces que su celebrada belleza y su probado ingenio, además de coronarla, la condenaron a vivir sobre la ingrata estancia de la lucidez y el exceso.
Conocí la biografía de la escritora en la dignísima y documentada aportación que publicara en 1986 con el subtítulo Etopeya de una mujer, Isabel María Pérez González y desde entonces no he terminado de sorprenderme de la poca difusión de esta vida portentosa que hubiera merecido un  largo drama cinematográfico firmado por Douglas Sirk. Ojalá este centenario -murió en 1911 con más de 90 años- que acaba de promoverse desde el ayuntamiento de Almendralejo nos sirva para entender  la enseñanza que nos proporciona una obra tan interesante como prematuramente olvidada y una vida trazada sobre el camino de la mayor audacia.
Ahora, lo más importante en nuestra escritora es su referencia vital. No solo aprendemos de sus versos y brillantes comparaciones, aprendemos de su inconcebible biografía. Desde su primera muerte cataléptica en 1844 hasta su locura en el Palacio de Mitra donde conversaba con el cadáver embalsamado de su esposo Horacio Perry, el silencioso, primer Secretario de la Embajada de Estados Unidos en Madrid e impulsor de aquel primer telégrafo intercontinental que lo llevó a la ruina. Sería importante que este afortunado centenario se prodigara en estas dimensiones a veces oscurecidas por la estrechez de una gestión cultural solo abrumada por el presente. La primera de estas dimensiones es su condición paradigmática para albergar el ideario tardo romántico español. La segunda, el ejemplo de quien lucha inútilmente casi toda su vida contra el viejo maniqueísmo ibérico de la mejor manera que puede y sabe, visitando salones palaciegos o recibiendo en su palacete de Lisboa a perseguidos con la falsa indolencia de quien alega, por su condición de mujer, no entender de política y sufre, naturalmente, el conocido lastre de la ingratitud. La tercera, quizá la dimensión más oportuna para la reflexión, la de rememorar el continuado fracaso ibérico de la modernidad y que encarna en la ruina económica de Perry y su telégrafo por las oscuras maniobras del capital británico.
Un recorrido sugerente, en definitiva, que no debe olvidarse y que aparece poblado por una larga serie de espíritus indispensables para entender mejor nuestro lugar en el mundo, desde su sobrino Ramón Gómez de la Serna hasta su cuñado, el político liberal y  gran jurista Alejandro Groizard, quien nos comentara con tanto acierto el benéfico y recordado Código Penal Español de 1870.