miércoles, 27 de enero de 2021

La redestrucción del Maristán de Granada



En el fatigoso curso del conservacionismo cultural, quizá ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre y de glosar nuevos conceptos científicos entre los que destacaría, por su acción letal para numerosos espacios históricos lamentablemente perdidos, el concepto de la redestrucción monumental. Son tan graves y frecuentes los ejemplos que han tenido lugar en la España reciente, que cada ciudadano comprometido con la cultura podrá recordar, sin apenas esfuerzo, el desgarro moral que sin duda sintió al contemplar la pérdida de monumentos o espacios que formaban parte de su memoria vital y que fueron toscamente sustituidos por intervenciones arquitectónicas o urbanísticas forzadas o, cuando menos, dudosas que no hicieron mas que traicionar el espíritu de un lugar logrado por el talento de un pueblo y el esfuerzo singular de la historia. Estos errores han sido a veces imperdonables y afectado a lugares únicos que nunca volveremos a disfrutar y que se irán poco a poco olvidando como si nunca hubieran existido.

 

En España, el miedo a reconstruir edificios históricos ha sido un azote injustificado que a veces nos ha empobrecido hasta límites casi obscenos. Las autoridades han tomado en demasiadas ocasiones el camino más fácil, dilapidando con su negligencia una buena parte de nuestra riqueza monumental. El riesgo de ser condenado al ostracismo o de ser tachado como un retrógrado, así como la errónea y muchas veces interesada interpretación realizada de algunos preceptos de la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico Español por quienes, en ocasiones, no contaban con formación jurídica alguna, son las dos coordenadas básicas que nos han conducido a esta persistente calamidad pública. Esta percepción errónea encuentra su justificación científica en evitar los mal llamados falsos históricos, pero lo cierto es que lo que ha conseguido realmente es sembrar el maltrecho territorio hispano de algo mucho peor: Los falsos contemporáneos.


El controvertido artículo 39.2 de la Ley del Patrimonio Histórico Español ha sido tachado por una voz tan autorizada como la de Santiago Muñoz Machado como un precepto absurdo y contrario a la finalidad que persigue, que es justamente la protección del patrimonio facilitando además su utilización y disfrute. Este precepto, referido a la conservación, consolidación y rehabilitación de nuestros bienes inmuebles monumentales, señala que se evitarán los intentos de reconstrucción, salvo cuando se utilicen partes originales de los mismos y pueda probarse su autenticidad; añadiendo su inciso final que si se añadiesen materiales o partes indispensables para su estabilidad o mantenimiento, las adiciones deberán ser reconocibles y evitar las confusiones miméticas. Nada impide, en una interpretación coherente de la norma y conforme a una visión constitucional del Patrimonio Histórico, reconstruir íntegramente el esplendor del Maristán nazarí para su contemplación y disfrute por los ciudadanos del mundo en un barrio tan justamente reconocido como Patrimonio de la Humanidad.

 

En mi opinión, sin embargo, se está produciendo en Granada un nuevo error al impedirse esta reconstrucción e iniciarse una intervención que considero insuficiente y limitada. Una vez más y al margen del posible mérito que pueda tener el proyecto que ha sido finalmente aprobado por las autoridades competentes, se ocupará un espacio único y será completamente redestruido, porque la decisión de preservarlo de una manera tan fragmentaria, no aprovecha la oportunidad que nos proporciona la historia para comprender mejor una ciudad y un lugar situado en un entorno completamente privilegiado y, además, contraria los términos que defienden documentos de tanta trascendencia como la Declaración de Quebec de 2008 sobre la preservación del espíritu del lugar. Granada, en esa ingrata condición de logos sumergido, ve como se pierde el mensaje que trasmite a sus ciudadanos, ve otra vez como su voz no es entendida o no se escucha con suficiente atención.

 

El Maristán nazarí es un edificio casi decisivo en nuestra historia. Es obvio que no puede consolidarse, ni conservase o rehabilitarse sencillamente porque ya hace mucho tiempo que no existe. Se ha sostenido, además, que es precisamente la reconstrucción integral la única que puede preservar adecuadamente las ruinas originales de edificio como el muro medianero con las casas de la calle Concepción de Zafra. Lo único que ahora deberíamos hacer es ordenar su reconstrucción y reponer en su emplazamiento original algunos de sus elementos mas significativos, alguno de un porte majestuoso y que han llegado milagrosamente hasta nosotros. Lo que deberíamos hacer, en definitiva, es reconstruirlo y no redestruirlo, recuperar su factura original, llevando a cabo una interpretación razonable y coherente de nuestra legislación cultural. Esta opción es posible y es la más aconsejable, porque nos enfrentamos a la reconstrucción de un edifico histórico perfectamente delimitado y documentado. Emprenderíamos así una tarea en la que no cabría espacio alguno para la impostura o la recreación, aprovechando trabajos de investigación de tanta importancia y rigor como los realizados en su día por los arquitectos Antonio Almagro o Enrique Nuere, ambos miembros destacados de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

 

La legislación cultural internacional hace tiempo que viene modificando sus criterios respecto a la reconstrucción de los grandes conjuntos monumentales. No reconstruir cuando contamos con el talento necesario, con una documentación suficiente y con algunos elementos arquitectónicos valiosos e indubitados, es una torpe traición al espíritu del lugar. Puede además ser un grave error social de dimensiones solo comparables con esa mediocridad sorda y triunfante que, en ocasiones y en otros casos, para nuestra desgracia, gestiona nuestro Patrimonio Histórico desde una cierta ignorancia o incluso desde el temor.